Alzó las manos en un ademán que no quería decir nada pero quizá significaba mucho.
—Se me antoja una postura consecuente para los tiempos en que vivimos, ¿no te parece…?
Dominique Lassá, nacido en Sete, educado en Marsella y en París, segundón de una antigua familia, y que había elegido el mar como válvula de escape a su sed de aventuras y sus ansias de conocer el mundo y a sus gentes, no supo, o no quiso, buscar argumentos que enfrentar a lo que consideraba peregrinas teorías de su captor. Había corrido mucho; había conocido muy diversos pueblos y muy distintas idiosincrasias y regresaba de un largo periplo por Oriente, donde su contacto con chinos y japoneses había constituido una de las más intensas e interesantes experiencias de su vida. Aun tan alejados como se encontraban de su forma de ser y pensar, admitía con ciertas reservas el fatalismo de los orientales y la indiferencia con que se enfrentaban a su destino o a la muerte. Podía comprenderlos, pese a que su concepto del honor, sus relaciones con las mujeres y los niños, su culto a los ancianos, o su bárbara sed de sangre a la hora de la guerra, le desconcertaran.
Pero el hombre que se encontraba sentado frente a él,
la Iguana Oberlus
, constituía un hecho aislado, un ser único —único e irrepetible—, y se negaba a aceptarlo. Por lógica no debería existir ni formar parte de la especie humana, y en caso de ser considerado como lo que en realidad era: un trágico error, su lugar tan sólo podía estar allí, en aquel islote abandonado, oculto a la mirada del resto de los hombres.
¿Cómo podía semejante error, del que apenas cabía esperar que fuera capaz de emitir media docena de palabras inteligibles, aspirar a enfrentarse a cuantos no fueran tan monstruosos como él, osando convertirse en soberano de un solo metro cuadrado de tierra?
Representaría desde luego un magnífico papel como tiranuelo de una roca, gobernando cómicamente sobre iguanas, tortugas y cientos de miles de cagonas aves marinas, pero resultaba en verdad risible que pretendiera aspirar a más nobles empresas, en especial si en tales empresas se hallaban involucrados auténticos representantes de la especie humana.
—Si todos aquellos que, por algún motivo, se consideraban en cierto modo diferentes, pretendieran imponer su ley a quienes no son o no piensan como ellos, el mundo se volvería un infierno… —dijo al fin.
—El mundo es un infierno… —fue la respuesta—. Al menos, lo ha sido para mí, y no veo por qué no debo contribuir a que continúe siéndolo, si eso me beneficia… ¿Me enseñarás a es cribir…?
—No creo que sepa hacerlo.
La amenaza llegó seca e inapelable:
—Si dentro de un mes no sé escribir, te cortaré una mano —aseguró la Iguana Oberlus, y el francés tuvo la absoluta certeza de que lo haría.
Al final de la primera semana, Oberlus se sentía capaz de distinguir las letras y dibujarlas con ayuda de un palo en la arena de la playa, donde las olas acudían luego a borrarlas mansamente.
Constituía en verdad un espectáculo insólito, y en cierto modo enternecedor, si no se hubiese tratado de un ser tan profundamente repelente, arrodillado allí durante horas, marcando palotes con infinita paciencia o trazando toscas letras que repetía en voz alta como un párvulo concentrado en las explicaciones de Dominique Lassá.
Éste —convencido como estaba de que su captor era muy capaz de cumplir su promesa y cortarle una mano si no le enseñaba a leer— se esforzaba en su tarea de improvisado maestro, ya que, de ese modo, se libraba al propio tiempo de labores más duras en el trabajo diario de la isla.
Habían elegido de mutuo acuerdo el español para comunicarse, ya que era el idioma que, en conjunto, ambos dominaban mejor, y era también la lengua en que aparecían escritos la mayoría de los libros que habían recuperado de la biblioteca del
Madeleine
.
Por aquellos tiempos, la mayoría de los oficiales de grandes navíos estudiaban continuamente el español, ya que les resultaba de todo punto imprescindible a la hora de tener un mejor conocimiento de las tierras o las rutas de navegación del Nuevo Mundo.
El Cuaderno de Bitácora de una nave española o un Diario Personal o «derrotero» en el que se hubiesen apuntado con exactitud, vientos, corrientes, puertos abrigados, o escollos y peligros en las rutas de las Indias Occidentales y los periplos de circunnavegación del Globo, constituían a los ojos de los armadores y capitanes extranjeros auténticos tesoros de un valor incalculable dado que no existían mapas o cartas marinas en las que confiar plenamente.
Durante siglos, la profesión de «Ladrón de Derroteros», o espía de rutas secretas de navegación, constituyó un próspero negocio, provechoso hasta el día en que capitanes y armadores llegaron a la conclusión, a base casi siempre de dejarse los barcos e incluso la piel en el empeño, de que la picaresca había conseguido que fueran ya más los «derroteros» falsos que circulaban por el mundo, que los realmente fiables.
Un contramaestre andaluz ya retirado, Luis de Ubeda, consiguió hacerse rico y famoso por el curioso procedimiento de vender a los holandeses más de veinte «Diarios de a bordo», garantizados, que explicaban, con todo lujo de detalles, la forma de arribar sin problemas a los más seguros puertos de la costa del Pacífico, desde Valparaíso a Panamá, incluido el puerto de La Paz, pasando por alto el pequeño detalle —ignorado sin duda por él mismo— de que La Paz se encontraba situada a casi cuatro mil metros de altitud, tierra adentro, en plena cordillera de los Andes.
Pero ésas no eran, al fin y al cabo, más que nimiedades anecdóticas, y el español continuaba siendo, pese a su picaresca, imprescindible para los navegantes de todas las nacionalidades.
Fue por ello que, un mes más tarde, ya
la Iguana Oberlus
se sentía capaz de tomar asiento en su roca predilecta, en lo alto del acantilado, para deletrear en voz alta los primeros capítulos del
Quijote
, asombrándose, a medida que iba tomando conciencia de lo que leía, de las incontables aventuras que podían llegar a acaecerle a un ser humano en tierra firme; aventuras que jamás hubiera supuesto factibles, ya que Oberlus abrigaba el absoluto convencimiento de que todo cuanto no estuviera muy directamente ligado con el mar, no tenía apenas razón de existir.
Una semana más tarde, comenzó a solicitar de Dominique Lassá que le aclarase puntos que se le antojaban oscuros sobre la personalidad de Don Quijote y su escudero, Sancho Panza, maravillándose ante el descubrimiento de que se trataba tan sólo de personajes de ficción que no habían existido, tal vez simples caricaturas de otros que pudieron existir realmente muchos años atrás.
—¿Por qué contarlo entonces…? —fue su pregunta—. ¿Por qué dedicar tanto tiempo y tanto esfuerzo a relatar algo que no es verdad…?
El francés trató de hacerle comprender, poniendo en dicho empeño todo su talento, que para un escritor, lo más importante no era, quizás, el que sus personajes hubieran tenido o no una identidad auténtica, sino el conjunto de las ideas que conseguían transmitir a sus lectores, a través de semejantes personajes.
—¿Crees que Don Quijote era un loco…?——concluyó tuteándole por primera vez desde su llegada.
—Desde luego… —replicó Oberlus.
—¿Por qué…? Porque veía el mundo de una manera y los demás de otra, o porque había quedado anclado en un tiempo pasado que sus contemporáneos se empeñaban en asegurar que ya no existía…
—¿No es acaso un loco el que se esfuerza en luchar contra gigantes que en realidad son molinos…?
—Más sencillo se me antoja que los molinos se conviertan en gigantes por obra de encantamiento y tratar de vencerles, que enfrentarse al Rey de España, su inmenso imperio y sus miles de soldados. Y tú lo intentas…
—¿Me estás llamando loco…?
—Te estoy haciendo notar que todo depende del lado desde el que se mire… —puntualizó Lassá—. Don Quijote trataba de transformar un mundo que no le agradaba porque advertía que los demás no eran como él… Lo mismo estás haciendo tú.
La Iguana Oberlus
meditó unos instantes, y cuando respondió lo hizo seriamente, convencido de lo que decía:
—Yo no estoy intentando transformar el mundo… —puntualizó—. En eso tengo las ideas muy claras… Lo único que pretendo es construir en esta isla, olvidada de todos, otro mundo a mi medida, ya que el de fuera me rechaza y no me sirve… Ellos pueden quedarse con el suyo, pero el que venga al mío, deberá atenerse a las consecuencias.
—Tendrías que advertirlo previamente… —le recordó el francés—. Colocar al menos un cartel en la bahía y el desembarcadero, para que todo el que llegue sepa a lo que se expone… En otro caso, no tienen idea de que penetran en un mundo «diferente»…
Oberlus meditó de nuevo su respuesta, dedicando a ello todo el tiempo que necesitó en llenar de nuevo su cachimba. Por último, aspirando el humo con fuerza, admitió:
—Tal vez lo haga… —dijo—. Un día, cuando me considere lo suficientemente fuerte, colocaré un letrero en la playa: «Este es el reino de Oberlus. Nada vale aquí más que su voluntad…» —sonrió entre divertido e irónico—. Necesitaré una bandera —añadió—. No hay reino sin bandera… ¿Sabes dibujar…?
—Un poco.
—Píntame una bandera entonces… Grande y roja, con una enorme iguana en el centro… Tendré entonces mi bandera, mi isla y mis súbditos. ¿Qué más puedo necesitar…?
—Cuatro súbditos no son muchos… —señaló Lassá.
—Vendrán más, no te preocupes… Estoy seguro de que pronto creceremos…
Pero
la Iguana Oberlus
se equivocaba.
El número de sus súbditos no aumentó, sino que, por el contrario, decreció bruscamente en una cuarta parte, lo que significó —como hubiera significado en cualquier otro «reino» del mundo— una auténtica catástrofe.
Fue cinco días más tarde, cuando, a la hora del almuerzo, encontrándose enfrascado como siempre en deletrear en voz alta las aventuras del Ingenioso Hidalgo castellano, y absorto en sus andanzas, desatendió por un instante la vigilancia a que tenía sometido de continuo a Georges, el cocinero, que en el instante mismo de servirle una enorme fuente de huevos de tortuga, trató de apuñalarle dirigiéndole una feroz cuchillada al corazón.
Debió de ser el temblor de la mano que sostenía la fuente lo que llamó la atención de Oberlus en el momento de aparecer por el rabillo de su ojo, pues con una reacción instintiva y felina dio un salto atrás consiguiendo que, lo que hubiera sido un golpe mortal, se transformara en un simple arañazo, que hizo sin embargo correr la sangre escandalosamente, empapando de inmediato su andrajoso pantalón.
Trastabilló cuatro o cinco metros, tropezó con una roca, cayó de espaldas y lanzó un rugido de dolor, pero cuando el cocinero se abalanzó sobre él dispuesto a rematarle, se encontró de improviso con un pesado pistolón amartillado ante los ojos.
—¡Un paso más y te vuelo la cabeza…! —masculló Oberlus furiosamente, y el francés se quedó inmóvil, clavado en el suelo y aterrado mientras dejaba caer el arma con gesto de impotencia.
Al tañido de la campana acudieron sus compañeros de cautiverio, que no necesitaron hacer pregunta alguna para comprender, de un solo golpe de vista, lo que había ocurrido.
La Iguana
aún sangraba, sin esforzarse en absoluto por restañar la sangre de la herida, y la desolación del cocinero aclaraba, sin necesidad de palabras, la historia de los acontecimientos.
La sentencia llegó casi al instante. Oberlus tomó el largo y afilado machete que siempre cargaba a la cintura, y se lo entregó a Dominique Lassá:
—¡Córtale la cabeza…! —ordenó.
—¿Te has vuelto loco…? —protestó el interpelado negándose a aceptar el arma…—. Es mi amigo.
—Deja de llamarme loco si no quieres que acabe también contigo… —le amenazó—. Y por eso mismo: porque es tu amigo, quiero que seas tú quien cumpla la sentencia… Te ordené que le advirtieras del peligro que corría si trataba de matarme…
Lassá negó de nuevo:
—No lo haré. Es un crimen.
—Es la ley… «Mi ley», y por esta primera vez no voy a mostrarme excesivamente cruel, ordenándote que le des a beber plomo derretido o que le descuarticéis entre los tres… —hizo una pausa y los miró amenazante—. La próxima, me comportaré como un auténtico rey, torturando al culpable hasta que suplique morir… —ofreció de nuevo el machete al francés—. Haz lo que te ordeno.
—No.
Le miró con fijeza. Sin ira, sin rencor, casi con sorna. Más tarde, se volvió al noruego y al mestizo, que asistían mudos a la escena, esforzándose por pasar inadvertidos, y se volvió por último al reo que sollozaba sentado en una piedra y con los codos sobre las rodillas ocultando el rostro entre las manos.
—De acuerdo… —admitió con naturalidad—. Es tu amigo, has navegado muchos años con él, y es, también, el único superviviente que queda de tu barco… ¿Estáis muy unidos, no es cierto…?
Lassá afirmó en silencio, mientras Georges alzaba levemente la cabeza, como si prestara atención disminuyendo al propio tiempo el tono de sus sollozos. Una leve esperanza de vida acababa de nacer en lo más profundo de su corazón.
—Es hermosa la amistad… —continuó Oberlus en el mismo tono, tranquilo, casi afable y sin señales de ira—. ¡Bien…! Te concedo cinco minutos para cortarle el cuello… Luego, será él quien disponga de cinco minutos a su vez para cortártelo a ti, con lo que me consideraré desagraviado y daré por cumplida la sentencia… —sonrió sardónicamente—. Espero que sea tan amigo tuyo como tú de él, porque después volverás a disponer de otros cinco minutos, y así sucesivamente, hasta que uno de los dos se decida, porque lo que te garantizo es que, antes de oscurecer, uno de los dos, no me importa cuál, tiene que estar muerto.
—¡Eso es una canallada…! —protestó Lassá—. La más repugnante canallada de la que nunca haya oído hablar… ¿Es ése tu sentido de la justicia…? ¿Enfrentar a dos hombres que han compartido tantas calamidades…? ¡Mátalo tú…! Sé que te gusta matar… Sé que odias a la Humanidad entera porque no es tan espantosa como tú… Ahora tienes una buena ocasión para vengarte… ¡Mátalo, y déjame a mí en paz…!
—Un rey nunca mata personalmente… —le recordó con voz muy queda, casi humorística—. Y tengo que empezar a comportarme como rey.
—¿Rey tú…? —se asombró el francés—. «Rey de las Iguanas» es lo que eres… Rey de las focas, los albatros o las tortugas… Rey quizá de todos los demonios del Averno, de todos los abortos que hayan nacido nunca; de los sapos, los gusanos y las babas… Rey de…