La Iguana (10 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

Una luz rojiza, irreal, lejana y desconocida, lo iluminaba todo, terrorífico incendio que parecía extenderse por el horizonte, al noroeste, y de cuyo centro ascendían altísimas lenguas de fuego e incandescentes brasas que parecían pretender chamuscar a las propias estrellas.

Tembló una vez más bajo sus pies, y comprendió al escuchar un lejano estallido, semejante al estruendo de mil buques de guerra que hubiesen disparado a la vez todos sus cañones, que uno de los innumerables volcanes del archipiélago había entrado en erupción.

Fue aquella la noche en que imaginó que vendrían a visitarle todos sus parientes del Averno, puesto que agua y fuego, mar y lava, y luz y sombras rivalizaban a la hora de conferir grandiosidad al espectáculo, con nuevas olas que se arrojaban una y otra vez contra el acantilado, sobre una tierra enferma, aquejada por un brutal ataque de epilepsia.

El sordo gruñido lejano del volcán se unía al estruendo del mar y los desesperados graznidos de las aves marinas, mientras las iguanas corrían sin rumbo, las focas se llamaban en la playa, y docenas de gigantescas galápagos a las que la primera sacudida había sorprendido en pie, pataleaban panza arriba condenadas a morir así, meses más tarde, en la más cruel y lenta de las agonías.

Distinguió luego al noruego, cuya silueta se recortaba contra el distante incendio, marchando a cuatro patas y enredando en rocas y matojos sus cadenas, y se ocultó en la espesura, pues comprendió de improviso que se encontraba desarmado, y era aquélla una noche propicia para que sus esclavos se rebelasen.

Permaneció por tanto acurrucado durante horas en lo más intrincado de la rala maleza, insensible a los arañazos de las ramas espinosas o los pinchazos de las afiladas púas de los cactus, hipnotizado por el espectáculo de la lejana erupción, sintiéndose tan minúsculo y endeble como no se había sentido jamás, a lo largo de su muy difícil existencia.

La Naturaleza se había complacido en hacer una demostración de su portentoso poder en aquel apartado rincón del Universo, y
la Iguana Oberlus
tuvo que limitarse a aceptar, convencido, que ni él, ni nadie, significaban ni significarían nunca nada frente a semejante demostración de fuerza.

Con el amanecer la tierra descansó apaciguada tras su loca noche de orgía, pero el sol no acertó a abrirse paso por entre la espesa cortina de humo y cenizas, y al estrépito y la fiesta de colores sucedió un silencio gris que apestaba a azufre y amoníaco, convirtiendo en irrespirable una atmósfera que era allí, por lo general, clara y transparente.

Una hora después comenzaron a caer del cielo pájaros que ni siquiera gritaban, como si el silencio ambiental atenazara sus gargantas, y los polluelos en tierra abrían una y otra vez el pico buscando aire con los ojos dilatados por el terror, para torcer de pronto el cuello y quedar rígidos, con las cabezas caídas hacia atrás en una trágica mueca.

Las focas resoplaban en la bahía aflorando apenas lo justo el morro, y las iguanas marinas habían desaparecido de sus rocas pese a que la marea se encontraba en su punto más alto.

Un hombre se movió a lo lejos, mansamente, como una sombra más gris que el resto de los grises, y reconoció al mestizo que avanzaba por la playa arrastrando los pies y caídos los brazos. Lo vio sumergirse hasta el pecho en el agua, y permanecer así largo rato, tal vez ansiando que el mar le devolviera a una realidad de la que no se sentía en absoluto partícipe.

A media mañana, vencido y magullado,
la Iguana Oberlus
se puso en pie y regresó cansinamente al borde del acantilado, desde donde contempló el aún agitado mar de barlovento que pugnaba por recobrar la calma tras haber alcanzado, horas antes, la cumbre de la pared de piedra.

Descendió con suma prudencia hasta la entrada de su caverna, y contempló entristecido su «hogar», el único que había tenido nunca, y que, entre fuego y agua habían transformado en un confuso revoltijo de suciedad y fango.

La mitad de sus libros y casi todos sus víveres se habían malogrado definitivamente, la pólvora aparecía inservible, y del hermoso colchón del capitán del
Madeleine
no quedaban más que tristes jirones.

Tomó asiento en el pretil de piedra de la entrada, observó en silencio aquel desastre, y se preguntó por qué razón los fuegos del centro de la Tierra y las aguas del mayor de los océanos tenían que confabularse contra él, cuando por fin había conseguido construirse un refugio en el que podía considerarse a salvo de las acechanzas de hombres y bestias.

Quizá trataban de convencerle de que Naturaleza, Universo, Dios, o todos al unísono se oponían a él y a sus designios, y que si se hacía necesario que el centro del planeta se partiera en pedazos para que no disfrutara de un remanso de paz, se partiría.

«Pero no me echaréis de aquí —masculló mordiendo con rabia las palabras—. Ni mar, ni fuego, ni terremotos, volcanes o cataclismo acabarán conmigo, porque yo soy Oberlus, la Iguana, y reinaré en esta isla aunque desaparezca en las profundidades, porque si es necesario acabaré aprendiendo a respirar bajo las aguas…».

Y era muy capaz de cumplir lo que aseguraba, porque aquel ser, tan solo en parte aparentemente humano, escondía en su interior tanta voluntad y una tal indómita resistencia a la adversidad, que su inconmensurable tenacidad vencía cuantos obstáculos se interpusiesen en su camino.

Alzó la mesa, se acurrucó en ella y durmió cuatro horas.

Luego, se puso en pie y comenzó a reparar, paciente, los desperfectos de su «hogar».

12

La campana repicó insistentemente, asustando a alcatraces, rabihorcados y piqueros, que alzaron el vuelo de inmediato graznando molestos, y obligando a correr a trompicones a los cautivos, temerosos de llegar retrasados, y temerosos, igualmente, por el simple hecho de que su amo y señor, «su rey», los convocara, lo cual constituía por lo general anuncio de desgracias.

—Un barco viene… —fue todo lo que éste dijo a modo de explicación a su llamada—. Tengo que encerraros.

Dominique Lassá quiso protestar, pero Oberlus se limitó a tomar la mano izquierda del chileno Mendoza, y mostrarle una vez más los dedos que faltaban.

—Lo que yo ordeno no se discute —puntualizó—. ¿Quieres que te aplique el mismo castigo…?

Desfilaron por tanto en silencio, cabizbajos, apretando los puños para contener la ira o quizá los deseos de llorar, como ovejas arreadas hacia el redil, angustiados ante la idea de que podían pasar quizá tres días atados y amordazados en la más oscura de las cavernas y en el más absoluto de los silencios, temerosos siempre de que algo pudiera ocurrirle a su captor y no volviera jamás a rescatarles.

Eran aquellos casi los únicos momentos en que los tres se encontraban reunidos, ocasión ideal para lanzarse al unísono sobre su verdugo y acabar con él de una vez para siempre, pese a que alguno de ellos pereciera en la intentona, pero Oberlus también tenía plena conciencia de que era así, y permanecía por ello atento a sus menores gestos, tensa la mano sobre la empuñadura de sus armas y dispuesto a destrozar a bocajarro al primero que intentase sorprenderle.

Eran tres, pero incluso treinta se hubieran sentido igualmente impotentes, porque la sola presencia de
la Iguana
bastaba para atemorizarles, su expresión demoníaca les petrificaba, y podría pensarse que sus ojos —«lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable»— sabían de antemano cuanto cruzaba por sus mentes.

Permitieron por tanto que los empaquetara como a fardos vivientes, martirizados por la presión de las ligaduras y la semiasfixia de las mordazas, para caer una vez más al fondo de las húmedas grutas, y advertir, llorando, cómo las entradas se tapiaban hasta sus más minúsculas rendijas y quedar enterrados en vida por tiempo indefinido.

Oberlus, tranquilo ya sobre la seguridad de sus «súbditos» recorrió más tarde el islote ocultando las huellas de su presencia y caía la tarde cuando buscó refugio en el bosquecillo de cactus de la playa, aguardando a que el navío virara sobre la costa de poniente enfilando rectamente la bahía, mientras arriaba el trapo y dejaba caer el ancla en sus aguas quietas y profundas.

Pero apenas el botalón de proa rebasó la punta oeste, y el nombre del ballenero hizo su aparición —pintado, altivo y desafiante— en la amura de estribor,
la Iguana Oberlus
advirtió cómo un estallido de odio resonaba en su pecho, y algo muy parecido a una corriente eléctrica le recorría la espina dorsal.

¡María Alejandra!

El
María Alejandra
, el barco del negro que se había burlado de el haciéndose pasar por «muerto-viviente»; la nave del viejo capitán que mandó azotarle y de la tripulación de vociferantes energúmenos que habían coreado, divertidos, cada uno de los cincuenta latigazos, osaba regresar a la isla en la que le habían humillado tan profundamente, y de la que el, Oberlus, era ahora amo absoluto y rey indiscutible.

El
María Alejandra
, que había arrasado sus plantaciones destrozando sus cuevas y robando su ámbar, se atrevía a dejar caer nuevamente el ancla en «sus» aguas, y podía percibir con absoluta claridad el vozarrón del viejo capitán gritando sus ordenes, el repicar de la campana, a popa, y el resonar de los pies descalzos corriendo sobre la pulida cubierta.

¡El
María Alejandra
!

—¡Bote al agua…!

Pronto desembarcarían, hollarían la arena de la playa, establecerían un campamento en tierra, y comenzarían a buscarle con ánimo de robarle y golpearle una vez más, porque ellos, los hombres del
María Alejandra
, eran los únicos que le conocían, que tenían una certeza absoluta de su existencia, y que sabían que allí, en la isla de Hood, o La Española, la más solitaria del archipiélago de las Encantadas, un monstruoso arponero con fama de asesino se había establecido para siempre.

Su primer impulso fue el de huir, ascender hasta la cumbre del acantilado de barlovento, y buscar refugio en su cueva con la absoluta seguridad de que en ella jamás le encontraría nadie, pero caída la noche, las tinieblas acudían veloces en su ayuda, y comprendió que ni siquiera el negro Miguelón, que no parecía temer a estas tinieblas o a lo desconocido, se atrevería a adentrarse ahora en la isla hasta que amaneciera nuevamente.

Únicamente él, Oberlus, conocía a ojos cerrados cada sendero, cada roca, barranco o abismo, y a diez metros de distancia del límite de la playa y el posible resplandor de las hogueras, no tenía por qué preocuparse por la presencia de intrusos. Se quedaría por tanto allí, acechando desde las sombras, y tal vez derribaría de un certero pistoletazo al odiado capitán o al mismísimo negro.

Se le antojó una buena idea. Matar al capitán y correr a esconderse en su refugio, permitiendo que al día siguiente removieran cada piedra de la isla, buscándole inútilmente, porque de ese modo aprenderían que no se debía humillar a un hombre como le habían humillado a él, para regresar luego a provocarle así impunemente.

Aguardó por tanto mientras el plan de venganza iba madurando en su cerebro, pero transcurrieron los minutos, la noche ecuatorial se abalanzó, como un ave de presa, sobre el barco y el islote sin que la lancha se apartara del costado del
María Alejandra
, y tímidos faroles comenzaron a brillar a bordo, reflejando su tembloroso destello en las tranquilas aguas.

De la quietud llegaron voces, risas, y tintinear de platos y cubiertos, sombras humanas se recortaron contra los mamparos, y un grumete orinó ruidosamente desde cubierta.

Pasó el tiempo, concluyó la cena, alguien cantó en proa, mal acompañado por una vetusta bandurria, y al poco todo fue paz y silencio a bordo, al tiempo que las luces se iban extinguiendo una por una, hasta quedar luciendo únicamente las de situación.

Para entonces hacía ya tiempo que Oberlus había comprendido que la tripulación del
María Alejandra
no tenía intención de desembarcar hasta el amanecer siguiente, y se sintió burlado. Furioso y burlado, como si abrigase el convencimiento de que habían averiguado sus intenciones, lanzando el bote al agua para reírse de él haciéndole concebir la falsa esperanza de que iban a caer en su trampa.

Bajarían a la luz del día y todos juntos, protegiéndose los unos a los otros, para acosarle por la isla persiguiéndole con la intención de volver a castigarle.

Eran los mismos; con el mismo capitán y el mismo negro y el mismo contramaestre diminuto que manejaba el látigo con diabólica pericia; los mismos que le abandonaron inconsciente en una playa de un islote solitario, malherido y desangrado, vejado en su orgullo y despojado de cuanto poseía de valor.

Eran ellos, y además se permitían la insolencia de mofarse de él haciendo escarnio de sus ansias de venganza, por el sencillo procedimiento de dejarle aguardando en tierra como a un imbécil mientras se retiraban, tranquilamente, a dormir.

Imaginaba sus comentarios de aquellos momentos en el sollado de la marinería, excitados ante la idea de disfrutar de un día diferente; un día que nada tendría en común con aquellos otros —monótonos hasta la desesperación— a que estaban acostumbrados desde siempre.

Saltar a tierra, cazar iguanas y tortugas, almorzar carne fresca, bañarse en la playa, pescar entre las rocas y divertirse a costa de un monstruo contrahecho, odioso y abominable, no era programa habitual en la vida de un ballenero, resignado, desde siempre, a no disponer de otra distracción que la que proporcionaba el mar al pasar bajo la quilla o las nubes al cruzar sobre las velas.

Y él, Oberlus, «Rey de Hood» y señor de cuanto alcanzaba la vista en todas direcciones, era la víctima elegida por aquella manada de sucios escrofulosos, ignorantes sin duda de que —desde el día en que le apalearon— muchas cosas importantes habían sucedido en aquella isla.

Y muchas más tenían que suceder.

Dejó transcurrir las horas, quieto como una roca más entre las rocas, con los ojos fijos, como hipnotizado, en las luces del
María Alejandra
que parecían recordarle machaconamente que seguían allí, aguardando impacientes la llegada del alba, la hora en que tañera la campana anunciando el comienzo de un día de cacería humana.

Su odio creció a solas, alimentándose de sí mismo y de sus elucubraciones a medida que las estrellas avanzaban a lo largo de un cielo sin luna, y hubo un momento en que estuvo a punto de estallar y gritarles en la noche, escupiéndoles su rabia, pero no lo hizo y permaneció muy quieto, rumiando sordamente sus ansias de venganza.

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