Un hombre con el pelo gris cortado muy corto y gafas con montura de acero apareció por una esquina del vestíbulo y los apuntó con una pistola automática. Gabriel creyó que había perdido a su familia para siempre. Se sintió traicionado.
Maya apartó a Gabriel de un violento empellón en el momento que Boone disparaba. La bala alcanzó a Maya en la pierna derecha y la lanzó contra la pared. La muchacha cayó de bruces al suelo. Tenía la sensación de que la había dejado sin aire.
Gabriel apareció y la cogió en brazos. Corrió unos metros y se lanzó con ella al ascensor mientras Maya intentaba zafarse. «Sálvate tú», deseaba decirle, pero sus labios eran incapaces de articular las palabras. Gabriel apartó de una patada la papelera que bloqueaba las puertas y apretó con furia los botones. Disparos. Gente gritando. Las puertas se cerraron y empezaron a descender hacia la planta baja.
Maya perdió el conocimiento y, cuando abrió los ojos, vio que se encontraban en el túnel. Gabriel estaba apoyado con la rodilla en el suelo, abrazándola con fuerza. Oyó que alguien hablaba y comprendió que Hollis también estaba con ellos. Apilaba frascos de productos químicos que había cogido del laboratorio de investigación genética.
—Todavía me acuerdo de mi época del laboratorio del colegio del pequeño símbolo rojo. Todo este material puede ser peligroso si se pone cerca del fuego —dijo Hollis abriendo la espita de una bombona verde—. Oxígeno puro. —Cogió una botella de cristal y derramó un poco de líquido transparente en el suelo—. Y esto es éter líquido.
—¿Algo más?
—Es todo lo que necesitamos. Larguémonos de aquí.
Gabriel llevó a Maya hasta la puerta de incendios del final del corredor. Hollis encendió el soplete de gas, ajustó la siseante llama y lo arrojó tras de sí. Entraron en un segundo túnel. Unos segundos más tarde, se oyó un fuerte ruido y la onda expansiva abrió de golpe la puerta cortafuegos.
Cuando Maya abrió de nuevo los ojos, estaban bajando por la escalera de emergencia. De repente se escuchó una explosión mucho más fuerte, como si el edificio hubiera recibido el impacto de una bomba enorme. La luz se apagó, y ellos se abrazaron en la oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Maya intentó seguir consciente, pero entraba y salía como de un sueño. Recordaba oír la voz de Gabriel, que le ataban una cuerda bajo los brazos y la subían por el conducto de ventilación. Después se vio tumbada en la hierba, mirando el cielo estrellado. Oyó más explosiones y el aullido de las sirenas de la policía, poco de eso importaba. Maya sabía que se estaba desangrando mortalmente. Notaba como si el frío terreno le estuviera chupando la vida.
—¿Puedes oírme? —le preguntó Gabriel—. Maya...
Ella deseó hablarle, decirle unas últimas palabras, pero alguien le había robado la voz. Un negro líquido apareció en los bordes de su campo de visión y empezó a extenderse y a oscurecerse igual que una gota de tinta en agua clara.
Alrededor de las seis de la mañana, Nathan Boone contempló el cielo por encima de las instalaciones del centro de investigación y vio una brumosa franja de sol. Boone tenía la ropa y la piel cubiertas de hollín. El incendio de los túneles estaba aparentemente controlado, pero una densa y negra humareda que apestaba a productos químicos seguía saliendo por los conductos de ventilación. Parecía como si el terreno ardiera.
En el cuadrilátero se veían estacionados varios coches de bomberos y de la policía. Por la noche, sus centelleantes luces de emergencia habían resultado llamativas e imperiosas, pero a la luz del amanecer parpadeaban débilmente. Del vehículo cisterna salían gruesas mangueras de lona parecidas a enormes serpientes que llegaban hasta los tubos de ventilación. Algunas seguían enviando agua a los niveles inferiores mientras un grupo de bomberos de ennegrecidos rostros descansaba y tomaba café en tazas de plástico.
Un par de horas antes, Boone había hecho una evaluación general de la situación. La explosión en los túneles y el consiguiente fallo eléctrico había causado daños prácticamente en todos los edificios. Según parecía, el ordenador cuántico se había desconectado y parte de sus mecanismos habían quedado destruidos. Un joven técnico informático le había comentado que se tardaría entre nueve meses y un año en tenerlo todo a punto de nuevo. Los sótanos estaban inundados; y todos los laboratorios y oficinas ennegrecidos por el humo. Uno de los refrigeradores computarizados del laboratorio de investigación genética había dejado de funcionar, con lo que varios experimentos con especímenes de segmentados se habían echado a perder.
A Boone toda aquella destrucción le traía sin cuidado. Por lo que a él respectaba toda la instalación podría haber quedado convertida en ruinas. El auténtico desastre era que una Arlequín y un conocido Viajero habían logrado escapar.
La actitud del infeliz guardia de seguridad que se sentaba en la garita de la entrada había entorpecido su capacidad para poner inmediatamente en marcha una persecución de los escapados. El joven se había dejado llevar por el pánico y había llamado a la policía y a los bomberos. La Hermandad tenía contactos en todo el mundo, pero Boone no había podido impedir que un grupo de decididos agentes hicieran su trabajo. Mientras los bomberos montaban el puesto de mando y rociaban los túneles con agua, Boone había ayudado al general Nash y a Michael Corrigan a salir del recinto en un convoy con escolta. Luego había pasado el resto de la noche asegurándose de que nadie hallara los cadáveres de Shepherd ni de los tres mercenarios del edificio de administración.
—Disculpe, ¿es usted el señor Boone?
El interpelado miró por encima de su hombro y vio que Vernon McGee, el capitán de los bomberos, se le acercaba. El macizo individuo llevaba en el cuadrilátero desde medianoche, pero aún parecía lleno de energía, casi de buen humor. Boone llegó a la conclusión de que los bomberos de las zonas suburbanas debían de estar aburridos de arreglar aspersores o rescatar gatitos de los árboles.
—Creo que ya estamos listos para llevar a cabo la inspección.
—¿De qué está hablando? —preguntó Boone.
—El fuego ha sido apagado, pero todavía pasarán algunas horas antes de que podamos entrar en los túneles de mantenimiento. En este momento debemos examinar edificio por edificio para comprobar si alguno ha sufrido daños estructurales.
—Eso es imposible. Tal como le dije anoche, el personal del centro se dedica a una serie de investigaciones ultrasecretas para el gobierno. Casi todas las salas necesitan un pase de seguridad.
El capitán McGee se columpió sobre sus talones.
—Eso me importa un pimiento. Soy el jefe de bomberos y éste es mi distrito. Tengo autorización para entrar en cualquiera de esos edificios por motivos de seguridad pública. Póngame escolta, si eso hace que se sienta usted mejor.
Boone intentó contener su irritación mientras McGee regresaba junto a sus hombres. Quizá los bomberos pudieran llevar a cabo su inspección después de todo. No era imposible. Todos los cuerpos habían sido ya metidos en bolsas de plástico y encerrados en una furgoneta. Más tarde serían llevados a Brooklyn, donde una funeraria de confianza los convertiría en cenizas que arrojaría al mar.
Boone decidió comprobar primero el edificio administrativo antes de que McGee y sus bomberos empezaran a meter las narices. Se suponía que dos vigilantes de seguridad ya estaban en el segundo piso arrancando la moqueta manchada de sangre. A pesar de que las cámaras de vigilancia no funcionaban, Boone siempre daba por hecho que había alguien observándolo. Intentando aparentar tranquilidad, cruzó la zona del cuadrilátero. Su móvil sonó, y cuando se lo llevó al oído escuchó la voz atronadora de Kennard Nash.
—¿Cuál es la situación?
—El departamento de bomberos va a realizar una inspección de seguridad.
Nash soltó una imprecación.
—¿A quién hay que llamar? ¿Al gobernador? ¿Podría impedirlo el gobernador?
—No hay motivo para que impidamos nada. Hemos resuelto las principales dificultades.
—Pero descubrirán que alguien inició el fuego.
—Eso es exactamente lo que quiero que hagan. En estos momentos tengo un equipo de hombres en la vivienda de Lawrence Takawa. Dejarán en la mesa de la cocina un artefacto explosivo a medio construir y escribirán una nota de venganza en su ordenador. Cuando los investigadores del incendio se presenten les hablaremos de cierto empleado resentido.
Nash dejó escapar una risita.
—Y entonces se pondrán a buscar a un tipo que ya ha desaparecido. Buen trabajo, señor Boone. Lo volveré a llamar esta noche.
El general Nash puso fin a la llamada sin despedirse siquiera, y Boone se quedó solo ante la entrada del edificio de administración. Si repasaba sus acciones de las últimas semanas, no le quedaba más remedio que reconocer ciertos errores: había infravalorado la capacidad de Maya y hecho caso omiso de sus propias sospechas acerca de Lawrence Takawa; además, se había dejado llevar por su genio en varias ocasiones, y eso había influido negativamente en sus decisiones.
A medida que el fuego se apagaba, el humo pasó de un denso color negro a un gris sucio. Mientras salía de los conductos de ventilación y se disolvía en el aire, parecía como el humo de un tubo de escape cualquiera, simple polución. Puede que la Hermandad hubiera sufrido un golpe temporal, pero su victoria seguía siendo inevitable. Los políticos podían seguir hablando de libertad y lanzar sus palabras al viento igual que confeti. No significaba nada. El concepto tradicional de libertad estaba desapareciendo. Por primera vez esa mañana, Boone apretó el pulsador de su reloj y se alegró al ver que su pulso era normal. Se irguió, enderezó los hombros y entró en el edificio.
Maya volvía a hallarse cautiva de su sueño. De pie y sola en el sombrío túnel, se lanzó contra los tres matones del equipo de fútbol y escapó por las escaleras mecánicas. Había gente luchando en el andén, intentando romper las ventanillas del metro, cuando Thorn la agarró con la mano derecha y la metió en el vagón.
Había pensado tantas veces en aquel incidente que se había convertido en algo fijo en su cerebro.
«Despierta —se dijo—. Ya basta.»
Sin embargo, en esa ocasión se entretuvo con sus recuerdos. El tren arrancó y ella hundió el rostro en el abrigo de lana de su padre. Cerró los ojos y se mordió el labio, notando el sabor de su propia sangre.
La ira de Maya era poderosa y se dejaba oír, pero otra voz le susurraba en la oscuridad. Entonces supo que estaba a punto de serle revelado un secreto. Thorn siempre había sido valiente, fuerte y seguro de sí. Aquella noche, en Londres, la había traicionado, pero también había ocurrido algo más.
El metro ganó velocidad saliendo de la estación, y ella alzó la mirada hacia su padre y vio que él estaba llorando. En aquella época parecía imposible que Thorn pudiera dar muestras de la más pequeña debilidad, pero en ese momento supo que era cierto. Una solitaria lágrima en la mejilla de un Arlequín era algo infrecuente y de gran valor. «Perdóname.» ¿Era eso lo que realmente él estaba pensando? «Perdóname por lo que te he hecho.»
Abrió los ojos y vio que Vicki la miraba desde lo alto. Durante unos segundos, Maya flotó en las sombras que separaban el mundo de los sueños del de la vigilia. Todavía podía ver el rostro de Thorn mientras tocaba la sábana con la mano. Respiró profundamente, y su padre desapareció.
—¿Puedes oírme? —preguntó Vicki.
—Sí. Estoy despierta.
—¿Cómo te encuentras?
Maya metió la mano bajo el cobertor y palpó el vendaje que cubría su pierna herida. Cuando se movía bruscamente, la acometía un agudo dolor, como si le clavaran un cuchillo; pero si se estaba quieta tenía la sensación de que alguien le había quemado la pierna con un hierro de marcar. Thorn le había enseñado que no había forma de esquivar el dolor, pero que se podía reducir hasta un punto determinado en que quedaba aislado del resto del cuerpo.
Contempló la habitación donde se encontraba y recordó haber sido depositada en aquella cama. Estaban en una casa de la playa, en la costa de Cape Cod, la península de Massachusetts que penetraba en el Atlántico. Vicki, Gabriel y Hollis la habían llevado en coche después de que hubiera pasado varias horas en una clínica privada de Boston dirigida por un médico que era miembro de la congregación de Vicki y que utilizaba la vivienda como residencia de verano.
—¿Quieres otra píldora?
—Nada de pastillas. ¿Dónde está Gabriel?
—Paseando por la playa. No te preocupes, Hollis se ocupa de protegerlo.
—¿Cuánto rato llevo durmiendo?
—Unas ocho o nueve horas.
—Ve a buscar a Gabriel y a Hollis —dijo Maya—. Haced las maletas. Tenemos que seguir moviéndonos.
—Eso no será necesario. Aquí estamos a salvo, al menos durante unos días. Nadie sabe que ocupamos esta casa salvo el doctor Lewis, y él es de los que creen en la Deuda No Pagada. Nunca traicionaría a un Arlequín.
—La Tabula nos está buscando.
—No hay nadie paseando por la playa porque hace demasiado frío. Además, la casa de al lado está deshabitada durante el invierno. La mayoría de los comercios del pueblo están cerrados, y tampoco hemos visto cámaras de seguridad.
Vicki sonaba firme y segura de sí, y Maya se acordó de la tímida joven que la había abordado en el aeropuerto de Los Ángeles apenas unas semanas antes. Todo había cambiado en un enorme salto adelante a causa de un Viajero.
—Tengo que ver a Gabriel.
—Volverá en unos minutos.
—Ayúdame, Vicki. No quiero estar en la cama.
Maya se apoyó en los codos para incorporarse. El dolor regresó, pero fue capaz de controlar la expresión de su rostro. De pie sobre su pierna sana, pasó el brazo por los hombros de Vicki, y entre las dos salieron lentamente del dormitorio al pasillo.
A cada paso vacilante que Maya daba, Vicki le iba ampliando la información de lo ocurrido. Después de escapar del centro de investigación de la Fundación Evergreen, Richardson había conseguido mantenerla con vida mientras Hollis los llevaba con la furgoneta hasta Boston. En ese momento, el neurólogo se encontraba camino de Canadá para quedarse con un antiguo colega que poseía una granja lechera en Terranova. Hollis había abandonado el vehículo con las llaves puestas en medio de un barrio pobre. En esos momentos conducían una furgoneta de reparto prestada por otro miembro de la congregación Jonesie.