—Claro que no.
—Cuando vuelva al mundo normal les diré dónde estás.
—¿Te has vuelto loco? —Gabriel dio un paso hacia su hermano—. Fuiste capturado por la Tabula. Es la misma gente que asaltó nuestra casa y la quemó.
—Lo sé todo, Gabe. Un hombre llamado Kennard Nash me lo contó. Pero eso es cosa del pasado. En estos momentos necesitan un Viajero. Están en contacto con una civilización más avanzada.
—¿Qué diferencia hay? Lo que quieren es destruir cualquier tipo de libertad individual.
—Ése es el plan para la gente corriente, pero no para nosotros. Es algo que no tiene vuelta de hoja. Va a ocurrir. No puedes impedirlo. La Hermandad ya está montando el sistema.
—Nuestros padres no veían el mundo de este modo.
—¿Y de qué demonios nos sirvió? No tuvimos un céntimo. No tuvimos amigos. Ni siquiera pudimos utilizar nuestros nombres verdaderos y nos pasamos la vida huyendo. No puedes evitar la Red; por lo tanto, ¿por qué no unirse a la gente que tiene el control?
—La Tabula te ha lavado el cerebro...
—No, Gabe. Al contrario. Yo soy el único de la familia que siempre ha visto las cosas con claridad.
—Esta vez no.
Michael llevó la mano a la empuñadura de su espada de oro. Los dos viajeros se miraron fijamente a los ojos.
—De pequeño, siempre te protegí —dijo Michael—. Supongo que tendré que hacerlo de nuevo.
Dio media vuelta y salió corriendo de la estancia mientras Gabriel permanecía entre las mesas.
—¡Vuelve! —gritó—. ¡Michael!
Esperó unos segundos y salió al pasillo. Vacío. Allí no había nadie. La puerta chirrió levemente al cerrarse a su espalda.
Michael se sentó a la mesa de operaciones, en el centro de El Sepulcro. El doctor Richardson y el anestesista dieron un paso atrás y lo contemplaron mientras la señorita Yang le retiraba los sensores del cuerpo. Cuando la enfermera hubo acabado, cogió un forro polar de la bandeja y se lo ofreció. Michael lo tomó y se lo pasó lentamente por la cabeza. Se sentía agotado y aterido de frío.
—Quizá debería contarnos lo que ha ocurrido. —El tono del neurólogo era de preocupación.
—¿Dónde está el general Nash?
—Lo hemos llamado inmediatamente —contestó el doctor Lau—. Estaba en el edificio de administración.
Michael recogió la espada en su vaina, que descansaba a su lado sobre la mesa. Había viajado con él a través de las barreras igual que un espíritu guardián. La reluciente hoja y la dorada empuñadura habían permanecido exactamente igual en el Segundo Dominio.
La puerta se abrió, y un delgado haz de luz apareció en el oscuro suelo. Michael dejó la espada en su sitio mientras Kennard Nash cruzaba la estancia apresuradamente.
—¿Va todo bien, Michael? Me han dicho que deseaba verme.
—Líbrese de toda esta gente.
Nash hizo un gesto de asentimiento, y Richardson, Lau y la señorita Yang se retiraron por la puerta del laboratorio bajo la zona norte de la galería. Los técnicos del ordenador seguían observando a través de los cristales.
—¡Ya basta! —exclamó Nash—. Y por favor, desconecten los micrófonos. Muchas gracias.
Los técnicos reaccionaron como escolares descubiertos fisgoneando en el despacho de un profesor. Se retiraron inmediatamente de las ventanas y volvieron a las pantallas de sus ordenadores.
—Bueno, ¿adónde ha ido esta vez, Michael? ¿A un nuevo dominio?
—Le explicaré eso más tarde. Hay un asunto más importante: me acabo de encontrar con mi hermano.
El general Nash se acercó a la mesa.
—¡Eso es fantástico! ¿Pudo hablar con él?
Michael cambió de posición, de manera que quedó sentado al borde de la mesa de operaciones. Cuando él y Gabriel eran pequeños y viajaban de un lado para otro por todo el país, Michael había pasado horas contemplando el paisaje por la ventanilla. A veces se concentraba en un objeto concreto de la carretera y mantenía esa visión en su mente durante varios segundos hasta que se desvanecía. En aquel instante se dio cuenta de que la misma sensación había vuelto a él, pero con mayor fuerza. Las imágenes permanecían en su cerebro, y él podía analizarlas hasta en sus mínimos detalles.
—Cuando éramos pequeños, Gabriel nunca miraba más allá de sus narices ni hacía planes de ningún tipo. Siempre era yo quien pensaba lo que había que hacer.
—Claro que sí, Michael —contestó Nash en tono conciliador—. Lo entiendo. Usted era el hermano mayor.
—A Gabe se le ocurren todo tipo de ideas disparatadas. A mí me toca ser objetivo y tomar las decisiones más convenientes.
—Estoy seguro de que los Arlequines han contado a su hermano todas sus demenciales leyendas. No puede tener una visión más amplia, como usted.
Michael tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Podía captar sin esfuerzo las fracciones de segundo en que el rostro de Nash cambiaba de expresión. Normalmente, todo transcurría deprisa en una conversación: una persona hablaba, y la otra aguardaba para responder; había ruido, movimiento, confusión, y todos esos factores ayudaban a que la gente ocultara sus verdaderas emociones. En ese momento, lo veía todo claro.
Recordó el modo en que su padre solía comportarse con desconocidos, observándolos atentamente mientras éstos hablaban.
«Lo hacías así —se dijo Michael—. No les leías el pensamiento. Sólo leías sus rostros.»
—¿Se encuentra bien? —preguntó Nash.
—Después de haber hablado con él, dejé a mi hermano y encontré el camino de vuelta. Gabriel sigue en el Segundo Dominio, pero su cuerpo yace en un campamento abandonado de las montañas de Malibú, al noroeste de Los Ángeles.
—¡Qué estupenda noticia! Enviaré inmediatamente un equipo hacia allí.
—Eso no quiere decir que tengan que hacerle daño. Simplemente sujétenlo.
Nash bajó la mirada como si se dispusiera a ocultar la verdad. Su cabeza se movió ligeramente y las comisuras de la boca se encogieron, como si intentara contener la risa. El Viajero parpadeó, y el mundo recobró su ritmo habitual. El tiempo siguió transcurriendo, cada momento sucediendo al anterior hacia el futuro igual que una serie de fichas de dominó.
—No se preocupe, Michael. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para proteger a su hermano. Gracias, ha hecho usted lo correcto.
El general Nash dio media vuelta y salió a toda prisa por entre las sombras. Las suelas de sus zapatos repicaron en el liso suelo de hormigón: clic-clic, clic-clic. El sonido despertó ecos entre los muros de El Sepulcro.
Michael recogió la espada de oro en su funda y la sujetó con fuerza.
Eran casi las cinco de la tarde, pero Hollis y Maya todavía no habían regresado. Vicki se sentía como una Arlequín protegiendo al Viajero que yacía en el camastro, ante ella. Cada pocos minutos tocaba el cuello de Gabriel con los dedos. El joven tenía la piel tibia, pero no había señales de pulso.
Vicki se sentó a unos metros de él y allí permaneció leyendo unas viejas revistas que había encontrado en un armario. Trataban de moda, ropa y maquillaje, de cómo conseguir pareja o separarse de ella y del modo de llegar a ser un experto en materia de sexo. A Vicki le produjo vergüenza ajena leer alguno de los artículos, de modo que se los saltó rápidamente mientras se preguntaba si se sentiría incómoda llevando ropa ceñida que resaltara su figura. Seguramente Hollis la encontraría más atractiva, pero por otro lado podía convertirse en una de las chicas que lo único que conseguían era un cepillo de dientes por estrenar y un paseo en coche de vuelta a casa. El reverendo Morganfield siempre hablaba de las desvergonzadas mujeres modernas y de las rameras de la calle.
«Desvergonzadas —pensó—. Desvergonzadas.» La palabra podía sonar tanto como una caricia o como el siseo de una serpiente.
Arrojó las revistas a un cubo de basura, salió fuera y contempló la falda de la colina. Cuando retornó al dormitorio, Gabriel tenía la piel muy pálida y fría. Quizá el Viajero había entrado en un dominio peligroso. Podía haber encontrado la muerte a manos de demonios o fantasmas hambrientos. El miedo la invadió como una voz que ganara fuerza en su interior. Gabriel se estaba quedando sin fuerzas. Se moría. Y ella no podía salvarlo.
Le desabrochó la camisa, se inclinó sobre su cuerpo y pegó el oído a su pecho esperando escuchar el latido del corazón. De repente oyó un sordo zumbido, pero comprendió que provenía de fuera del edificio.
Abandonando el cuerpo de Gabriel, salió al exterior y vio que un negro helicóptero descendía hacia la zona de terreno despejado que había al lado de la piscina. Del aparato saltaron varios hombres con cascos equipados con viseras protectoras y chalecos antibalas que les daban el aspecto de robots.
Vicki volvió corriendo al dormitorio, rodeó a Gabriel con los brazos e intentó levantarlo, pero le resultó demasiado pesado para ella. El camastro cayó de lado, y no tuvo más remedio que dejar el cuerpo en el suelo. Seguía sosteniendo al Viajero cuando un individuo alto que llevaba un chaleco antibalas entró corriendo en la estancia.
—¡Suéltelo! —ordenó apuntándola con su rifle de asalto.
Vicki no se movió.
—¡Retírese y ponga las manos tras la cabeza!
El dedo del sujeto empezó a apretar el gatillo, y Vicki esperó la bala. Moriría junto al Viajero, igual que León del Templo había muerto por Isaac Jones. Después de tantos años, la Deuda iba a ser pagada.
Un instante después, Shepherd entró en el dormitorio. Con su cabello rubio peinado en punta y su traje a medida, su aspecto era tan elegante como siempre.
—Ya basta —ordenó—. Nada de esto es necesario.
El hombre alto bajó el rifle, y Shepherd asintió. A continuación se acercó a Vicki como si llegara tarde a una fiesta.
—Hola, Vicki, te hemos estado buscando. —Se inclinó sobre el cuerpo del Viajero, le cogió la espada y le palpó la arteria carótida con los dedos—. Parece que el señor Corrigan ha cruzado a otro dominio. Está bien, tarde o temprano, tendrá que regresar.
—Usted había sido un Arlequín —le espetó Vicki—. Es un pecado trabajar para la Tabula.
—La palabra «pecado» está un poco anticuada. Claro que las chicas Jonesie siempre habéis sido un poco anticuadas.
—Es usted basura —replicó Vicki—. ¿Entiende la palabra «basura»?
Shepherd la obsequió con una sonrisa benevolente.
—Mire, Vicki, piense en esta situación como en un juego particularmente complicado donde yo he escogido el bando ganador.
Maya y Hollis se encontraban a unos seis kilómetros de la entrada de Arcadia cuando vieron el helicóptero de la Tabula. La aeronave se remontó en el aire, dando vueltas alrededor del campamento igual que un ave rapaz buscando su presa.
Hollis se salió de la carretera y aparcó entre la vegetación que crecía al lado de un muro de contención. Miraron la escena a través de las ramas de un roble y observaron al helicóptero alejarse tras la cima de la colina.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Hollis.
Maya tenía ganas de golpear algo, de gritar y patear, cualquier cosa que le permitiera desahogar su rabia; sin embargo, confinó sus emociones en un rincón de su cerebro. Siendo niña, Thorn la había entrenado simulando que la atacaba por sorpresa con una espada; cada vez que ella se sobresaltaba, su padre se lo recriminaba. En cambio, cuando Maya aprendió a mantener la calma, Thorn alabó su fortaleza.
—La Tabula no matará a Gabriel enseguida. Primero lo interrogarán y averiguarán lo que sabe. Mientras eso dure, dejarán un equipo en el campamento para que tienda una emboscada a cualquiera que aparezca.
Hollis miró por la ventanilla.
—¿Quieres decir que hay alguien allí arriba esperando para matarnos?
—Exacto. —Maya se colocó unas gafas de sol para que Hollis no pudiera verle los ojos—. Pero eso no va a ocurrir.
El sol se puso alrededor de las seis de la tarde, y Maya empezó a trepar por la colina hacia Arcadia. El chaparral no era más que una tupida masa de vegetación seca. Olía a hojas muertas y se percibía el punzante aroma del anís silvestre. A la Arlequín le resultó difícil moverse en línea recta. Era como si las ramas y las raíces le sujetaran las piernas e intentaran arrebatarle el estuche de la espada que llevaba al hombro. A medio camino de la cima vio su camino bloqueado por una barrera de matorrales y un roble caído que la obligaron a buscar un camino más fácil.
Por fin alcanzó la valla de alambre que rodeaba el campamento. Agarró la barra superior y saltó al otro lado. Los dos dormitorios, la zona de la piscina, el depósito de agua y el centro comunal resultaban claramente visibles a la luz de la luna. Los mercenarios de la Tabula tenían que estar allí, escondidos entre las sombras. Seguramente habían dado por hecho que la única entrada era por la carretera de la colina. Un jefe más avispado habría dispuesto a sus hombres en forma de triángulo alrededor del aparcamiento.
Desenvainó la espada y recordó las lecciones que su padre le había dado sobre el modo de caminar sin hacer ruido. Había que moverse como si se estuviera cruzando un lago helado. Extender el pie, calibrar la naturaleza del terreno y por fin dar un paso cargando todo el peso.
Maya llegó a la zona de penumbra al lado del tanque de agua y vio a alguien agazapado cerca del borde del cobertizo de la piscina. Era un hombre bajo y de anchas espaldas que sostenía un rifle de asalto. Cuando se le acercó por detrás, lo oyó murmurar por el micrófono de su intercomunicador.
—¿Tienes un poco de agua? Yo me he quedado seco. —Hizo una pausa de unos segundos y después sonó contrariado—. Lo entiendo, Frankie, pero yo no he traído dos botellas como has hecho tú.
Maya dio un paso a la izquierda y se lanzó hacia delante traspasándolo con la espada. El hombre se desplomó como un tronco abatido. El único ruido fue el de su arma al chocar contra el suelo. Maya se acercó al cuerpo y le quitó el intercomunicador. Oyó más voces que hablaban entre sí.
—Aquí están —dijo una voz con acento sudafricano—. ¿Veis los faros? Suben por la colina.
Hollis llegaba por el camino. Se detuvo en el aparcamiento y paró el motor. Había suficiente claridad para distinguir su silueta dentro de la cabina de la camioneta.
—¿Y ahora qué? —preguntó una voz norteamericana.
—¿Ves una mujer?
—No.
—Mata al hombre si se apea. Si no, espera a que aparezca la Arlequín. Boone me dijo que había que disparar nada más verla.