—Bueno, ¿cómo está, doctor? Hace tiempo que no charlamos.
El neurólogo miró la pantalla del ordenador. Las pequeñas figuras hablaban unas con otras, esperando para atacar. Se preguntó si se creerían reales; quizá rezaran, soñaran y disfrutaran con sus insignificantes victorias sin darse cuenta de quién las controlaba.
—Yo... Me gustaría volver a casa.
—Lo entiendo. —Boone le ofreció una comprensiva sonrisa—. Cuando todo acabe podrá regresar a sus clases; pero, por el momento es usted un miembro importante de nuestro grupo. Me han dicho que estuvo usted presente anoche, cuando trajeron a Gabriel Corrigan.
—Lo examiné brevemente. Eso fue todo. Sigue con vida.
—Exacto. Está aquí, está vivo y ahora nosotros tenemos que ocuparnos de él. Eso nos enfrenta con un problema un tanto peculiar: cómo se mantiene encerrado en una habitación a un Viajero. Según Michael, si se le tiene completamente inmovilizado, no puede escapar de su cuerpo. Sin embargo, esa situación puede plantear problemas médicos.
—Cierto. Eso mismo fue lo que dije al general Nash.
Boone se acercó y apretó una tecla del ordenador. La partida, con todos sus personajes, desapareció de la pantalla.
—Durante los últimos cinco años, la Fundación Evergreen ha financiado distintas investigaciones de los procesos neurológicos que determinan el dolor. Estoy seguro de que usted está al corriente de que el dolor es un fenómeno bastante complejo.
—El dolor lo controlan distintas zonas del cerebro y se transmite por circuitos nerviosos paralelos —repuso Richardson—. De ese modo, si una parte de nuestro cerebro sufre una lesión, el cuerpo puede seguir reaccionando ante una herida.
—Eso es cierto, doctor, pero nuestros investigadores han descubierto que se pueden implantar cables en cinco regiones distintas del cerebro, siendo las más importantes el cerebelo y el tálamo. Eche un vistazo a esto...
Boone sacó un DVD del bolsillo y lo cargó en el ordenador de Richardson.
—Esto se filmó en Corea del Norte hace un año.
La imagen de un macaco de la India apareció en la pantalla. Se hallaba sentado en una jaula con una serie de cables que le salían del cráneo. Los hilos estaban conectados a un aparato radiotransmisor atado al cuerpo del animal.
—¿Lo ve? —prosiguió Boone—. Nadie le está haciendo daño. Nadie lo corta o lo quema. Sin embargo, no tiene más que apretar un botón y...
El mono dio un brinco y se retorció entre espasmos de dolor. Luego, se quedó tirado en la jaula gimiendo lastimeramente.
—¿Lo ha visto? No hay ningún tipo de trauma, pero el sistema nervioso se ha visto afectado por una abrumadora sensación neurológica.
Richardson apenas podía articular palabra.
—¿Por qué me enseña esto?
—¿No está claro, doctor? Queremos que inserte cables en el cerebro de Gabriel. Cuando regrese de su viaje, lo liberaremos de sus ataduras. Lo trataremos bien e intentaremos que cambie sus rebeldes opiniones en ciertos asuntos; pero, en el momento en que intente abandonarnos, alguien apretará un botón y...
—No puedo hacer semejante cosa —replicó Richardson—. Se trata de tortura.
—Ese término resulta incorrecto. No hacemos más que proporcionar una reacción inmediata a ciertas elecciones equivocadas.
—Soy médico. Mi misión es sanar a la gente. Esto... Esto está mal.
—Mire, doctor, lo único que tiene que hacer es perfeccionar su vocabulario. El procedimiento no está mal. Simplemente es necesario.
Nathan Boone se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Estudie la información del disco. Dentro de unos días le enviaremos más datos.
Boone sonrió una última vez y desapareció por el pasillo.
Richardson se sentía como un hombre al que le hubieran diagnosticado un cáncer. Casi podía notar las células malignas extendiéndose por su sangre y huesos. Por culpa del miedo y la ambición, había hecho caso omiso de los síntomas, y en ese momento era demasiado tarde.
Sentado en el laboratorio siguió mirando los distintos monos que aparecían en la pantalla. Pensó que debían escapar de la jaula, huir y esconderse; pero alguien daba una orden, apretaba un botón, y ellos se veían obligados a obedecer.
Allanar un edificio constituía una de las habilidades menores pero importantes de cualquier Arlequín. Siendo Maya adolescente, Linden había pasado tres días con ella enseñándole todo lo que sabía sobre cerraduras, tarjetas de seguridad y sistemas de vigilancia. Al final de aquel cursillo informal, el francés la había ayudado a entrar sin ser detectada en la Universidad de Londres. Los dos se pasearon por los desiertos corredores y dejaron una postal en el negro abrigo que cubría los huesos de Jeremy Bentham.
El plano del centro de investigación mostraba un conducto de ventilación subterráneo que conducía a los sótanos del edificio de investigación genética. En distintos lugares del dibujo, el arquitecto había escrito «DIM» en letra pequeña para señalar los puntos donde había detectores infrarrojos de movimiento. Maya tenía su propio método para ocuparse de ellos, pero le preocupaba la posibilidad de que hubieran añadido otras medidas de seguridad en algún momento posterior.
Hollis se detuvo en un centro comercial del oeste de Filadelfia; compraron cuerda de escalar en una tienda de deporte y una pequeña botella de oxígeno líquido en un almacén de suministros sanitarios. Había una tienda de bricolaje cerca y estuvieron casi una hora paseando por entre los vastos pasillos. Maya llenó el carrito de la compra con un martillo y un escoplo, una linterna, una palanqueta, un soplete de gas y un cortafríos. Tenía la sensación de que todo el mundo los miraba, pero Hollis bromeó con la cajera, y los dejaron salir sin hacerles preguntas.
Esa misma tarde, a última hora, llegaron a Purchase, en Nueva York. Se trataba de una próspera comunidad, llena de grandes residencias, colegios privados y sedes de grandes compañías rodeadas de zonas ajardinadas. Maya la consideró una zona perfecta para situar un centro de investigación secreto. La instalación estaría cerca de la ciudad de Nueva York y de los aeropuertos locales, y al mismo tiempo la Tabula podría ocultar fácilmente sus actividades tras un muro de piedra.
Se alojaron en un hotel, y Maya durmió unas cuantas horas con la espada a su lado. Al levantarse, halló a Hollis afeitándose en el baño.
—¿Estás listo? —le preguntó.
Hollis se puso una camiseta limpia y se recogió el cabello.
—Dame unos minutos —contestó—. Un hombre debe tener buen aspecto antes de lanzarse a la lucha.
A las diez de la noche salieron del hotel, pasaron con la camioneta ante el Old Oaks Country Club y giraron hacia el norte por una carretera local. No les costó localizar el centro de investigación. Había reflectores de sodio instalados sobre el muro y un guardia de seguridad sentado en su garita de la entrada. Hollis controló el retrovisor, pero nadie los seguía. Un par de kilómetros más allá, cogió un desvío y aparcó en un montículo, cerca de un bosquecillo de manzanos. Los frutos habían sido recogidos hacía semanas, y el suelo estaba cubierto de hojas muertas.
Dentro de la camioneta estaba todo en silencio, y Maya comprendió que se había acostumbrado a la música que salía de los altavoces: había sido su apoyo durante todo el camino.
—Va a ser difícil —dijo Hollis—. Estoy seguro de que el centro de seguridad está lleno de guardias.
—No tienes por qué venir.
—Mira, sé que haces esto por Gabriel; pero también tenemos que rescatar a Vicki. —Hollis contempló el cielo nocturno a través de la ventanilla—. Es inteligente, valiente y defiende lo que es justo. Cualquier hombre se consideraría afortunado formando parte de su vida.
—Suena como si desearas ser esa persona.
Hollis se echó a reír.
—Si fuera afortunado no estaría sentado en una vieja camioneta con una Arlequín. Sois vosotros los que tenéis demasiados enemigos.
Se apearon del vehículo y se abrieron camino por la espesura. Maya llevaba su espada y la escopeta de combate. Hollis había cogido el fusil semiautomático y la bolsa de lona llena de herramientas. Cuando salieron del bosque, cerca de la zona norte del muro del centro de investigación, no tardaron en localizar la boca de ventilación que surgía del suelo. La abertura estaba cubierta por una pesada rejilla de hierro.
Hollis rompió dos candados con el cortafríos y levantó la rejilla con la palanqueta. Iluminó el conducto con la linterna, pero el haz de luz no alcanzaba más allá de tres o cuatro metros. Maya notó el contacto del aire caliente.
—Según el plano, este conducto conduce directamente a los sótanos —dijo a Hollis—. No sé si habrá espacio suficiente para moverse, de modo que iré yo primera bajando de cabeza.
—¿Cómo sabré si estás bien?
—Me harás descender a intervalos de un metro. Si todo va bien, tiraré de la cuerda dos veces para que sigas soltando.
Maya se colocó el arnés de escalar mientras Hollis fijaba una polea en el borde de la rejilla. Cuando todo estuvo a punto, la Arlequín se metió por el conducto de ventilación llevando unas cuantas herramientas bajo la chaqueta. El túnel estaba oscuro, caliente y era justo lo bastante ancho para que cupiera una sola persona. Tuvo la impresión de que la bajaban al fondo de una gruta.
Con doce metros de cuerda desenrollados, Maya llegó a un empalme en forma de «T» donde el túnel se dividía en direcciones opuestas. Cabeza abajo, sacó el martillo y el escoplo y se dispuso a perforar la plancha metálica. Cuando la herramienta golpeó el conducto, el sonido la envolvió. El sudor le caía por la cara a medida que golpeaba con el martillo, una y otra vez. De repente, el cincel perforó el acero y apareció una rendija de luz. Maya acabó de cortar el agujero y dobló la plancha hacia dentro. Dio dos tirones a la cuerda, y Hollis la bajó hasta un túnel subterráneo con suelo de cemento y paredes de ladrillo. Todo él estaba lleno de cañerías, tendidos eléctricos y conductos de ventilación. La única iluminación provenía de una serie de bombillas fluorescentes situadas cada seis metros.
Les llevó diez minutos tirar una segunda cuerda y bajar la bolsa con las herramientas. Cinco minutos después, Hollis estaba a su lado.
—¿Cómo subiremos? —preguntó.
—En la esquina norte del edificio hay una escalera de emergencia. Hemos de conseguir encontrarla sin hacer saltar las alarmas.
Siguieron el túnel y se detuvieron en la primera puerta que encontraron. Maya sacó un pequeño espejo de maquillaje y lo sostuvo en un ángulo determinado. Al otro lado había una pequeña caja de plástico con una lente difusora curvada.
—Los planos indican que tienen detectores infrarrojos de movimiento. Son dispositivos que captan la energía infrarroja emitida por los objetos, y la alarma se dispara si se alcanza cierto nivel.
—¿Y para esto hemos traído el oxígeno?
—Exacto.
Maya metió la mano en la bolsa y sacó la bombona. El recipiente parecía un termo con una espita en un extremo. Con cuidado, alargó la mano más allá de la puerta y roció el detector. Cuando el dispositivo quedó cubierto de hielo, siguieron avanzando por el túnel.
Los que habían construido la zona subterránea habían pintado los números de cada sector en las paredes, pero Maya no comprendía su significado. En algunos sectores del túnel se escuchaba un zumbido mecánico que sonaba como el de una turbina de vapor; sin embargo, no se veía rastro de la maquinaria. Tras caminar diez minutos, llegaron a un cruce. Dos corredores partían en direcciones opuestas sin que presentaran indicación alguna del camino correcto. Maya buscó en uno de sus bolsillos y sacó el generador de números aleatorios. Decidió que impar significaría a la derecha y oprimió el botón. Apareció «3.531».
—Vamos por la derecha —le dijo a Hollis.
—¿Por qué?
—Por nada en particular.
—El túnel de la izquierda parece más ancho. Propongo que vayamos por allí.
Se dirigieron a la izquierda y pasaron diez minutos explorando cuartos de almacenaje vacíos. Al final, llegaron a un callejón sin salida. Cuando dieron media vuelta encontraron los pequeños signos del laúd que Maya había ido grabando en las paredes con su cuchillo.
Hollis parecía molesto.
—Esto no quiere decir que tu maquinita de números tuviera razón. Por favor, Maya, dame un respiro. Ese número no significaba nada.
—Significaba que fuéramos por la derecha.
Entraron en un segundo corredor e inutilizaron el correspondiente detector de movimiento. De repente, Hollis se detuvo y señaló hacia arriba. En el techo había instalada una pequeña caja plateada.
—¿Eso es un detector de movimiento?
Maya negó con la cabeza.
—No. No hables.
—Sólo dime qué es.
La Arlequín lo cogió del brazo y ambos corrieron por el túnel. Abriendo una puerta de hierro entraron en una sala del tamaño de un campo de fútbol que estaba llena de pilares maestros.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Hollis.
—Eso era su sistema de apoyo. Un detector de sonido. Seguramente está conectado a un programa informático llamado Eco. El ordenador filtra los ruidos mecánicos y detecta las voces humanas.
—Entonces, ¿saben que estamos aquí?
Maya abrió el estuche portaespadas.
—El detector debe de haber rastreado nuestras voces hará unos veinte minutos. Vamos. Tenemos que encontrar esas escaleras.
La zona de los cimientos tenía sólo cinco puntos de luz: una bombilla en cada esquina y otra más en el centro. Salieron del rincón y caminaron por entre las grises columnas hacia la luz del centro. El suelo de cemento estaba lleno de polvo y el aire resultaba caliente y enrarecido.
Las luces parpadearon y se apagaron. Durante unos segundos, quedaron sumidos en la más completa oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Se lo veía tenso y listo para el combate.
Oyeron entonces un ruido de algo que crujía y rozaba, como si alguien abriera trabajosamente una puerta. Se hizo el silencio. Luego, la puerta se cerró con estrépito. Maya sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Puso la mano en el brazo de Hollis para que no se moviera, y los dos escucharon una especie de ladridos que casi parecían risotadas.
Hollis dirigió la linterna entre dos filas de columnas, y vieron que algo se movía en las sombras.
—Segmentados —dijo—. Los han enviado para que acaben con nosotros.