Richardson cogió la placa de Petri de la mesa. Una bacteria verdeazulada flotaba en la solución.
—¿Es esto?
—Sí. Ahí tiene el fracaso. Vuelvan a la Hermandad y díganles que se metan en un monasterio. Que recen, mediten, estudien la Biblia, el Corán o la cábala. No hay forma de escapar de nuestro miserable y pequeño mundo.
—¿Y qué pasaría si un Viajero tomara el 3B3? —preguntó Richardson—. Eso lo pondría en camino, y él podría concluir el viaje por sus propios medios.
Lundquist se inclinó hacia delante, y Richardson creyó que el anciano estaba a punto de saltar de su asiento.
—Es una idea interesante, pero ¿acaso no han muerto todos los Viajeros? La Hermandad ha gastado enormes sumas de dinero para acabar con ellos. Pero ¿quién sabe? Quizá quede alguno escondido en Madagascar o en Katmandú.
—Nosotros hemos localizado a un Viajero dispuesto a colaborar.
—¿Y lo están utilizando?
Richardson asintió.
—No puedo creerlo. ¿Por qué hace tal cosa la Hermandad?
El neurólogo cogió la carpeta y la placa de Petri.
—El suyo es un descubrimiento fantástico, doctor Lundquist. Quiero que lo sepa.
—No me interesan los cumplidos. Sólo las explicaciones. ¿Por qué ha cambiado la estrategia de la Hermandad?
Boone se acercó a la mesa y preguntó en voz baja a Richardson.
—¿Es esto por lo que hemos venido, doctor?
—Eso creo.
—No vamos a volver, así que será mejor que se asegure.
—Esto es todo lo que necesitamos. Escuche, no quiero que le ocurra nada malo al profesor Lundquist.
—Claro, doctor. Sé lo que siente. No se trata de un delincuente como Romero. —Boone puso una mano en el hombro de Richardson y lo acompañó hasta la puerta—. Vuelva al coche y espere. Tengo que explicar al doctor Lundquist nuestras exigencias de seguridad. No tardaré.
El médico bajó por la escalera, cruzó la cocina y salió por la puerta de atrás. Una corriente de aire helado hizo que le lloraran los ojos. Mientras permanecía en el porche se sintió tan cansado que deseó tumbarse en el suelo y hacerse un ovillo. Su vida había cambiado para siempre, pero su cuerpo seguía bombeando sangre, digiriendo alimentos y quemando oxígeno. Había dejado de ser un científico que escribía sus trabajos y soñaba con el premio Nobel. De algún modo, se había convertido en algo más pequeño, insignificante, en una diminuta rueda de un complejo mecanismo.
Sosteniendo la placa de Petri, Richardson caminó arrastrando los pies. Aparentemente, la conversación de Lundquist con Boone no fue larga porque éste lo alcanzó antes de que llegara al coche.
—¿Está todo en orden? —preguntó Richardson.
—Naturalmente —repuso Boone—. Sabía que no iba a haber dificultades. A veces es mejor ser claro y directo. Nada de palabras de más. Nada de falsa diplomacia. Me expresé con firmeza y obtuve una respuesta positiva.
Boone abrió la puerta e hizo una burlona reverencia, igual que un chófer insolente.
—Debe de estar usted fatigado, doctor Richardson. Ha sido una noche muy larga. Deje que lo lleve de vuelta al centro de investigación.
Hollis pasó con el coche ante el bloque de apartamentos de Michael Corrigan a las nueve en punto de la mañana, a las dos de la tarde y a las siete. Buscaba mercenarios de la Tabula en coches aparcados o sentados en los bancos del parque, hombres disfrazados de empleados de la luz o de operarios del ayuntamiento. Tras cada pasada, aparcaba delante de una peluquería y anotaba lo que había visto: «Una anciana empujando un carrito de la compra», «Un tipo barbudo cargando con un asiento para niños». Cuando regresó cinco horas más tarde, comparó sus notas y no halló ninguna similitud. Lo único que quería decir eso era que los hombres de la Tabula no estaban aguardando delante del edificio. Quizá se hallaran en el vestíbulo o dentro del apartamento de Michael.
Después de impartir sus clases de capoeira de la tarde, se le ocurrió un plan. Al día siguiente se vistió con un mono azul y cogió el cubo con ruedas y la fregona que utilizaba para limpiar el gimnasio. El complejo de apartamentos de Michael ocupaba toda una manzana de Wilshire Boulevard, cerca de Barrington, y estaba formado por tres rascacielos que tenían incorporada una estructura de aparcamiento de cuatro plantas y una amplia zona ajardinada en el centro con piscinas y pistas de tenis.
«Sé sistemático —se dijo Hollis—. No quieres liarte a tiros con la Tabula, solamente engañarlos.» Aparcó su coche a dos manzanas de la entrada, llenó el cubo con agua jabonosa de dos bidones y empezó a empujarlo por la acera. Al acercarse a la puerta, intentó pensar como un conserje e interpretar ese papel.
Dos señoras mayores salían del edificio cuando llegó.
—Acabo de limpiar la acera —les dijo—. Alguien la había ensuciado.
—La gente debería aprender modales —repuso una de las mujeres, y su amiga aguantó la puerta abierta para que Hollis pudiera empujar el cubo y entrar en el vestíbulo.
Asintió y sonrió mientras las mujeres se alejaban. Esperó unos segundos y fue hacia los ascensores. Cogió el primero que llegó y subió al octavo piso. El apartamento de Michael Corrigan se encontraba al final del pasillo.
Si los de la Tabula estaban escondidos en el de enfrente, observándolo por la mirilla, tendría que improvisar una mentira sin pérdida de tiempo. «El señor Corrigan me paga para que le haga la limpieza. Sí, señor. Lo hago una vez a la semana. ¿Se ha marchado el señor Corrigan? No sabía que no estuviera. Hace un mes que no me paga.»
Utilizando la llave que Gabriel le había dado, Hollis abrió la cerradura y entró. Estaba alerta, presto para defenderse de cualquier ataque, pero nadie apareció. En el apartamento olía a polvo y a calor. Sobre la mesa de centro había aún un ejemplar del
Wall Street Journal
, de hacía dos semanas. Hollis dejó el cubo y la fregona al lado de la puerta y fue corriendo al dormitorio de Michael. Encontró el teléfono, sacó una grabadora de bolsillo y marcó el número de Maggie Resnick. No se encontraba en casa, pero Hollis tampoco deseaba hablar con ella. Estaba convencido de que la Tabula había pinchado las líneas de teléfono. Cuando se disparó el contestador automático, Hollis puso en marcha la grabadora y la sostuvo cerca del teléfono mientras se oía la voz de Gabriel.
«Hola, Maggie, soy Gabe. Voy a largarme de Los Ángeles y a buscar un lugar donde ocultarme. Gracias por todo. Adiós.»
Hollis detuvo la grabadora, colgó y salió a toda prisa del apartamento. Se sentía tenso mientras empujaba el cubo por el pasillo; pero, cuando llegó el ascensor y entró, pensó: «De acuerdo, ha sido bastante fácil. No te olvides de que sigues siendo un conserje».
Al salir al vestíbulo, Hollis sacó el cubo y saludó con la cabeza a una pareja con un cocker spaniel. La puerta principal se abrió entonces con un clic, y tres mercenarios de la Tabula entraron a toda prisa. Tenían todo el aspecto de agentes de la policía que lo estaban haciendo a cambio de dinero. Uno de ellos vestía una cazadora vaquera. Sus dos compañeros iban disfrazados de pintores y llevaban toallas y lienzos de tela que les ocultaban las manos.
Hollis no les prestó atención cuando pasaron a su lado. Se hallaba a dos metros de la puerta en el momento en que un hispano de mediana edad abrió la que daba a la piscina.
—¡Eh! ¿Qué ocurre aquí? —preguntó el hombre a Hollis.
—Alguien ha derramado una botella de zumo de grosella en el quinto piso. Vengo de limpiarlo.
—En el informe de esta mañana no decía nada de eso.
—Acaba de ocurrir. —Hollis ya había alcanzado la puerta, y sus dedos acariciaban el tirador.
—Además, eso es trabajo de Freddy, ¿no? ¿Para quién trabaja usted?
—Me contrató…
Antes de que pudiera acabar la frase, Hollis notó movimiento a su espalda y el duro extremo del cañón de una pistola en los riñones.
—Trabaja para nosotros —dijo uno de los hombres.
—Es cierto —confirmó el otro—. Y todavía no ha terminado.
Los dos tipos disfrazados de pintores flanquearon a Hollis, lo obligaron a volverse y lo acompañaron de vuelta al ascensor. El hombre de la cazadora vaquera hablaba con el encargado de mantenimiento y le mostraba un documento que parecía algún tipo de permiso oficial.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Hollis intentando parecer atemorizado y sorprendido.
—No hables —dijo el más corpulento—. No digas una maldita palabra.
Hollis y los dos pintores entraron en el ascensor. Justo antes de que la puerta se cerrara, el de la cazadora se coló dentro y apretó el botón del octavo piso.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Tom Jackson. Soy conserje.
—No nos vengas con cuentos —le espetó el más bajo de los pintores, el que llevaba la pistola—. El tipo de ahí fuera no sabía quién eras.
—Es que me contrataron hace sólo un par días.
—¿Cómo se llama la empresa que te contrató?
—Fue un tal señor Regal.
—Te he preguntado el nombre de la empresa.
Hollis se desplazó ligeramente para apartarse del cañón de la pistola.
—Lo siento mucho, señor, pero lo único que sé es que me contrató el señor Regal y me dijo que...
Dio media vuelta, aferró la muñeca del pistolero y la apartó mientras con la mano derecha le asestaba un puñetazo debajo de la nuez. La pistola se disparó armando un gran estruendo en el reducido espacio del ascensor, y el proyectil alcanzó al otro pintor. El hombre gritó mientras Hollis se volvía y con el codo golpeaba en la boca al de la cazadora vaquera. Hollis retorció el brazo del pistolero hacia abajo, y el mercenario de la Tabula dejó caer el arma.
Girar. Atacar. Media vuelta y golpear de nuevo. En cuestión de segundos, los tres hombres yacían en el suelo. La puerta se abrió. Hollis presionó el interruptor rojo para bloquear el ascensor y salió. Corrió por el pasillo, encontró la salida de incendios y bajó los peldaños de la escalera de dos en dos.
La mañana del experimento, Michael se levantó temprano y se duchó, protegiéndose la cabeza con un gorro impermeable para que no se mojaran los electrodos que llevaba implantados en el cráneo. Se vistió con una camiseta, un pantalón suelto y alpargatas. Aquella mañana no desayunaría. El doctor Richardson no creía que fuera buena idea. Se encontraba tumbado en el sofá, escuchando música, cuando Lawrence Takawa llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación.
—El equipo investigador está listo —le dijo—. Es la hora.
—¿Y qué pasa si decido no ir?
Lawrence pareció sorprenderse.
—Ésa es su decisión, Michael. Naturalmente, a la Hermandad no le satisfará. Tendré que llamar al general Nash y...
—Relájese. No he cambiado de parecer.
Michael se cubrió la afeitada cabeza con un gorro de lana y siguió a Lawrence hasta el pasillo, donde estaban los dos guardias de siempre, con sus chaquetas azul oscuro y sus corbatas negras, que formaron una especie de escolta, uno delante de él y el otro detrás. El pequeño grupo salió al patio por una puerta cerrada con llave.
A Michael le sorprendió comprobar que todos los implicados en el Proyecto Crossover —secretarias, químicos, y programadores informáticos— habían salido para verlo entrar en El Sepulcro. A pesar de que la mayoría de ellos no comprendía la verdadera naturaleza del proyecto, les habían explicado que serviría para proteger a Estados Unidos de sus enemigos y que Michael era una pieza importante del plan.
Asintió con un leve movimiento de cabeza, igual que un atleta ante la multitud, y cruzó tranquilamente el patio hacia El Sepulcro. Todas aquellas instalaciones habían sido construidas, y todo aquel personal reunido, para aquel preciso momento. «Apuesto a que ha costado su buen dinero —se dijo—. Muchos millones.» Michael siempre había tenido la sensación de ser especial, de estar destinado a grandes cosas; y en ese instante se veía tratado como la estrella de cine de una película de gran presupuesto con un solo protagonista. Si realmente conseguía viajar a otros dominios, ellos tendrían que mostrarle el mayor respeto. No se encontraba allí por casualidad, sino por derecho de nacimiento.
La puerta de acero se descorrió, y entraron en una espaciosa y oscura estancia. A unos seis metros por encima del liso suelo de hormigón, una galería de cristal corría a lo largo de las cuatro paredes. Dentro brillaban las luces de los paneles de control y de las pantallas de los ordenadores, y Michael vio a varios técnicos que lo observaban. El aire era frío y seco, y podía escucharse un leve zumbido.
En el centro de la sala había una mesa de quirófano con una pequeña almohada para la cabeza. El doctor Richardson estaba de pie cerca de ella mientras el doctor Lau y la enfermera comprobaban el equipo y el contenido de una estantería de acero llena de tubos de ensayo con líquidos de diferentes colores. Al lado de la almohada descansaba un haz de ocho cables de colores conectados a unos electrodos plateados. Los ocho conductores se fundían en un único cable negro que serpenteaba y desaparecía en el suelo.
—¿Se encuentra bien?
—Por el momento...
Lawrence tocó levemente el brazo de Michael y se quedó junto a la puerta con los dos guardias de seguridad. Se comportaban como si Michael fuera a escapar corriendo del edificio, saltar la verja y ocultarse en el bosque. Michael caminó hasta el centro de El Sepulcro, se quitó el gorro de lana y lo entregó a la enfermera. Vestido únicamente con la camiseta y el ligero pantalón se tumbó boca arriba en la mesa de operaciones. En la sala hacía frío, pero él se sentía preparado para cualquier cosa, igual que un campeón dispuesto a jugar un partido crucial.
Richardson se inclinó y conectó los ocho sensores a los ocho electrodos de su cráneo. En ese momento, su cerebro se hallaba directamente unido al ordenador cuántico, y los técnicos de la galería podían monitorizar su actividad neurológica. Richardson parecía nervioso y Michael deseó que su rostro estuviera oculto por la mascarilla quirúrgica. Al cuerno con él. No era su cerebro el que estaba ensartado de hilos de cobre.
«Se trata de mi vida —pensó Michael—. El riesgo es mío.»
—Buena suerte —dijo Richardson.
—Déjese de suerte. Simplemente haga lo que tenga que hacer y veamos qué ocurre.
El neurólogo asintió y se colocó unos auriculares con micrófono para poder comunicarse con los técnicos de arriba. Era el responsable del cerebro de Michael, mientras que Lau y la enfermera se hallaban a cargo del resto. Le colocaron más electrodos por todo el cuerpo para controlar sus signos vitales. La enfermera le aplicó una anestesia tópica en el brazo y a continuación le colocó una vía intravenosa que conectó a un gota a gota que empezó a inyectarle suero en la vena.