Maya no sabía una palabra de vinos, pero aquél tenía un agradable sabor que le recordaba vagamente a cereza. Una ligera brisa sopló por el valle, y las llamas de las lámparas titilaron. Por encima de sus cabezas, cientos de estrellas brillaban en el limpio cielo del desierto.
—Quiero disculparme con ustedes dos por lo poco amigable del recibimiento —dijo Martin—. Y también quiero disculparme ante Antonio. Mencioné su caso ante el consejo, pero no llegamos a votar. No creí que llegarían tan pronto.
—Díganos simplemente dónde está el Rastreador y partiremos de inmediato.
—Quizá el Rastreador no exista —gruñó Antonio—. Y quizá ustedes dos sean espías enviados por la Tabula.
—Esta tarde estabas enfadado porque fuera una Arlequín, y ahora la estás acusando de ser una espía —protestó Martin.
—Cualquier cosa es posible.
Martin sonrió cuando su esposa llegó con una bandeja de comida.
—Incluso suponiendo que fueran espías, son nuestros invitados y se merecen una buena cena. Propongo que comamos primero. Se discute mejor con el estómago lleno.
Platos y cuencos pasaron de mano en mano alrededor de la mesa. Ensalada, lasaña y un crujiente pan cocido en el horno de la comunidad. A medida que la cena avanzaba, los cuatro miembros de New Harmony se fueron relajando, charlando tranquilamente de sus responsabilidades. Una conducción de agua tenía un escape. Uno de los camiones necesitaba un cambio de aceite. Un convoy salía hacia San Lucas en unos días y tenían que partir temprano porque uno de los adolescentes iba a presentarse a un examen de ingreso en la universidad.
Cumplidos los trece años, los jóvenes eran orientados por un profesor de la comunidad, pero sus maestros provenían de todo el mundo: en su mayor parte eran licenciados universitarios que daban clases a través de internet. Varias universidades habían ofrecido becas completas a una chica recién salida del colegio de New Harmony. No sólo les había impresionado de ella que supiera cálculo y traducir las obras de Molière, sino también que fuera capaz de excavar un pozo artesiano o reparar un motor diesel.
—¿Cuál es el principal problema que tienen aquí? —preguntó Gabriel.
—Siempre surge algo, pero nos las arreglamos —repuso Rebecca—. Por ejemplo, la mayoría de las viviendas tienen como mínimo una chimenea; sin embargo, el humo solía estancarse sobre el valle. Los niños tosían y apenas se veía el cielo, así que nos reunimos y decidimos que nadie podría encender un fuego a menos que en el edificio comunal ondeara una bandera azul.
—¿Son todos ustedes creyentes? —preguntó Maya.
—Yo soy católico —contestó Antonio—. Martin y Rebecca son judíos, Joan es budista. Aquí abarcamos todo el abanico de creencias, pero nuestra vida espiritual es asunto privado.
Rebecca miró a su esposo.
—Todos nosotros vivíamos en la Gran Máquina, pero la situación cambió el día en que a Martin se le averió el coche en la carretera.
—Supongo que ése fue el punto de partida —dijo Martin—. Hace ocho años, yo estaba viviendo en Houston, trabajando como asesor inmobiliario para familias adineradas que eran propietarias de terrenos comerciales. Tenía dos casas, tres coches y...
—No era feliz —terció Rebecca—. Cuando regresaba del trabajo, se encerraba en el sótano a ver viejas películas con una botella de whisky hasta que se quedaba dormido en el sofá.
Martin meneó la cabeza.
—Los seres humanos tenemos una capacidad casi ilimitada de engañarnos. Somos capaces de justificar cualquier nivel de desdicha si encaja en nuestro estándar de realidad. Yo, probablemente, habría seguido por el mismo camino toda mi vida. Pero, entonces, ocurrió algo. Me fui a Virginia por negocios y tuve una experiencia terrible. Mis nuevos clientes eran como niños egoístas sin ningún sentido de la responsabilidad. En cierto momento de la reunión, les propuse que donaran el uno por ciento de sus ingresos anuales para obras benéficas de su comunidad, pero ellos se quejaron de que ya tenían bastante con ocuparse de sus inversiones.
»Después de aquello, las cosas empeoraron. En el aeropuerto de Washington había cientos de policías por culpa de no sé qué alarma. Me registraron dos veces al pasar por los controles de seguridad y vi cómo a un hombre le daba un ataque al corazón en la sala de espera. Mi avión sufrió un retraso de seis horas. Maté el tiempo bebiendo y viendo la televisión en el bar del aeropuerto. Más crímenes y destrucción. Más contaminación. Todas aquellas noticias me decían sólo una cosa: «Asústate». Por su parte, la publicidad me decía que comprara objetos que no necesitaba. El mensaje era que la gente podía ser dos cosas: o víctimas pasivas o consumidores.
»Cuando regresé a Houston estábamos a cuarenta y tres grados de temperatura con un noventa por ciento de humedad. A medio camino de casa, el coche se me averió. Naturalmente, nadie se detuvo. Nadie quiso ayudarme. Recuerdo que salí del coche y miré al cielo. Era de un color sucio por culpa de la contaminación. Basura por todas partes. Me rodeaba el rugido del tráfico. Entonces comprendí que no había que preocuparse por el infierno después de la muerte porque ya lo habíamos conseguido en vida.
»Fue entonces cuando me ocurrió. Una camioneta paró detrás de mí, y se apeó un hombre. Era más o menos de mi edad. Vestía vaqueros y una camiseta y sostenía una vieja taza de cerámica, sin asa, como las que se usan en las ceremonias del té en Japón. Se me acercó. No se presentó ni me preguntó por mi coche. Me miró a los ojos, y tuve la impresión de que me conocía, de que comprendía lo que yo sentía en esos momentos. Entonces me alargó la taza y me dijo: "Tenga un poco de agua. Seguro que tiene sed".
»Me bebí el agua, que estaba fresca y buena. El hombre abrió el capó de mi coche, metió mano al motor y lo puso en marcha en cuestión de minutos. Normalmente, yo le habría dado algo de dinero a cambio y habría seguido mi camino, pero no me pareció lo correcto, así que lo invité a cenar a casa. Llegamos veinte minutos más tarde.
Rebecca meneó la cabeza y sonrió.
—Pensé que Martin se había vuelto loco. Había conocido a un extraño en la autopista y ahora estaba cenando con nosotros. Mi primera idea fue que se trataba de alguien sin hogar, puede que incluso un criminal. Cuando acabamos de cenar, él recogió los platos de la mesa y empezó a fregarlos mientras Martin acostaba a los niños. El desconocido me preguntó sobre mi vida y por alguna razón se lo conté todo: lo desdichada que era, lo mucho que me preocupaban mi marido y mis hijos, las píldoras que tenía que tomarme cada noche para poder dormir.
—Nuestro invitado era un Viajero —dijo Martin mirando por encima de la mesa a Maya y a Gabriel—. No sé qué saben ustedes de sus poderes...
—Me gustaría escuchar todo lo que puedan decirme —contestó Gabriel.
—Los Viajeros son gente que ha salido del mundo en que vivimos y que han regresado —explicó Martin—. Tienen una forma distinta de ver las cosas.
—Debido a que han escapado de la prisión en que vivimos —intervino Antonio—, los Viajeros pueden ver las cosas con claridad. Por eso la Tabula les tiene tanto miedo. Quiere que todos creamos que la Gran Máquina es la única realidad que existe.
—Al principio el Viajero no dijo gran cosa —añadió Rebecca—. A pesar de todo, cuando estábamos con él teníamos la sensación de que podía leer en nuestros corazones.
—Yo me tomé tres días libres —terció Martin—. Rebecca y yo nos dedicamos a hablar con él, intentando explicarle cómo habíamos llegado a aquella situación. Pasados los tres días, el Viajero buscó una habitación en un hotel del centro de Houston y empezó a venir por casa todas las noches y nosotros a invitar a algunos amigos.
—Yo era el contratista que había ampliado la casa de Martin —precisó Antonio—. Cuando me llamó creí que quería presentarme una especie de predicador. Fui una noche y así conocí al Viajero. Había un montón de gente en el salón, y yo me escondí en un rincón. El Viajero me miró durante un par de segundos, y eso cambió mi vida. Tuve la impresión de que por fin había encontrado a alguien capaz de comprender todos mis problemas.
—Nos enteramos de la existencia de los Viajeros mucho más tarde —intervino Joan—. Martin se puso en contacto con otra gente a través de internet y encontró algunas páginas web secretas. Lo esencial que hay que saber es que cada Viajero es diferente. Provienen de distintas religiones y culturas. La mayoría de ellos únicamente llegan a visitar uno o dos dominios; pero, cuando regresan, tienen una explicación diferente para sus experiencias.
»Nuestro Viajero había estado en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos —explicó Martin—. Lo que vio allí le hizo comprender por qué la gente está tan desesperada por aplacar el ansia de sus almas y no deja de perseguir nuevos objetivos y experiencias que finalmente sólo le brindan satisfacción a corto plazo.
—La Gran Máquina nos mantiene permanentemente insatisfechos y asustados —añadió Antonio—. No es más que otro modo de hacernos obedientes. Poco a poco me di cuenta de que todas las cosas que compraba no me hacían feliz. Mis hijos gritaban constantemente. Mi mujer y yo llegamos a pensar en divorciarnos. A veces me despertaba a las tres de la madrugada y me quedaba tumbado, pensando en las deudas de mis tarjetas de crédito.
—El Viajero nos hizo entender que no estábamos atrapados —dijo Rebecca—. Nos miró a todos nosotros, un grupo de gente corriente, y nos ayudó a que viéramos cómo podíamos llevar una vida mejor. Hizo que comprendiéramos que podíamos conseguirlo con nuestros propios medios.
»La voz fue corriendo y, al cabo de una semana, había una docena de familias que se reunían en nuestra casa todas las noches. Treinta y tres días después de su llegada, el Viajero se despidió y se marchó.
—Cuando se fue —comentó Antonio—, cuatro familias dejaron de asistir a las reuniones. Sin el poder del Viajero no fueron capaces de romper con sus antiguas costumbres. También hubo unos cuantos que buscaron en internet y se enteraron de la existencia de los Viajeros y de lo peligroso que era oponerse a la Gran Máquina. Al cabo de cinco meses sólo quedábamos cinco familias. Éstas formaban el núcleo del grupo que deseaba cambiar de vida.
—No deseábamos vivir en un mundo estéril —explicó Martin—, pero tampoco estábamos dispuestos a renunciar a trescientos años de tecnología. Lo mejor para nuestro grupo era una combinación de alta y baja tecnología. Una especie de tercera vía. Así que pusimos en común nuestro dinero, compramos estas tierras y nos instalamos aquí. El primer año resultó increíblemente difícil. Nos costó mucho montar los generadores eólicos necesarios para disponer de nuestra propia fuente de energía. No obstante, Antonio estuvo genial, resolvió todos los problemas y consiguió que funcionaran.
—En ese momento, no éramos más que cuatro familias —precisó Rebecca—. Martin nos convenció para que primero levantáramos el centro comunal. Nos conectábamos a internet utilizando teléfonos vía satélite. Ahora prestamos servicio técnico a los clientes de tres grandes compañías. Ésa es la principal fuente de ingresos de la comunidad.
—Todos los adultos de New Harmony trabajan seis horas al día, cinco días a la semana —explicó Martin—. Se puede trabajar en el centro comunal, ayudar en la escuela o en los invernaderos. Producimos un tercio de nuestros alimentos, los huevos y las verduras. El resto lo compramos fuera. No se producen delitos en nuestra comunidad. No tenemos hipotecas ni tarjetas de crédito, pero sí el mayor de los lujos: mucho tiempo libre.
—¿Y en qué lo emplean? —preguntó Maya.
Joan dejó su vaso.
—Yo voy de excursión con mi hija. Se conoce todos los caminos. Algunos de los chicos me están enseñando a volar con ala delta.
—Yo hago muebles —contestó Antonio—. Es como un trabajo de artista con la diferencia de que te puedes sentar encima. Hice esta mesa para Martin.
—Yo estoy aprendiendo a tocar el violonchelo —dijo Rebecca—. Mi maestro está en Barcelona. Utiliza una webcam para ver y escuchar cómo toco.
—Yo empleo el tiempo comunicándome con otra gente a través de internet —dijo Martin—. Varios de esos nuevos amigos han venido a vivir a New Harmony. En estos momentos nuestra comunidad la integran veintiuna familias.
—New Harmony ayuda a difundir información sobre la Gran Máquina —añadió Rebecca—. Hace unos años, la Casa Blanca propuso algo llamado el «documento de identidad Enlace de Protección». El Congreso rechazó el proyecto, pero tengo entendido que en las grandes compañías usan algo parecido. Dentro de unos años, el gobierno volverá a plantearlo y lo convertirá en obligatorio.
—Pero lo cierto es que ustedes no se han apartado de la vida moderna —comentó Maya—. Tienen electricidad y ordenadores.
—Y una medicina moderna —dijo Joan—. Suelo consultar con otros especialistas a través de internet, y también tenemos un seguro médico colectivo para las enfermedades más graves. No sé si se debe al ejercicio, a la dieta o a la falta de estrés, pero la gente de nuestra comunidad rara vez cae enferma.
—Nuestra intención no era escapar del mundo moderno y convertirnos en campesinos medievales —comentó Martin—. Nuestro objetivo era hacernos con el control de nuestras vidas y demostrar que nuestra tercera vía podía funcionar. Existen otros grupos como New Harmony, con la misma combinación de tecnologías nuevas y antiguas, y todos están conectados a través de internet. Hace menos de dos meses se puso en marcha una nueva comunidad en Canadá.
Hacía rato que Gabriel no había dicho palabra, aunque seguía mirando fijamente a Martin.
—Dígame una cosa: ¿cómo se llamaba ese Viajero suyo? —preguntó.
—Matthew.
—¿Y su apellido?
—Nunca nos lo dijo —repuso Martin—. No creo que tuviera permiso de conducir.
—¿Tiene alguna fotografía de él?
—Creo que tengo una en el armario —contestó Rebecca—. ¿Quiere que vaya a...?
—No hace falta —terció Antonio—. Yo tengo una. —Se metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una agenda de piel rebosante de notas, recibos y bocetos de construcción. La puso en la mesa y empezó a pasar las páginas hasta que sacó una pequeña fotografía—. Mi mujer la hizo cuatro días antes de que el Viajero se marchara. Esa noche cenó en mi casa.
Sosteniendo la foto como si de una preciosa reliquia se tratara, Antonio se la entregó por encima de la mesa. Gabriel la cogió y la observó largo rato.
—¿Y cuándo se la hizo?