—Nosotros vivimos en el Cuarto Dominio, Gabriel. Ésa es la realidad de los humanos. ¿Podría decirme cómo es nuestro mundo? ¿Hermoso, horrible, doloroso, emocionante? —Sophia recogió un fragmento de hormigón y lo arrojó a la otra punta de la estancia—. Cualquier realidad con serpientes reales y helado con pepitas de chocolate tiene su lado bueno.
—Pero... ¿y los otros lugares?
—Cada persona puede encontrar vestigios de los demás dominios en su propio corazón. Los dominios están caracterizados por una cualidad en particular. En el Sexto Dominio de los dioses, el pecado es el orgullo. En el Quinto Dominio de los semidioses, el pecado son los celos. Ha de comprender que no estamos hablando de Dios, del poder creador del universo. Según los tibetanos, los dioses y los semidioses son parecidos a seres humanos de otra realidad.
—Y nosotros vivimos en el Cuarto Dominio...
—Donde el pecado es el deseo. —Sophia se dio la vuelta y observó una serpiente real reptando por una cañería—. Los animales del Tercer Dominio son completamente ajenos unos de otros. El Segundo Dominio está habitado por fantasmas hambrientos que nunca llegan a estar satisfechos. El Primer Dominio es una ciudad de odio y furia gobernada por gente sin compasión. Hay otros nombres para ese lugar:
Sheol
, Hades, el Infierno.
Gabriel se puso en pie igual que un condenado dispuesto a enfrentarse al poste de ejecución.
—Usted es la Rastreadora. Dígame qué debo hacer.
A Sophia Briggs pareció hacerle gracia.
—¿Está usted cansado, Gabriel?
—Ha sido un largo día.
—Entonces debería irse a dormir.
Sacando un rotulador del bolsillo, Sophia se acercó a una de las paredes.
—Tiene que marcar la diferencia entre este mundo y el de sus sueños. Voy a enseñarle el camino número ochenta y uno. Fue descubierto por un cabalista judío que vivió en la ciudad de Safed, al norte de Galilea.
A continuación, y con ayuda del rotulador, escribió cuatro letras hebreas en la pared.
—Esto es el Tetragrámaton, el nombre de cuatro letras de Dios. Intente mantener esas cuatro letras en la mente cuando se duerma. No piense en usted ni en mí ni en las
splendida
. Tres veces durante el sueño debe preguntarse: «¿Estoy dormido o soñando?». No abra los ojos, quédese en el mundo del sueño y observe qué ocurre.
—¿Eso es todo?
Ella sonrió y se dispuso a marcharse de la estancia.
—Es el comienzo.
Gabriel se quitó las botas, se estiró en el camastro y se quedó mirando las cuatro letras hebreas. Era incapaz de pronunciarlas o de leerlas, pero sus formas empezaron a flotar en su mente. Una letra parecía un refugio en caso de tormenta. Un bastón. Otro refugio. Y después una pequeña línea curvada que parecía una serpiente.
Cayó en un profundo sueño y, luego, quedó en una especie de duermevela. No estaba seguro. Contemplaba el Tetragrámaton escrito con arena de color rojo sobre un suelo de pizarra gris. Mientras lo observaba, una ráfaga de viento borró el nombre de Dios.
Gabriel se despertó cubierto de sudor. Algo le había ocurrido a la bombilla del techo, y el dormitorio estaba a oscuras. Una débil claridad provenía del corredor que conducía al túnel principal.
—¿Hola? —gritó—. ¿Sophia?
—Ya voy.
Gabriel oyó pasos que entraban en el dormitorio. Incluso en la oscuridad, Sophia parecía saber por dónde iba.
—Esto ocurre a menudo. La humedad se filtra por entre el hormigón y estropea las conexiones eléctricas. —Sophia dio un golpecito a la bombilla, y el filamento brilló de nuevo—. Ya está.
Fue hasta el camastro y cogió la lámpara de queroseno.
—Aquí tiene su lámpara. Si se apagan las luces o desea ir a explorar llévela con usted. —Estudió la expresión del rostro de Gabriel—. ¿Qué tal ha dormido?
—Bastante bien.
—¿Fue consciente de su sueño?
—Casi, pero no pude permanecer en él más rato.
—Todo lleva su tiempo. Venga conmigo y traiga esa espada suya.
Gabriel siguió a Sophia por el túnel principal. No sabía cuánto tiempo había dormido. ¿Era de día o de noche? Se dio cuenta de que la intensidad de las bombillas no dejaba de cambiar. A cincuenta metros por encima de sus cabezas, el viento agitaba las hojas de las yucas y hacía girar la hélice del generador. A veces, el viento soplaba con fuerza y las luces brillaban. Cuando el viento remitía, la única energía provenía de baterías, y los filamentos de las bombillas brillaban con un color naranja oscuro, como las ascuas de un fuego moribundo.
—Quiero que practique el camino diecisiete. Ha traído con usted su espada, así que me parece buena idea. Este camino lo inventaron en China o en Japón, en una cultura de espadas. Enseña a concentrarse sin pensar.
Se detuvieron al final del túnel, y Sophia señaló una mancha de agua en las planchas de metal del suelo.
—Vamos a empezar.
—¿Qué tengo que hacer?
—Mire hacia arriba, Gabriel, justo encima de usted.
Alzó la vista y vio que una gota de agua se estaba formando en una de las arqueadas vigas del techo. Tres segundos después, la gota cayó y salpicó el suelo de metal ante él.
—Desenfunde su espada y corte la gota en dos antes de que caiga al suelo.
Durante un instante, Gabriel creyó que Sophia se burlaba de él proponiéndole una tarea imposible, pero la mujer no sonreía. Desenfundó la espada de jade. Su pulida hoja destelló en las sombras. Sosteniendo el arma con ambas manos, Gabriel se colocó en una posición kendo y esperó para atacar. La gota del techo se hizo más grande, tembló y cayó. Gabriel blandió la espada y falló el golpe.
—No se adelante —dijo Sophia—. Simplemente esté listo.
La Rastreadora lo dejó solo bajo la viga. Una nueva gota de agua se estaba formando. Iba a caer en dos segundos. Un segundo. Ya. La gota cayó, y Gabriel, lleno de esperanza y ganas, le asestó un tajo.
Tras su enfrentamiento en el edificio de apartamentos de Michael, Hollis regresó a su escuela de artes marciales de Florence Boulevard e impartió las últimas clases del día. Al terminar, se dirigió a sus dos mejores alumnos —Marco Martínez y Tommy Wu— y les dijo que les traspasaba la escuela. Marco podía encargarse de los cursos superiores y Tommy de los novatos. Les planteó la posibilidad de que se repartieran los gastos durante el primer año y después decidieran si deseaban continuar con la sociedad.
—Puede que aparezcan algunos tipos interesándose por mí —les dijo—. Quizá se trate de policías de verdad o puede que utilicen identificaciones falsas. En cualquier caso, les decís que he decidido regresar a Brasil y al circuito de lucha.
—¿Necesitas dinero? —le preguntó Marco—. Si quieres, tengo trescientos dólares en mi apartamento.
—No. No hace falta. Estoy esperando un pago que debe llegar de una gente de Europa.
Tommy y Marco intercambiaron una mirada. Probablemente habían supuesto que traficaba con drogas.
Camino de su casa, Hollis se detuvo en un supermercado y se paseó por los pasillos recogiendo comida en su carrito de la compra. Empezaba a comprender que todas las decisiones de su vida que había considerado importantes —dejar la congregación, viajar a Brasil— no habían hecho más que prepararlo para el momento en que Victory Fraser y Maya entraron en su escuela. Podría haberlas rechazado, pero no le habría parecido correcto. Había estado preparándose durante toda la vida para ese combate.
Mientras conducía por la calle de su casa, rastreó con la mirada a cualquier desconocido cuya presencia no encajara en el vecindario. Al abrir la verja del camino de acceso y aparcar el coche en el garaje se sintió extrañamente vulnerable. Algo se movió entre las sombras mientras abría la puerta de atrás y entraba en la cocina. Dio un salto hacia atrás, pero después se echó a reír al comprobar que se trataba de
Garvey
, su gato.
En esos momentos, la Tabula ya sabía que un negro había acabado con tres de sus mercenarios en un ascensor. Hollis daba por hecho que sus ordenadores no tardarían en localizar su nombre. Shepherd había mandado a Vicki para que se encontrara con Maya en el aeropuerto. Seguramente, la Gran Máquina tenía los datos de todos los miembros de la congregación. Hollis había roto los lazos con ellos años atrás, pero todos sabían que enseñaba artes marciales.
A pesar de que la Tabula pretendía liquidarlo, no tenía intención de huir. Existían razones prácticas: necesitaba recibir el pago de cinco mil dólares de los Arlequines; pero, además, permanecer en Los Ángeles encajaba con su estilo de lucha. Hollis era especialista en el contraataque. Siempre que luchaba en un torneo, dejaba que su oponente atacara al principio de cada ronda. Recibir un puñetazo hacía que se sintiera fuerte y lo motivaba. Quería que el malo hiciera el primer movimiento para poder acabar con él.
Cargó su rifle de asalto y se sentó en las sombras del salón. Mantuvo la radio y el televisor apagados. Luego, a modo de cena, se tomó unos cereales de desayuno. De vez en cuando
Garvey
se paseaba ante él con la cola en alto, mirándolo con escepticismo. Cuando se hizo la oscuridad, trepó al tejado de su casa con una colchoneta y un saco de dormir. Oculto por el aparato de aire acondicionado, se tumbó boca arriba y contempló el cielo. Maya había dicho que la Tabula usaba detectores térmicos para ver a través de las paredes. Hollis podía defenderse a la luz del día, pero no quería que los asesinos de la Tabula supieran dónde dormía. Dejó encendido el compresor del aire acondicionado y confió en que el calor del motor disimulara el de su propio cuerpo.
Al día siguiente, el cartero llegó con un paquete procedente de Alemania: dos libros sobre alfombras orientales. Entre las páginas no había nada, pero cuando cortó las tapas con una hoja de afeitar, encontró cinco mil dólares en billetes de cien. La persona que había efectuado el pago incluía la tarjeta de un estudio de grabación alemán. Al dorso, estaba escrita una dirección de internet y un breve mensaje: «¿Se siente solo? Hay nuevos amigos que lo esperan». Hollis sonrió para sí mientras contaba el dinero. «Nuevos amigos que lo esperan.» Arlequines. Los de verdad. Bien, si volvía a toparse con la gente de la Tabula, iba a necesitar apoyo.
Hollis saltó el muro que lo separaba de la casa de al lado y habló con su vecino, un antiguo jefe pandillero llamado Deshawn Fox que se dedicaba a vender llantas de coche. Le dio mil ochocientos dólares y le pidió que le comprara una camioneta con una cubierta de acampada para la plataforma de carga.
Tres días más tarde, el vehículo estaba aparcado ante la casa de Deshawn cargado con ropa, provisiones y munición. Mientras Hollis buscaba material de acampada,
Garvey
se escondió en el espacio que había entre las vigas y el techo. Hollis intentó hacerlo bajar tentándolo con un ratón de goma y un plato de atún en conserva. Sin embargo, el felino siguió en su refugio.
Un camión de la compañía eléctrica aparcó entonces, y tres tipos con casco fingieron reparar una línea eléctrica de la esquina. También apareció un nuevo cartero, un hombre de mediana edad con el cabello cortado al estilo militar que llamó al timbre durante varios minutos antes de marcharse. Tras la puesta de sol, Hollis volvió a subir al tejado con su rifle y unas botellas de agua. Las luces de la calle y la contaminación hacían imposible que se vieran las estrellas; a pesar de todo, se tumbó boca arriba y contempló los aviones que daban vueltas en su aproximación al aeropuerto de Los Ángeles. Intentó no pensar en Vicki Fraser, pero su rostro no se le borró de la mente. La mayoría de las chicas de la congregación se mantenían vírgenes hasta que se casaban. Hollis se preguntó si ella lo era o si tendría algún amiguito secreto.
Se despertó a las dos de la madrugada, cuando la verja de la calle hizo un poco de ruido. Unos cuantos hombres saltaron por encima y entraron en el jardín. Pasaron unos segundos antes de que los mercenarios de la Tabula forzaran la puerta trasera y penetraran en la casa.
—¡No está aquí! —gritó alguien.
—¡Aquí tampoco! —dijo otro.
Platos y cacerolas se estrellaron en el suelo.
Transcurrieron diez o quince minutos. Hollis oyó que cerraban la puerta trasera. Luego, dos coches pusieron en marcha sus motores y se alejaron. Hollis se colgó el rifle del hombro y bajó del tejado. Cuando sus pies tocaron el suelo quitó el seguro del arma.
Agachado en el parterre escuchó la rítmica música de un coche que pasaba. Se disponía a saltar el muro hacia casa de Deshawn cuando se acordó del gato. Era probable que los de la Tabula hubieran asustado a
Garvey
mientras registraban la vivienda.
Abrió la puerta de atrás y se deslizó hasta la cocina. Por las ventanas apenas entraba luz, pero le bastó para comprobar que los mercenarios la habían dejado patas arriba. Las puertas de los armarios estaban abiertas y su contenido desparramado por el suelo. Pisó sin querer los restos de loza y el ruido le hizo dar un respingo. «Tranquilo», se dijo. Los malos se habían ido.
La cocina se encontraba en la parte de atrás de la casa. Un corto pasillo conducía al cuarto de baño, al dormitorio y a la estancia que había convertido en gimnasio. Al final del corredor, otra puerta daba al salón en forma de «L». La parte larga de la «L» era donde escuchaba música y veía la televisión, la más pequeña la había convertido en lo que llamaba su «sala de recuerdos», donde tenía colgadas las fotos de su familia, viejos trofeos de kárate y un libro de recortes sobre su trayectoria como luchador profesional en Brasil.
Hollis abrió la puerta que daba al pasillo y percibió un desagradable olor que le recordó la sucia jaula de algún animal.
—
¿Garvey? —
llamó acordándose del gato—. ¿Dónde demonios estás?
Con cuidado se movió a lo largo del pasillo y descubrió una mancha en el suelo. Sangre y pedazos de pellejo. Aquellos hijos de puta de la Tabula habían encontrado a
Garvey
y lo habían destripado.
El olor se hizo más intenso cuando llegó a la puerta que daba a la sala. Permaneció allí un minuto, pensando en el gato. Entonces, oyó un sonido parecido a una estridente risotada que provenía del otro lado. Se preguntó si sería algún tipo de animal y si los de la Tabula habían dejado un perro de guardia.
Levantó el rifle, abrió la puerta de golpe y entró en el salón. La luz de la calle se filtraba a través de las sábanas que utilizaba a modo de cortinas, pero pudo ver que un animal de considerable tamaño descansaba sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado, cerca del sofá. Hollis dio un paso adelante y se sorprendió al comprobar que no se trataba de un perro, sino de una hiena. Era corpulenta, con orejas puntiagudas y una poderosa mandíbula. Cuando la bestia vio a Hollis, descubrió los colmillos y sonrió.