El Viajero (33 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

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Vestido con una bata y una máscara quirúrgica, Lawrence Takawa permanecía de pie en un rincón del quirófano. El nuevo edificio en el centro del cuadrilátero de investigación no estaba equipado para esas tareas, de modo que habían montado una instalación provisional en los sótanos de la biblioteca.

Mientras Michael Corrigan yacía en la mesa de operaciones, él observaba. La señorita Yang, la enfermera, se acercó con una manta eléctrica y envolvió con ella los pies del paciente. A primera hora de la mañana habían afeitado por completo la cabeza de Michael. Parecía un recluta que hubiera empezado su entrenamiento básico.

El doctor Richardson y el doctor Lau —el anestesista que había sido llevado desde Taiwan— acabaron de prepararse para la operación. Michael tenía una vía intravenosa en el brazo, y el tubo de plástico estaba conectado a una botella de suero. Ya le habían hecho las radiografías y resonancias del cerebro necesarias en una clínica privada de Westchester controlada por la Hermandad. La señorita Yang colgó las imágenes sobre una pantalla iluminada que había al fondo de la sala.

Richardson contempló a su paciente.

—¿Cómo te encuentras, Michael?

—¿Va a resultar doloroso?

—En realidad, no. Vamos a utilizar anestesia por motivos de seguridad. La cabeza ha de estar perfectamente inmóvil durante todo el proceso.

—¿Y qué pasa si algo sale mal y me produce una lesión cerebral?

—Esto no es más que una intervención menor, Michael. No hay motivos para preocuparse.

Richardson hizo un gesto de asentimiento al doctor Lau, y el tubo intravenoso fue conectado a una pequeña jeringa.

—De acuerdo. Allá vamos, Michael. Empieza a contar hacia atrás desde cien.

A los diez segundos, Michael estaba inconsciente y respiraba con regularidad. Con ayuda de la enfermera, Richardson le fijó un cerco de acero al cráneo y apretó los acolchados tornillos. Aunque el cuerpo de Michael padeciera convulsiones, su cabeza no se movería.

—Es la hora del mapa —dijo Richardson a la enfermera.

La señorita Yang le entregó una regla metálica y flexible y un rotulador. El neurólogo pasó los siguientes veinte minutos dibujando una red en el cráneo de Michael. Comprobó el resultado un par de veces y a continuación marcó ocho puntos separados para una incisión.

Los neurocirujanos llevaban años colocando electrodos permanentes en el cerebro de pacientes que padecían depresión. Aquella estimulación en profundidad permitía a los médicos, mediante el simple giro de un botón, inyectar ínfimas cantidades de electricidad en el tejido cerebral para cambiar al instante el estado de ánimo del sujeto. Una de las pacientes de Richardson —una joven pastelera llamada Elaine— prefería la posición dos en el medidor electrónico cuando estaba en casa viendo la televisión; pero la aumentaba hasta cinco si tenía que preparar un pastel de boda. La misma tecnología que permitía que los científicos estimularan un cerebro iba a ser utilizada para seguir el rastro de la energía neural de Michael.

—¿Le ha dicho la verdad? —preguntó Lawrence.

Richardson lo miró desde el otro lado del quirófano.

—¿A qué se refiere?

—¿El tratamiento puede provocarle una lesión cerebral?

—Si se desea monitorizar las funciones cerebrales de una persona con un ordenador, es necesario insertar sensores en el cerebro. Unos electrodos adheridos al cráneo no serían efectivos. De hecho podrían proporcionar información contradictoria.

—Pero, esos cables, ¿no dañarán las células cerebrales?

—Tenemos millones de células cerebrales, señor Takawa. Puede que el paciente se olvide de pronunciar la palabra «Constantinopla» o quizá no recuerde el nombre de la chica que se sentaba a su lado en la clase de matemáticas del instituto. Es irrelevante.

Cuando quedó satisfecho con los puntos de incisión, Richardson se sentó en un taburete al lado de la mesa de operaciones y estudió la coronilla de Michael.

—Más luz —dijo, y la enfermera Yang ajustó la lámpara quirúrgica.

El doctor Lau se hallaba unos pasos por detrás, observando el monitor de control y vigilando los signos vitales de Michael.

—Puede proceder —dijo después de haber comprobado el ritmo cardíaco y respiratorio del paciente.

Richardson bajó la taladradora ósea sujeta al brazo mecánico y comenzó a perforar con cuidado un pequeño agujero en el cráneo de Michael. Se escuchó un agudo zumbido, como en las consultas de los dentistas.

Retiró el taladro. Apareció una gota de sangre que se fue haciendo más grande, pero la señorita Yang la limpió con una gasa. Acoplado al segundo brazo mecánico que colgaba del techo había un aparato inyector neuropático. Richardson lo situó encima del pequeño agujero, apretó el gatillo y un hilo de cobre recubierto de teflón y del diámetro de un cabello humano quedó insertado directamente en el cerebro.

El hilo estaba conectado a un cable que llevaba información hasta el ordenador cuántico. Lawrence tenía un móvil con auricular y micrófono que estaba en permanente comunicación con el Centro de Ordenadores.

—Que empiece la prueba —ordenó por el micrófono a los técnicos—. El primer sensor ha sido insertado en el cerebro.

Transcurrieron cinco segundos. Veinte. Entonces, uno de los técnicos confirmó que estaban captando actividad neural.

—El primer sensor funciona —informó Lawrence—. Puede proceder.

El doctor Richardson deslizó una pequeña placa de electrodo a lo largo del hilo, la pegó al cuero cabelludo y retiró el hilo sobrante. Hora y media más tarde, todos los sensores habían sido insertados en el cerebro de Michael y conectados a sus placas. A cierta distancia parecía como si le hubieran pegado en el cráneo ocho monedas de plata.

Michael seguía inconsciente, de modo que la enfermera se quedó con él mientras Lawrence seguía a los dos médicos hasta la estancia contigua. Todos se quitaron las máscaras y las batas y las tiraron en un cesto.

—¿Cuándo se despertará? —preguntó Lawrence.

—Dentro de una hora, más o menos.

—¿Sentirá algún dolor?

—Mínimo.

—Excelente. Preguntaré al Centro de Ordenadores cuándo podemos dar comienzo al experimento.

El doctor Richardson parecía nervioso.

—Creo que usted y yo deberíamos hablar.

Los dos hombres salieron de la biblioteca y cruzaron el cuadrilátero hasta el centro administrativo. La noche anterior había llovido y el cielo seguía encapotado. Los rosales habían sido podados y mostraban sus secos brotes. El césped que bordeaba el camino se moría. Todo parecía vulnerable al paso del tiempo salvo el edificio sin ventanas que ocupaba el centro del terreno.

—He estado leyendo más informaciones acerca de los Viajeros —dijo Richardson—, y desde ahora mismo puedo prever que tendremos algunos problemas. Tenemos a un joven que quizá sea capaz de cruzar a otros dominios o quizá no.

—Eso es cierto —repuso Lawrence—. No lo sabremos hasta que lo intente.

—Los resultados de la investigación indican que, en ciertas condiciones, los Viajeros pueden aprender a cruzar por su cuenta. Es algo que puede producirse a causa de prolongadas situaciones de estrés o por un shock repentino. Sin embargo, la mayoría de Viajeros tienen algún tipo de maestro que los instruye...

—Los llaman Rastreadores —confirmó Lawrence—. Hemos estado buscando a alguien capaz de llevar a cabo esa tarea, pero hasta el momento no hemos tenido éxito.

Se detuvieron en la entrada del edificio administrativo, y Lawrence se percató de que Richardson era reticente a mirar El Sepulcro. El neurólogo paseaba la vista por el cielo o los parterres de hiedra, por cualquier sitio menos por aquel blanco edificio.

—¿Y qué ocurre si no son capaces de encontrar un Rastreador? —preguntó el médico—. ¿Cómo sabrá Michael lo que debe hacer?

—La Fundación Evergreen tiene muchos contactos e influencias. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Es evidente que no se me cuenta toda la verdad —replicó Richardson—. Deje que le diga una cosa, señor Takawa, semejante actitud no ayuda al éxito del experimento.

—¿Y qué más necesita saber, doctor?

—No se trata únicamente de los Viajeros, ¿verdad? Sólo forman parte de un objetivo más amplio, de algo relacionado con el ordenador cuántico. ¿Qué estamos buscando realmente? ¿Puede decírmelo?

—Le hemos contratado para que conduzca a un Viajero a otros dominios —repuso Lawrence fríamente—, y lo único que necesita comprender es que el general Nash no acepta el fracaso.

De vuelta a su despacho, Lawrence tuvo que ocuparse de una docena de llamadas urgentes y de casi cuarenta correos electrónicos. Habló con el general Nash sobre la intervención quirúrgica y le confirmó que el Centro de Ordenadores había detectado actividad neural en todas las secciones del cerebro de Michael. Después, pasó las dos horas siguientes redactando cuidadosamente correos electrónicos para los científicos que habían sido patrocinados por la Fundación. Aunque no podía mencionar a los Viajeros, les solicitó información lo más detallada posible acerca de cualquier tipo de droga psicotrópica capaz de proporcionar visiones de mundos alternativos.

A las seis de la tarde, el Enlace de Protección siguió el rastro de Takawa cuando éste salió del centro de investigación y regresó a su casa. Después de cerrar la puerta con llave, Lawrence se quitó la ropa de trabajo, se puso una bata de algodón negro y entró en su cámara secreta.

Deseaba informar a Linden de los últimos acontecimientos relacionados con el Proyecto Crossover; pero, en el momento en que se conectó a internet, un pequeño recuadro azul empezó a parpadear en una esquina de la pantalla. Dos años antes, después de que a Lawrence le hubiera sido concedido un nuevo código de acceso a los ordenadores de la Hermandad, había diseñado un programa especial para buscar información sobre su padre. Una vez puesto en marcha, el programa husmeaba por todo internet igual que un hurón cazando ratones en una casa abandonada. Ese día había encontrado información de su padre en los archivos de pruebas del Departamento de Policía de Osaka.

En una fotografía de Sparrow aparecían dos espadas: una con la empuñadura de oro y otra con incrustaciones de jade. Linden le había explicado en París que su madre había entregado la de jade a un Arlequín llamado Thorn y que éste, a su vez, se la había dado a la familia Corrigan. Lawrence supuso que Gabriel Corrigan debía de estar en posesión del arma cuando Boone y sus mercenarios asaltaron la fábrica de confección.

Una espada de jade. Una espada de oro. Quizá hubiera otras. Lawrence había averiguado quién había sido el más famoso de los forjadores de espadas en la historia de Japón: un monje llamado Masamune que había fabricado sus hojas cuando los mongoles intentaron invadir Japón, en el siglo XIII. El emperador había ordenado entonces que se celebraran una serie de ceremonias rituales en los templos, y muchas espadas famosas fueron hechas como ofrendas religiosas. El propio Masamune había forjado la espada perfecta —una con un diamante en la empuñadura— para inspirar a sus diez alumnos, los Jittetsu. Mientras aprendían a batir el acero, cada uno de ellos había creado una espada especial para presentársela a su maestro.

El ordenador de Lawrence había localizado la página web de un monje budista que vivía en Kioto. En ella se daban los nombres de los diez Jittetsu y sus correspondientes espadas:

Forjador

Espada

1 Hasabe Kinshige

Plata

2 Kanemitsu

Oro

3 Go Yoshihiro

Madera

4 Naotsuna

Perla

5 Sa

Hueso

6 Rai Kunitsugu

Marfil

7 Kinju

Jade

8 Shizu Kaneuji

Hierro

9 Chogi

Bronce

10 Saeki Norishige

Coral

Una espada de jade. Una espada de oro. Las demás espadas Jittetsu habían desaparecido, probablemente en terremotos o guerras, pero la dinastía maldita de los Arlequines japoneses había protegido dos de aquellas armas sagradas. En esos momentos, Gabriel Corrigan era el portador de uno de aquellos tesoros, mientras que la otra había sido la utilizada para liquidar a los yakuzas en el sangriento banquete del hotel Osaka.

El programa de búsqueda entró en la lista de las pruebas recogidas por la policía y tradujo los caracteres japoneses al inglés: «Antigua Tachi (espada de hoja larga). Empuñadura de oro. Investigación 15.433. Falta».

«No falta —se dijo Lawrence—. Fue robada.» Seguramente la Hermandad se la había quitado a la policía de Osaka. Podía hallarse en Japón o en Estados Unidos. Quizá estuviera guardada en el centro de investigación, a pocos metros de su despacho.

Lawrence Takawa estaba presto a levantarse y volver al centro. Sin embargo, controló sus emociones y apagó el ordenador. La primera vez que Kennard Nash le había hablado del Panóptico Virtual lo hizo como si se tratara de una teoría filosófica, pero lo cierto era que en esos momentos habitaba una cárcel invisible. En un par de generaciones, todos los ciudadanos del mundo industrializado tendrían que aceptar la misma realidad: que eran constantemente rastreados por la Gran Máquina.

«Estoy solo —pensó Lawrence—. Sí. Completamente solo.» A pesar de todo, asumió una nueva máscara que lo hizo parecer alerta, diligente y dispuesto a obedecer.

35

A veces, el doctor Richardson tenía la impresión de que su antigua vida había desaparecido por completo. Soñaba con su regreso a New Haven y se sentía igual que un fantasma salido de
Un cuento de Navidad
de Dickens, de pie en la calle oscura y fría mientras sus antiguos amigos y colegas estaban en su casa, riendo y bebiendo.

Resultaba evidente que nunca debería haber accedido a vivir en el complejo de investigación del condado de Westchester. Había creído que tardaría semanas en disponer su partida de Yale, pero la Fundación Evergreen parecía tener una considerable influencia en la universidad. El decano de la Facultad de Medicina en persona había dado su conformidad a su año sabático con sueldo íntegro, y después preguntó si la Fundación estaría interesada en financiar el nuevo laboratorio de ingeniería genética. Lawrence Takawa contrató a un neurólogo de la Universidad de Columbia para que fuera todos los martes y jueves a dar las clases de Richardson. Cinco días después de su entrevista con el general Nash, dos individuos de seguridad se presentaron en su casa, lo ayudaron a hacer el equipaje y lo condujeron al complejo.

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