La Iguana (4 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

Lloró libremente y sin recato, convencido como estaba de que tenía sobradas razones para hacerlo, y no existía —y probablemente no había existido jamás a todo lo largo de la Historia —un ser tan profundamente desdichado sobre la capa de la Tierra.

Incluso Elegbá, la diosa del mal, le había abandonado, y comprendía ahora su error al confiar su suerte a una divinidad protectora de los negros, que nunca vería en él —pelirrojo y blancuzco— más que a uno de los tantos enemigos de su raza.

«Los dioses de los otros no me sirven —se dijo convencido—. Ni sus demonios… Tengo que construir mi propio mundo, y puesto que soy distinto a todos, juro por mi vida —que es lo único que tengo—, que de ahora en adelante no respetaré nada de cuanto los hombres hayan establecido; no obedeceré ley alguna, y no admitiré otro Cielo u otro Infierno que los que yo mismo establezca… Yo estoy a un lado, y los demás, al otro».

Repitió su juramento días más tarde, palabra por palabra frente a un sol que descansaba ya, vencido, sobre la raya del horizonte, y cuando se sintió recuperado y fuerte, bajó a la costa, se apoderó del pesado arpón que nadie había descubierto clavado casi hasta la empuñadura en un montículo de arena, y lo arrojó con fuerza sobre el gran macho de la más cercana familia de focas.

Asombrada por la muerte, atravesada de parte a parte como una naranja por una certera flecha, la pobre bestia dio un salto en el aire y se abatió sobre la roca sin un quejido, golpeando por dos veces con la cola un charco vecino, del que elevó al aire cortinas de agua enrojecida.

Sus hembras y sus crías, ignorantes de la realidad de una muerte inesperada y violenta, se aproximaron curiosas a olfatear la sangre que manaba de su herida, y ni siquiera se apartaron asustadas cuando el hombre acudió a recuperar su arma.

Para las focas, nacidas en aquellas islas generación tras generación, desde que tal vez miles de años atrás la fuerte corriente fría nacida en los hielos antárticos, había arrojado a las costas del archipiélago a sus más remotos antepasados, la vida no presentaba otros peligros que el de los hambrientos tiburones o las feroces orcas, de las que sabían librarse en el agua gracias a su endiablada velocidad.

Cuando uno de sus viejos machos envejecía, otro más joven acudía de inmediato a disputarle el harén, y cuando el anciano resultaba al fin derrotado, se retiraba arrastrándose penosamente a los acantilados de barlovento, a la espera de una muerte que no tardaría en llegar, quizá como castigo por el abandono de sus fuerzas o su valor.

Era ésa la muerte natural y lógica de un cabeza de familia y rey de manada, pero nunca, desde que los anales de su especie guardaban memoria, se había dado el caso de que allí, en Las Galápagos, un poderoso macho fuerte y saludable cayera abatido de improviso por un largo hierro afilado y unido a un asta de madera.

Tampoco se inmutaron, porque carecían de la noción del miedo, el mal o el «enemigo», cuando el hombre se apoderó de una cría diminuta, apenas algo más que una bola de negro peluche, y alzándola sobre su cabeza, la lanzó con fuerza estampándola con un crujir de huesos contra la más cercana roca, y todo cuanto hicieron fue observarle con aquellos sus ojos redondos y asombrados; ojos en los que casi podía leerse el más absoluto estupor y desconcierto.

Ni un grito, ni una queja, ni un ademán de huida, y tal vez fue esa entrega, y esa absoluta sumisión ante sus deseos de destrucción y venganza, lo que aplacó a Oberlus, que al no encontrar oposición a su acto, pareció recapacitar sobre la inutilidad del mismo, se calmó en el acto y optó por alejarse, renqueante, playa adelante.

4

Un primer análisis desapasionado de su situación, llevó a
la Iguana Oberlus
al convencimiento de que no podía enfrentarse al mundo y aspirar a vencerlo, desarmado y solo, abandonado en el corazón de una isla vulnerable, rodeado por una cohorte de aves marinas, cuya única auténtica habilidad parecía constituir la capacidad que tenían de cagársele encima en cuanto cruzaba, descuidado, por sus zonas de anidaje.

Y no existían en verdad muchos lugares en los que pudiera sentirse realmente a salvo de tal riesgo, puesto que los albatros gigantes ocupaban las largas pistas centrales desde los acantilados del sur hasta casi las playas del desembarcadero, al norte, mientras los alcatraces de patas azules dominaban los peñascales del oeste, los de patas rojas, los bosquecillos de matojos de las alturas, y los ladrones rabihorcados, los chaparrales bajos.

En las grietas y paredes cortadas a cuchillo depositaban sus huevos cónicos las gaviotas de anteojos, y garzas y zancudas invadían los manglares, permitiendo que pinzones y palomas se desparramaran a gusto por toda la superficie del islote, en buena vecindad con sus innumerables habitantes.

Ilógico resultaba, por tanto, atravesar «su reino» sin que su ancho y raído sombrero sufriera las «gracias» de alguno de sus súbditos alados, pues se daban a menudo días, en especial durante la época de celo, en los que cabría asegurar que no resultaba factible mirar hacia lo alto y descubrir un solo metro cuadrado de cielo libre de aves.

No sería sin duda una lluvia de excrementos lo que le protegiera en un futuro de sus enemigos, y comprendió que necesitaba echar mano a toda su astucia, si aspiraba a encontrar una fórmula con la que enfrentarse algún día al resto de los hombres.

Pasó el tiempo. Dos buques, balleneros probablemente, cruzaron a lo lejos, y un tercero, con todo el aspecto de navío pirata de poca monta, fondeó en la bahía para cargar de iguanas y galápagos sus vacías bodegas. Oberlus buscó refugio en lo más profundo del bosquecillo de cactus, pero comprendió bien pronto que no constituía aquél un escondite seguro y apropiado, y cuando las voces se alejaron y abandonó por fin el lugar, dolorido por las innumerables espinas que le habían flagelado, se hizo el firme propósito de dedicar la mayor parte de su tiempo a camuflar la más angosta de sus cuevas, de modo que a nadie le fuera dado nunca localizarla.

Se puso a ello con la fe y el ímpetu con que era capaz de enfrentarse a todo y comenzaba a sentirse satisfecho de su labor, cuando una tarde, mientras permanecía sentado en la alta roca contemplando la llegada de los alcatraces gigantes que encaraban decididos el farallón de piedra de barlovento, observó, perplejo, cómo dos «piqueros» parecían nacer de pronto bajo él, volando velozmente como salidos del interior mismo de la piedra, para perseguirse en el aire unos instantes y regresar de nuevo enfilando sin miedo el peligroso acantilado.

Se le antojó incomprensible que no se estrellaran contra la roca para ir a caer, partido el cuello, al fondo del abismo, y cabría pensar que la isla se los había tragado limpiamente para volver a escupirlos, dc igual modo, minutos más tarde.

A la mañana siguiente, muy temprano, en cuanto la marea comenzó a retirarse, rodeó la isla, y aprovechando el espacio que dejaba libre la bajamar, costeó hasta llegar a colocarse bajo la abrupta pared, en vertical exacta con la gran roca que le servía de atalaya.

Necesitó casi una hora para adivinar, más que confirmar, que bajo un saliente situado a unos diez metros de la cumbre, se abría una cavidad de bordes irregulares, por la que efectivamente entraban y salían, volando con rapidez y absoluta seguridad, familias de «piqueros».

Razonó que, en buena lógica dada la libertad de sus movimientos y las velocidades que alcanzaban en sus idas y venidas, la caverna interior, y pese a su pequeña entrada de no más de dos metros de diámetro, debería de alcanzar notables proporciones, por lo que esa misma tarde buscó descender hasta ella, y aunque le resultó sumamente arriesgado, y a punto estuvo por dos veces de precipitarse al abismo, lo que descubrió le compensó con creces por todos los peligros.

Angosta en un principio, la boca de la cueva se abría sin embargo casi de inmediato a una gigantesca caverna de medio centenar de metros de largo y otros tantos de ancho, alta, seca y acogedora, extrañamente iluminada, con una tonalidad difusa proporcionada por docenas de diminutos agujeros que taladraban la pared de roca, y en los que el entretejido de los nidos de las aves marinas habían constituido, con el paso de los siglos, una especie de extraña, irreal y delicada celosía.

Recorrió despacio su portentoso hallazgo, advirtió que estrechas galerías se adentraban aún más hacia las entrañas de la isla, y descubrió, en el más apartado de los rincones, un pequeño grupo de estalactitas de las que goteaba un agua limpia, de sabor levemente amargo, que se perdía luego en un esponjoso suelo de tierra, guano y destrozadas cáscaras de huevo, pues no cabía duda de que en aquel lugar habían anidado a través de los siglos millones y millones de aves marinas.

Permaneció largo rato pensativo, observándolo todo con obsesivo detenimiento, y cuando decidió emprender el regreso hasta la cumbre del acantilado, había llegado al convencimiento de que, por primera vez en su vida, la suerte le había acompañado, y contaba, al fin, con un elemento con el que enfrentarse de algún modo al mundo.

Necesitó más de un mes para desalojar a las aves, arrojar al mar sus huevos y sus toneladas de excrementos, y condicionar la cueva, colocando bajo las estalactitas grandes conchas de galápagos, lo que le proporcionaría, con el tiempo, una considerable reserva de agua potable.

Cerró luego aún más la entrada por medio de piedras y rocas, dejando tan sólo un estrecho pasadizo capaz para un solo hombre, y talló escalones en la pared del acantilado, siempre de modo que resultaran invisibles desde lo alto, y únicamente él, que conocía su emplazamiento, pudiera localizarlos al tacto.

Por todo ello, el día en que dio por finalizada su tarea, abrigaba el absoluto convencimiento de que, almacenando alimentos suficientes en su refugio —y para ello contaba con las grandes tortugas que se conservarían vivas durante meses—, ni un millón de hombres rastreando la isla palmo a palmo conseguirían encontrarle.

Ya no se sentía por tanto a merced de piratas y balleneros que invadieran su «reino», sino que, por el contrario, eran ellos los que, a partir de aquel momento, se encontraban por completo en sus manos.

Aguardó paciente.

Cada amanecer trepaba a la cumbre del acantilado y oteaba en todas direcciones atento a la presencia de un navío, e incluso durante el transcurso de la jornada abandonaba por dos veces cuanto estuviera haciendo, y acudía a cerciorarse de que ninguna vela hacía su aparición en el horizonte.

Por fin, nunca supo cuánto tiempo después —pues el tiempo era algo que había dejado de existir para él—, advirtió, satisfecho, cómo un sucio ballenero de gran tonelaje enfilaba rectamente hacia el centro de la diminuta bahía y dejaba caer sus anclas.

Sus luces de situación brillaron durante toda la noche, y faltaba una hora para el amanecer cuando ya Oberlus se encontraba agazapado entre las rocas a menos de veinte metros de distancia del punto en el que, por lógica, atracarían las lanchas, y en el que aún se mantenía medio en pie el tosco refugio que alzara la tripulación del
María Alejandra
y a uno de cuyos postes le habían sujetado para azotarle.

Con la primera claridad se inició movimiento a bordo del pesado navío, que respondía al sonoro nombre de
Monterrey
y le llegaron, nítidas, las voces que ordenaban lanzar al agua la falúa de popa.

Cinco hombres saltaron a su bordo, y bogaron sin prisas, entre risas y bromas, saludando sonoramente a las primeras focas que asomaron sus curiosas cabezas junto a proa, y las roncas voces resonaban en el amanecer de un modo mágico, acompañadas por el golpear de los remos contra la borda, el chapoteo del agua y el quejumbroso crujir del destartalado casco del desvencijado ballenero.

Ya en tierra, los cinco hombres vararon apenas la lancha sobre la blanda arena, se echaron al hombro barricas de madera, y se apoderaron cada uno de un embudo y un desportillado cazo de latón.

Luego, aún bromeando, empujándose y riendo, se adentraron en la isla, aunque no recorrieron juntos más de un centenar de metros, ya que de pronto se desperdigaron en distintas direcciones.

Oberlus aguardó hasta que no le cupo duda de que se habían alejado definitivamente, para arrastrarse por la arena hacia la lancha, procurando que ésta le ocultara interponiéndose siempre entre él y los que pudieran verle desde el barco.

Cuando llegó a ella se asomó con cuidado al interior, y se apoderó, sin prisas, de un par de anchos cuchillos, un puñado de liñas de pescar, y algunos metros de cadena de ancla.

Regresó con todo ello, igualmente a rastras, y ya protegido por las rocas y los arbustos, se puso en pie, recuperó su pesado arpón, y emprendió una veloz y silenciosa marcha hacia el oeste; hacia la zona más agreste de la isla.

Pronto encontró lo que venía buscando. El hombre, pequeño y moreno, mestizo de india y blanco sin duda alguna, con largo pelo negro, nariz incaica y boca y ojos de europeo, se encontraba inclinado sobre uno de los pequeños aljibes, llenando de agua su barrica con ayuda del cazo y el embudo.

No le había oído llegar, y dio un respingo asustado cuando le vio nacer como caído del cielo, justo a su lado. Abrió la boca para gritar, pero enmudeció aterrorizado al sentir la afilada hoja de un cuchillo sobre su garganta.

—Una voz y te degüello… —le advirtió Oberlus en un tono que no admitía dudas—. Adelanta las manos.

El otro obedeció al instante, mudo aún de pavor, y con precisos movimientos
la Iguana
le ató las manos con la cadena, pasándosela luego, de modo que formara una especie de lazo, por el cuello.

Escondió entre los matojos la barrica, el cazo y el embudo, y dando un brusco tirón, casi arrojó al suelo al espantado hombrecillo, del que no cabría decir si se sentía en verdad más asustado por lo insólito del asalto y la captura, que por la monstruosa fealdad de su raptor.

—¡Vamos…! —ordenó éste—. Y recuerda que si pronuncias una sola palabra, te rebano el gaznate.

Lo arrastró sin miramiento alguno, como si de un animal de carga se tratase, avanzando con paso rápido y nervioso, casi a saltos, de roca en roca y sobre los matojos, haciendo tropezar y caer a su cautivo, al que le resultaba prácticamente imposible, por sus ligaduras, seguir su ritmo.

—¡No te pases de listo…! —masculló mordiendo las palabras cuando advirtió que tardaba en erguirse tras la quinta caída—. Si tratas de engañarme, te muelo las costillas…

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