A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado “Iguana” Oberlus, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y “La Iguana” no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.
Alberto Vázquez-Figueroa
La Iguana
ePUB v1.1
nalasss24.08.12
Título original:
La Iguana
Alberto Vázquez-Figueroa, 1982.
Editor original: nalasss (v1.0)
ePub base v2.0
En el extremo sur del archipiélago de Las Galápagos, en el océano Pacífico, a mil kilómetros de las costas de Ecuador se alza un solitario islote, llama Hood o «La Española», que constituye el hogar predilecto de los albatros gigantes.
Su minúsculo desembarcadero natural continúa llamándose «Bahía de Oberlus», en recuerdo de un hombre que habitó allí a finales de mil setecientos y que fue conocido por el extraño apodo de
la Iguana
.
Esta novela está basada en su historia.
E
L
A
UTOR
El inmenso albatros de frágiles alas ribeteadas de blanco giró majestuoso a doscientos metros de altitud en un lento planear sin un solo aspaviento, como sostenido en el espacio por una fuerza invisible.
Era aquél su tercer viaje de ida y vuelta, desde allí; desde la misma raya del ecuador, a los fríos islotes patagónicos, siguiendo el sendero trazado en el aire por millones de sus antepasados a lo largo de infinitas generaciones.
Ya su ojo atento y codicioso había captado, desde docenas de millas mar adentro, que una vez más el eterno milagro se había repetido y el azul del mayor de los océanos comenzaba a ensuciarse con las manchas marrones de los bancos de sepias que, de improviso, en una incontenible explosión de vida, nacían en las proximidades de la isla que ahora se destacaba, negra, agreste y desolada, bajo sus largas alas.
Aquél era su hogar, y lo sabía. La patria de los albatros gigantes; lugar de nacimiento, amor y muerte del ave que reinaba en los mares, y frente a la que gaviotas, alcatraces, rabihorcados, garzas, pelícanos o piqueros, no constituían más que tristes caricaturas aladas sin gracia alguna.
Altiva, giró de nuevo estudiando una vez más la conocida pendiente de lava cuarteada que nacía a sotavento, en una tranquila y diminuta bahía de blanca arena, para ascender sin prisas, a morir en los altos y fieros acantilados contra los que se estrellaban las rugientes olas de barlovento.
Le inquietó el panorama. Sin duda había llovido durante su ausencia, y los cactus y arbustos habían crecido desmesuradamente desperdigándose por entre las rocas y los bloques de lava, buscando con avidez cada pedazo de tierra fértil traída por el viento y abonada por los excrementos de millones de sus congéneres conformando por tanto una pista accidentada y sinuosa, difícil y arriesgada, marcada ya —y no era de los últimos en llegar— por los cadáveres de tres viejos machos que le habían precedido en su largo viaje.
La edad hacía perder reflejos a los más ancianos, que eran, al propio tiempo, los más pesados y los de mayor envergadura, con lo que se multiplicaban para ellos los peligros a la hora de encarar la pista y sortear obstáculos en un loco aterrizaje a velocidad suicida, en el que llegaba un momento, a dos metros del suelo, en que no existía posibilidad alguna de remontar el vuelo, y no quedaba más alternativa que tomar tierra felizmente o estrellarse.
Ellos, los albatros gigantes, inimitables en el aire, tenían sin embargo las patas demasiado cortas en relación a la longitud de sus alas y el tamaño de su cuerpo. Para elevarse al cielo necesitaban los acantilados de barlovento y lanzarse al espacio con el viento de cara, mientras que para tomar tierra exigían un ancho espacio sin accidentes ni remolinos que los desplazaran bruscamente, larga «pista» por la que correr mientras frenaban su disparatado descenso.
Sobrevoló por última vez la isla avisando con sonoros graznidos que se lanzaba a tumba abierta, cruzó, bajo, sobre la cabeza del hombre que le observaba acomodado sobre una alta roca, semidesnudo y cubierto con un desteñido sombrero mugriento de sudor; se alejó hacia el sur sobre el mar rugiente, y regresó con la fuerza y la velocidad de una flecha impulsada por un arco gigante, recto el pico y gacha la cabeza, sintiendo el viento silbar en sus oídos, viendo llegar la pared húmeda y negra contra la cual otros muchos se aplastaron antaño, para pasar a metro y medio de su cima, dejar a la izquierda el cactus solitario, y esquivar la piedra roja que marcaba el comienzo del declive.
Supo entonces que había sobrepasado el punto de posible retorno, y se enfrentaba con la muerte o con la pérdida de lo más hermoso que la Naturaleza le había proporcionado: unas largas, frágiles e inapreciables alas ribeteadas de blanco…
Fue como si se hubiese sumergido en un torbellino indescriptible, sin tiempo para reflexionar, actuando movido por el instinto y los reflejos, zigzagueando por entre un laberinto de ramas y pedruscos, hasta sentir de improviso la olvidada consistencia de algo firme y sólido bajo sus quebradizas patas; rugoso suelo y calientes rocas sobre las que saltó en cortos y cómicos brincos de borracho, para quedar al fin muy quieto, extendidas las alas y como sorprendido de su propia hazaña y del misterio de encontrarse una vez más ileso y vivo en lugar seguro.
—¡Bravo!
El graznido del hombre y su escándalo al batir violentamente sus extremidades superiores hizo que su corazón volviera a latir con fuerza, y tentada estuvo el ave de echar a correr de nuevo hacia el acantilado para lanzarse otra vez al vacío, pero ya el hombre, dando por concluido el espectáculo, se había puesto en pie cansinamente, alejándose, sin prisas, hacia los barrancos del Oeste.
—¡Bravo! —repetía ahora en voz alta, como si hablase con alguien o le agradara el sonido de sus palabras—. Es condenadamente bueno ese maldito pajarraco de plumaje manchado… Midió la altura, y efectuó cada gesto con la precisión de un cirujano a la hora de cortar un brazo… Y frenó en el punto exacto en que debía pararse… Un metro más y se rompe la crisma…
Le gustaba sentarse en aquella roca en los atardeceres y apostar por la vida y la muerte de los grandes albatros que regresaban a «casa» tras su largo periplo, envidiando la serena belleza de su vuelo pausado, y preguntándose qué sentirían al contemplar la isla cuando se iban aproximando atraídos irremisiblemente por una extraña fuerza; gigantesco imán oculto que, una vez al año, ejercía sobre ellos un influjo irresistible, por muy lejos que se encontraran de sus costas.
El sol, que se posaba violento y rojo sobre la raya del horizonte, lanzaría pronto su verde rayo de despedida al mundo, y los contornos de las cosas se tornarían tan imprecisos que ningún otro albatros se atrevería a repetir la hazaña de intentar tomar tierra esa tarde, aguardando a la luz del día siguiente.
Diez minutos después, con precisión cronométrica, a las seis en punto, fuese cual fuese la época del año en que viviesen, la oscuridad más absoluta se abatiría súbitamente sobre la isla, fruto del rapidísimo crepúsculo ecuatorial, y doce horas más tarde, igualmente aprisa e igualmente exacto, el sol nacería una vez más por levante, dorado, espléndido y furioso.
Y con la llegada de las sombras, el hombre se acurrucó, hecho un ovillo en el fondo de una profunda cueva, cerró los ojos y se quedó dormido.
Aquel hombre nunca supo cómo se llamaba realmente, dónde había nacido, ni quiénes fueron sus padres. Sus primeros recuerdos se referían al mar y a un sucio ballenero que naufragó en Canarias sobre el año treinta, y cuando reembarcó mucho después, no supo decir quién era ni de dónde había salido, por lo que su caprichoso capitán le cambió el
Jack
o el
John
de sus comienzos por el absurdo sobrenombre de
el pelirrojo Oberlus
.
Creció, sin prisas, zambo, esquelético y chepudo, sin conocer apenas el olor de la tierra o el sonido de una voz amistosa, y acuchilló a su primer enemigo en una taberna panameña, por lo que tuvo que enrolarse, fugitivo, en un barquichuelo de piratas borrachos que embarrancó una noche sin luna a la entrada de la bahía de San Juan de Puerto Rico.
Los cañones de la fortaleza de El Morro se entretuvieron durante el día siguiente en practicar ejercicios de tiro sobre el maltrecho casco del desgraciado navío hasta conseguir convertirlo en un montón de astillas, mientras los tiburones de los alrededores disfrutaban de un hermoso banquete de piratas borrachos, que se arrojaban al agua enloquecidos, tratando de escapar del impacto de las bombardas.
Fue entonces cuando
el pelirrojo Oberlus
comprendió cuánto podía esperar de sí mismo y de su capacidad de resistencia al miedo, aguantando imperturbable, en la última de las sentinas y con el agua al pecho, andanada tras andanada de fuego, explosiones y muerte, íntimamente convencido de que ni el mar ni los cañones podrían con él.
Protegido por la oscuridad, nadó luego entre los escualos que apenas le rozaron, ganó tierra, atravesó la isla, y en Mayagüez robó una barca con la que bordeó las costas de la Dominicana hasta el seguro refugio de La Tortuga, al norte de Haití.
Allí mató a un negro, y a los pocos meses comenzó a crecerle una barba rojiza, enmarañada y rala, que acentuó en su rostro aquella fealdad repelente, furibunda y temible, que espantaba a los niños, hacía volver la cara, asqueadas, a las mujeres e inquietaba a los hombres, incapaces de sostener de frente su mirada.
—Pareces una iguana… —aventuró un sueco a bordo de un tercer ballenero, y aunque de un navajazo le desfiguró la nariz, el apodo arraigó desde entonces entre la marinería, y no quedó barco, puerto, prostíbulo o taberna en el que no se le conociera en adelante por el sobrenombre de
la Iguana Oberlus
, el más espantoso engendro humano que surcara los mares sobre algo que flotara.
Tantas fueron las burlas y desprecios, y tanta la repulsión y el horror que despertaba a su paso, a partir del día en que un cuchillo más rápido que el suyo le dejó una espantosa cicatriz que le afectaba un ojo —«lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable»—, que una tarde de julio, cuando el
Old Lady II
cargaba tortugas gigantes frente a la solitaria isla de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, o Islas Encantadas,
la Iguana Oberlus
se sintió incapaz de soportar por más tiempo la presencia de unos seres a los que aborrecía, y decidió quedarse allí, náufrago voluntario y eremita sin credo, a convivir para siempre con focas, albatros y lagartos.
Y ahora, cuatro años más tarde, podía sentarse en calma, en los atardeceres, a contemplar su reino: un islote rocoso y desolado, sin un árbol capaz de brindar una sombra decente, sin arroyo ni fuentes; corte de amor y escandaloso nido de todas las aves marinas del Pacífico, dormitorio de lobos marinos que sesteaban por cientos en cada cala, cada playa, y aun en las cumbres de los acantilados, de los que súbitamente se lanzaban al mar en inconcebibles saltos.