El Viajero (45 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

—No. Fue algo que me ocurrió sin pretenderlo.

Sophia asintió.

—Entonces hemos de seguir trabajando. —Cogió la lámpara de queroseno y se dispuso a salir de la sala—. Probemos con el camino diecisiete para ayudarle con su sentido del equilibrio y el movimiento. Cuando el cuerpo de un Viajero se mueve un poco, ayuda a que la Luz se libere.

Unos minutos más tarde, se encontraban en una cornisa construida a media altura en el silo de veinte metros que había albergado la antena de radio de la instalación. Una viga de acero de unos ocho centímetros lo atravesaba de lado a lado. Sophia alzó la lámpara y mostró a Gabriel que había una caída de más de diez metros hasta el fondo lleno de material de desecho.

—Hay un penique en medio de la viga. Vaya a buscarlo.

—Si me caigo me romperé ambas piernas.

Sophia volvió a alzar la linterna y miró hacia abajo como si Gabriel le hubiera formulado una pregunta.

—En efecto, podría romperse las piernas, pero me parece más probable que se parta los tobillos. Claro que, si cae de cabeza, se puede matar. —Bajó la lámpara y asintió—. En marcha.

Gabriel respiró hondo y caminó de lado sobre la viga para poder apoyar el centro de la planta del pie. Con mucho cuidado, empezó a arrastrar un pie detrás del otro alejándose de la cornisa.

—Así no se hace —le dijo Sophia—. Hay que caminar poniendo un pie delante del otro.

—Así es más seguro.

—No. No lo es. Debería tener los brazos extendidos a los lados perpendicularmente a la viga y concentrarse en su respiración, no en su miedo.

Gabriel volvió la cabeza para hablar con la bióloga y perdió el equilibrio. Osciló adelante y atrás durante unos segundos y después se agachó y se aferró con ambas manos a la viga. Una vez más perdió el equilibrio y tuvo que ponerse a caballo sobre el hierro. Tardó más de dos minutos en volver a la cornisa.

—Eso ha sido patético, Gabriel. Vuelva a intentarlo.

—Ni hablar.

—Si quiere llegar a ser un Viajero...

—Lo que no quiero es matarme. Deje de pedirme que haga cosas que ni usted misma es capaz de hacer.

Sophia dejó la lámpara en el suelo y, situándose sobre la viga igual que una equilibrista, fue rauda hasta su centro, se agachó y recogió la moneda. La anciana dio un salto en el aire y media vuelta completa y aterrizó sobre un solo pie. Rápidamente volvió a la cornisa mientras lanzaba el penique en dirección a Gabriel.

—Descanse un poco, Gabriel. Ha estado despierto más tiempo del que cree. —Recogió la lámpara y se dirigió de regreso al túnel—. Cuando vuelva a bajar, probaremos el camino veintisiete. Es uno muy antiguo. Lo ideó una monja europea del siglo XVII llamada Hildergard von Bingen.

Furioso, Gabriel tiró la moneda y la siguió.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí abajo?

—No se preocupe por eso.

—No estoy preocupado. Sólo quiero saberlo. ¿Cuánto llevo aquí y cuántos días me quedan aún?

—Váyase a dormir y no se olvide de soñar.

Gabriel pensó en marcharse, pero al final decidió que era mejor no hacerlo. Si salía antes del plazo establecido tendría que explicar su decisión a Maya. En cambio, si se quedaba y fracasaba, a nadie le importaría lo que le hubiera ocurrido.

Dormir. Otro sueño. Al alzar la vista se vio de pie en el patio de un gran edificio de ladrillo. Parecía tratarse de algún tipo de monasterio o colegio, pero no había nadie. El suelo estaba lleno de papeles que el viento hacía volar por los aires.

Gabriel dio la vuelta, cruzó el umbral de una puerta abierta y entró en un corredor cuyas ventanas del lado derecho estaban todas rotas. No había cuerpos de gente muerta ni manchas de sangre, pero supo al instante que en aquel lugar se había combatido. El viento entraba por las destrozadas ventanas y empujaba por el suelo la hoja de una libreta de notas. Fue hasta el final del corredor, dobló la esquina y vio a una mujer de negros cabellos sentada en el suelo sosteniendo a un hombre en su regazo. Al acercarse, vio que se trataba de su propio cuerpo; tenía los ojos cerrados y no parecía respirar.

La mujer alzó la mirada y se apartó del rostro los largos cabellos. Era Maya. Tenía la ropa cubierta de sangre, y su espada yacía en el suelo, rota, al lado de su pierna. Estrechaba el cuerpo de Gabriel, acunándolo hacia delante y hacia atrás; pero lo más aterrador de todo era que la Arlequín estaba llorando.

Gabriel se despertó en medio de una negrura tan absoluta que le costó saber si estaba vivo o muerto.

—¡Hola! —gritó, y el eco de su voz resonó en los muros de cemento de la estancia.

Tenía que haberle ocurrido algo al generador o al cable eléctrico. Todas las bombillas estaban apagadas, y él se hallaba cautivo de la oscuridad. En un intento por no caer presa del pánico, metió la mano bajo el camastro y encontró la lámpara y una caja de cerillas de madera. La llama lo sobresaltó con su repentina claridad. Prendió la mecha, y la sala se llenó de luz.

Mientras ajustaba el paravientos de la lámpara oyó un áspero zumbido. Se dio la vuelta lentamente, justo cuando una serpiente de cascabel se alzaba a medio metro de su pierna. De alguna manera, la víbora había conseguido penetrar en el silo y había sido atraída por el calor del cuerpo de Gabriel. La cola del reptil vibró intensamente mientras echaba la cabeza hacia atrás, listo para morder.

Sin aviso previo, una enorme serpiente real surgió de las sombras como una negra flecha y mordió a la víbora detrás de la cabeza. Los dos reptiles rodaron por el suelo cuando la serpiente real rodeó a su presa con su cuerpo.

Gabriel cogió la lámpara y salió trastabillando de la sala. Las luces estaban apagadas a lo largo de todo el túnel, de modo que tardó cinco minutos en localizar la escalera de emergencia que conducía a la superficie. Sus botas resonaron en los peldaños mientras subía hacia la compuerta de salida. Llegó al rellano, empujó con fuerza y comprendió que estaba encerrado.

—¡Sophia! —gritó—. ¡Sophia! —pero nadie contestó.

Volvió al túnel principal y se quedó al lado de la hilera de apagadas bombillas. Había fracasado en su intento de convertirse en Viajero. Si Sophia había cerrado la compuerta, a Gabriel no le quedaba otro remedio que internarse en los silos de lanzamiento para poder hallar una manera de salir.

Corrió hacia el norte por el túnel principal y se adentró en un laberinto de corredores. Los silos habían sido diseñados para desviar las llamas de los motores de los cohetes al despegar, y se metió por conductos de ventilación que no conducían a ningún sitio. Al final, se detuvo y contempló la lámpara que sostenía en la mano. La llama titilaba cada pocos segundos, como si una brisa la acariciara. Lentamente, se movió en esa dirección hasta que notó una corriente de aire frío penetrando por el túnel. Deslizándose entre una puerta de hierro y su retorcido marco, se encontró sobre una plataforma que sobresalía de la pared del silo de lanzamiento central.

El silo era una enorme chimenea vertical de hormigón. Hacía años que el gobierno había desmantelado las armas que apuntaban contra la Unión Soviética. A pesar de todo, Gabriel pudo distinguir el oscuro perfil de una plataforma de misiles a unos cien metros por debajo de donde se encontraba. Una escalera de caracol descendía en espiral a lo largo de la pared desde la base hasta la abertura. Y sí, allí estaba: un rayo de luz se abría paso a través de una rendija de la tapa.

Algo le salpicó la mejilla. Una corriente subterránea se filtraba por las grietas del hormigón. Sosteniendo la lámpara en alto, Gabriel empezó a subir por la escalera, hacia la luz. Cada vez que daba un paso, la estructura se estremecía. Cincuenta años de corrosión habían oxidado los pernos que la sujetaban a la pared.

«Ve más despacio —se dijo—. Has de tener cuidado.»

Aun así, la escalera se agitaba como una criatura viviente. De repente, un tornillo se soltó del hormigón y cayó por el aire hacia las sombras del fondo. Gabriel se detuvo y escuchó el metálico rebote en la plataforma. Entonces, sonando como el tableteo de una ametralladora, una serie de tornillos se desprendió y la estructura empezó a separarse de la pared.

Gabriel soltó la lámpara y se aferró a la barandilla con ambas manos mientras el tramo superior de la escalera caía hacia él. El peso de la estructura que se desmoronaba arrancó más pernos, y Gabriel se vio cayendo contra el hormigón, unos ocho metros por debajo de la plataforma por donde había salido. Únicamente un soporte mantenía la estructura.

Presa del pánico, Gabriel se aferró a ella durante un rato. El silo abría sus fauces bajo él igual que el umbral de una infinita oscuridad. Lentamente, Gabriel empezó a trepar por lo que quedaba de escalera. Entonces un sonido rugiente resonó en sus oídos. Algo iba mal con el lado derecho de su cuerpo. Se sintió paralizado. Mientras intentaba sostenerse vio un brazo fantasmal compuesto por diminutos puntos de luz que surgió de su cuerpo mientras su brazo derecho colgaba inerte del costado. Se sostenía con una sola mano, pero todo lo que podía hacer era contemplar la luz.

—¡Aguante! —gritó Sophia—. ¡Estoy justo encima de usted!

La voz de la Rastreadora hizo que el fantasmal brazo desapareciera. Gabriel no veía dónde se encontraba Sophia, pero una cuerda de nailon cayó y golpeó el muro de hormigón. Gabriel apenas tuvo tiempo de agarrarse a ella antes de que el último soporte cediera. La estructura metálica se derrumbó estrellándose contra el fondo del silo.

Gabriel se aupó hasta la plataforma y se quedó tendido un rato mientras recobraba el aliento. Sophia se hallaba ante él, lámpara en mano.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—No.

—Estaba en la superficie cuando el generador saltó. Conseguí ponerlo en marcha de nuevo y bajé de inmediato.

—Usted me tenía encerrado.

—Es cierto. Sólo le faltaba un día.

Gabriel se puso en pie y se encaminó por el corredor. Sophia lo siguió.

—He visto lo que ha pasado, Gabriel.

—Sí, un poco más y me mato.

—No me refiero a eso. El brazo derecho se le quedó inerte unos segundos. No llegué a verla, pero sé que la Luz salió de su cuerpo.

—No sé si es de día o de noche ni si estoy despierto o soñando.

—Es usted un Viajero, igual que su padre. ¿Acaso no se da cuenta?

—Olvídelo. No me gusta nada de todo esto. Lo único que quiero es llevar una vida normal.

Sin decir una palabra más, Sophia dio un veloz paso hacia Gabriel. Tendió la mano, agarró la parte de atrás de su cinturón y tiró con fuerza. Gabriel tuvo la sensación de que algo se desgarraba, desprendiéndose en su interior. Entonces notó que la Luz se liberaba de su jaula y flotaba hacia arriba mientras su cuerpo se derrumbaba boca abajo en el suelo. Sintió pánico y deseó volver a lo que resultaba familiar.

Se miró las manos y vio que se le habían convertido en cientos de puntos luminosos que brillaban como estrellas. Sophia se arrodilló al lado del cuerpo exánime, y el Viajero ascendió hacia lo alto atravesando el techo de hormigón.

Las estrellas parecieron juntarse a medida que se iban concentrando hasta convertirse en un punto de energía. Era un océano contenido en una gota de agua, una montaña comprimida en un grano de arena. Entonces, la partícula que contenía su energía, su verdadera conciencia, entró en una especie de canal, de pasadizo que lo propulsó hacia delante.

Ese instante pudo haber durado un siglo o una fracción de segundo: había perdido toda noción del tiempo. Lo único que sabía era que se movía muy rápidamente, corriendo a través de la oscuridad, siguiendo la curvatura de un espacio cerrado. Entonces, el movimiento llegó a su fin y tuvo lugar la transformación. Un único aliento, más fundamental y duradero que los pulmones y el oxígeno, llenó su ser.

«Adelante. Encuentra el camino.»

44

Gabriel abrió los ojos y se encontró cayendo en un cielo azul. Miró hacia abajo y a ambos lados, pero no vio nada. Por debajo de él no había tierra, zona de aterrizaje ni destino alguno. Aquello era la barrera de aire. Comprendió entonces que siempre había sabido de su existencia: atado a su paracaídas, aquélla era la sensación que había intentado recrear en su mundo; pero en esos momentos se había liberado del salto desde el avión y del inevitable descenso hacia tierra. Arqueó la espalda y extendió los brazos, controlando sus movimientos a través del aire. «Busca el camino.» Eso le había dicho Sophia. Había un camino que conducía a los demás dominios a través de las cuatro barreras. Inclinándose hacia la derecha, empezó a caer en círculos igual que un halcón buscando su presa.

El tiempo pasó hasta que, en la distancia, vio como una delgada línea negra flotando en el espacio. Gabriel extendió los brazos, salió de la espiral y cayó velozmente hacia la izquierda en una pronunciada diagonal. La sombra aumentó hasta convertirse en un óvalo, y él se introdujo por su oscuro centro.

De nuevo percibió una compresión de la luz, un movimiento hacia delante y el aliento de vida. Al abrir los ojos se encontró de pie en medio de un desierto cuyo suelo se abría en grietas como bocas que buscaran aire. Se volvió y estudió el nuevo entorno. El cielo por encima de su cabeza era de un azul zafiro. Aunque el sol había desaparecido, todo el horizonte brillaba con su claridad. No había ni rocas ni vegetación, ni valles ni montañas. Se hallaba cautivo en la barrera de tierra. Era el único elemento vertical en un mundo de llanuras.

Empezó a caminar. Al detenerse y mirar en torno a él, su perspectiva no había variado. Se arrodilló y tocó el rojo y polvoriento suelo con los dedos. Necesitaba una segunda referencia en el paisaje, alguna característica que le confirmara su propia existencia. Pateó y escarbó hasta conseguir un montoncito de tierra de unos veinte centímetros de alto.

Igual que un niño pequeño que habiendo tirado un vaso contemplara el mundo cambiado de repente, dio unas cuantas vueltas alrededor del montículo para asegurarse de que seguía allí. Empezó a caminar de nuevo y contó el número de pasos. Cincuenta... Ochenta... Cien. Cuando se volvió para mirar, el montículo había desaparecido.

Gabriel experimentó una punzada de pánico que le atravesó el corazón. Se sentó, cerró los ojos y descansó. Al cabo de un momento, se puso a caminar nuevamente. Mientras buscaba el punto de salida empezó a sentirse desesperanzado y perdido. Durante un rato se dedicó a levantar puñados de tierra con la punta de las botas. El polvo saltaba en el aire y caía para ser rápidamente absorbido por aquella nueva realidad.

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