Tomó aliento y extrajo con parsimonia el largo y afilado machete que colgaba de su cintura. Se miraron.
Sabían que iba a ser aquélla una lucha a muerte, sin piedad por ninguna de las partes, y sin respeto hacia ningún tipo de reglas o leyes. Matar o morir, a eso iba a limitarse la contienda.
Gamboa observó el afilado machete, pero no le inspiró temor. Sin pistolas, inútiles allí, donde la pólvora del cebo se hubiera mojado al primer tropiezo, su enemigo no era ya más que un contrincante al que superaba en peso y envergadura, y el hacha, aunque primitiva, podía equipararse al arma de su enemigo.
—¡Ven…! —repitió con un significativo gesto de la mano—. A ver si eres tan valiente como dices…
Oberlus no respondió. Sus ojos —«lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable»— estaban fijos en el hacha de piedra, midiendo su grado de peligrosidad, y tratando de averiguar, por la forma en que la empuñaba, cómo iba a utilizarla.
Por último, cuando se sintió seguro, continuó avanzando, salió del agua, y se inmovilizó de nuevo a unos dos metros de distancia.
Comenzaron a moverse muy lentamente, girando y estudiándose cada vez más inclinados, tensos los músculos, listos a saltar y amagando golpes sin decidirse a lanzarlos, conscientes ambos de que el primer error que cometieran sería también, sin duda, el último.
La hoja de acero blandió el aire, silbando, regresó de igual modo con una rápida y hábil torsión de muñeca, y el piloto portugués dio un paso atrás, alzando el hacha, dispuesto a arrojarla con todas sus fuerzas.
La Iguana
retrocedió también, agazapándose, listo para esquivarla, pero el golpe no llegó y regresaron a sus primitivas posiciones, trazando círculos y aguardando una ocasión más propicia.
Fue entonces cuando João Bautista de Gamboa y Costa pareció comprender que aquella distancia no le favorecía, dada la mayor longitud del arma de su enemigo, y súbitamente, de un modo por completo inesperado, se abalanzó hacia adelante, precipitándose sobre Oberlus y derribándole gracias a su impulso y a su mayor peso y estatura.
Rodaron por la arena hasta penetrar en el agua pugnando por herirse mutuamente, golpeándose, mordiéndose y pateándose, en una contienda feroz y desesperada, sin nobleza ni estilo, con la bajeza y la rabia de perros callejeros ansiosos por despedazarse.
El portugués era sin duda más alto y de constitución mucho más fuerte pese a encontrarse debilitado, pero Oberlus era más ágil y marrullero, y tenía, sobre todo, muchísima más experiencia en aquel tipo de peleas, en las que había tenido que tomar parte, lo quisiera o no, desde que tuvo edad suficiente para defenderse de los insultos de otros muchachos.
Aprovechó por tanto la primera ocasión en que su contendiente distrajo la atención de la defensa de sus testículos y los puso al alcance de su rodilla para alzarla con violencia, aplastándoselos con un golpe seco, de salvaje potencia.
El portugués Gamboa advirtió cómo el aire se negaba a descender a sus pulmones, abrió mucho la boca con un mudo grito que no llegó a escapar, y antes de que pudiera reaccionar descubrió, impotente, que la punta del machete penetraba por su costado izquierdo, y giraba con saña buscando destrozar su paquete intestinal.
Aún agonizaba cuando su verdugo le tomó por un tobillo, lo arrastró hasta el agua, y emprendió el regreso, vadeando, llevándole tras sí, como ensangrentada muestra de su indiscutible victoria.
La normalidad volvió a la isla, que recuperó su ritmo de vida, con la salvedad de que ahora, en su centro y colgando de lo que había sido el palo de trinquete del
Río Branco
, su piloto, João Bautista de Gamboa y Costa, permaneció durante meses expuesto al sol y al viento, hasta que su cadáver se desprendió en pedazos.
La Iguana Oberlus
regresó a su roca, a leer y vigilar, mientras sus súbditos abandonaban el encierro y se reintegraban al trabajo lanzando de tanto en tanto furtivas miradas al mástil, del que pendía lo que parecía haberse convertido en la bandera que simbolizaba al islote de Hood, en el archipiélago de las Galápagos o Islas Encantadas, en el océano Pacífico, exactamente sobre la raya del Ecuador, a unas setecientas millas del Continente y la civilización.
Era aquél un mundo en el que el tiempo parecía no tener prisa alguna, y, monótonos, los días se desgranaban idénticos los unos a los otros sin que se advirtieran, más que por la emigración de los albatros, los cambios de estación.
Dos navíos, uno de ellos la ya conocida fragata
Virgen Blanca
, pasaron muy cerca sin dejar caer sus anclas, y un tercero, un falucho rápido y nervioso, buscó inútilmente a los posibles supervivientes del
Ilusión
, que había partido del puerto de Guayaquil con buen viento, mar en calma y un experto capitán, pero no había regresado jamás.
Enviado por la madre de Diego Ojeda, el falucho escudriñó durante dos largos meses cada cala, cada playa y cada farallón del archipiélago sin descubrir resto alguno de la esbelta goleta ni de sus desgraciados ocupantes, y la dolorosa conclusión fue que, o un inesperado golpe de viento la había hecho zozobrar en mar abierto, o había sido atacada por una de aquellas salvajes ballenas asesinas, que cruzaban a veces entre las islas y tierra firme durante sus periódicas emigraciones de uno a otro polo.
No era la primera vez que una orca embestía a una nave, la hundía, y devoraba a sus tripulantes, y aunque remota, tal vez fuera ésa la única explicación válida a la misteriosa desaparición del navío.
Cuando, va en su viaje de regreso, el falucho cruzó casi a un tiro de piedra del acantilado de barlovento del islote de Hood, nadie a bordo podía imaginar que allí en una escondida cueva de aquella alta pared de piedra, se encontraba encerrada, atada a una larga cadena, la única superviviente de la
Ilusión
.
Por su parte,
Niña Carmen
—ya ni siquiera ella se acordaba de que alguna vez la habían llamado de aquel modo— se había adaptado por completo a su nueva existencia, hasta el punto de que cabría imaginar que jamás había conocido ninguna otra.
La inmensa caverna era su mundo, y aun ni siquiera toda ella sino tan sólo la parte a la que alcanzaba su cadena, y aunque de tanto en tanto tomase plena conciencia de hasta qué punto había descendido en su consentida degradación, prefería apartar de su mente, negándose a admitirlos, tales pensamientos.
A sus veintiséis años, Carmen de Ibarra —que nunca había sido estúpida pese a que su comportamiento así lo hiciera suponer con frecuencia— tenía ya suficiente madurez como para reconocer que, si se detenía a analizar a fondo sus sentimientos, tendría que despreciarse a sí misma de tal forma que le resultaría imposible sobrevivir con su propia vergüenza.
Había destrozado muchas vidas y muchas familias, entre ellas su propia vida y su propia familia, y por tanto, su conciencia no le permitía aceptar que no lo había hecho por una irrefrenable ansia de libertad, sino porque su profunda depravación le había impulsado a rechazar a aquellos hombres que no la avasallaron hasta el punto en que ella deseaba, inconscientemente, sentirse sojuzgada.
¿Cómo confesarse a sí misma que ansiaba saberse menospreciada, humillada, ofendida, golpeada y reducida a la simple condición de receptora de las necesidades sexuales de un ser repelente y brutal cuya sola presencia provocaba náuseas?
Aceptarlo, hubiera significado tanto como aceptar la autenticidad de su desequilibrio mental, y que los que la llamaron loca cuando destruyó su matrimonio o su relación con Germán de Arriaga tenían toda la razón.
Y en el fondo, ¿no era una forma de locura aquella incalificable relación que mantenía con su captor, al que odiaba y que en ciertos momentos le repelía, pero al que a la vez deseaba y necesitaba con un ansia enfermiza?
La ambivalencia o la profunda complejidad de sus sentimientos la desconcertaban, y quizá, en inconsciente gesto de autodefensa, prefería dejar su mente en blanco y vivir aquellos días como si se trataran de un largo sueño del que en cualquier momento tenía que despertar necesariamente.
A
la Iguana
, por su parte, y pese a que su experiencia con respecto a las mujeres podía considerarse por completo nula, no le había pasado sin embargo inadvertido el cambio ocurrido en la actitud de su cautiva; cambio que percibía incluso a través de la piel en el momento de poseerla.
Por lógica, no estaba en condiciones de averiguar cuándo una mujer mentía o no en el momento de gritar de placer, pero sí estaba en perfectas condiciones de comprender, mejor que nadie, cuándo repugnaba, y le constaba —tenía la certeza— de que al menos ella se había acostumbrado a su presencia y su contacto.
Ya no la sentía tensa y agarrotada en el momento de aproximársele y comenzar a acariciarla, y cuando la penetraba, no se enfrentaba con la rigidez y la sequedad de los primeros días, sino con una húmeda, tibia y palpitante acogida, que hacía que se pudiera deslizar dentro de ella con una dulce suavidad, para sentir luego cómo su carne, ya ardiente, le rodeaba, aprisionándole e impidiéndole escapar.
Comenzaron a tener, también, largas conversaciones en las que le habló de su vida, de sus amargos años como arponero en apestosos balleneros, y de los lejanos y curiosos lugares que había conocido a través de sus múltiples viajes.
Pero, sobre todo, y más que de sí mismo, le agradaba hablarle de los libros que había leído, y le gustaba aprender de ella, tratando de que le confirmara cosas de tierra firme o el comportamiento de gentes que se le antojaban por completo inconcebibles.
—Lejos del mar no puede haber vida… —aseguró convencido de lo que decía.
—Te equivocas… —le contradijo—. Y para la mayoría de los hombres, es a orillas del mar donde concluye toda posibilidad de vida… La tierra es fértil, generosa y pacífica, y sabemos siempre lo que cabe esperar de ella… Pero… ¿quién puede confiar en el mar? Un día se muestra tranquilo y dadivoso, y al siguiente se enfurece y lo destruye todo, devorando a las naves y sus tripulantes… No comprendo cómo puede gustarte el mar.
—Si no hubiera sido por él, porque me calmaba en los momentos de ira, o porque comprendía que, frente a su inmensidad, ni yo ni nadie significábamos nada, no creo que hubiera soportado tantos años de burlas y desprecios… —hizo una pausa y quizá por primera vez su mirada y su tono de voz parecieron distintos, casi humanos—: ¿Acaso elegí este rostro y este aspecto…? Sin embargo, nadie ha hecho otra cosa que insultarme y echármelo en cara, y te juro que tardé mucho en aceptar la idea de que nadie… ¡Nadie, óyeme bien…!, tuviera conmigo un solo gesto amable.
—Debió de ser muy duro.
—Duro no es la palabra… —agitó su deforme cabeza como si le costara admitir que había vivido aquellos tiempos—. No existe palabra capaz de describirlo… Ni siquiera mis lágrimas les conmovían, aunque es cierto que pronto dejé de llorar… Un día comprendí que había pasado mi vida buscando compasión, y que en realidad no era compasión lo que deseaba.
—¿Venganza?
—Tal vez.
—¿De qué…? ¿De no haber encontrado esa compasión?
—De todo… No sé quién me engendró, ni por qué lo hizo, pero desde ese mismo instante conmigo no se han cometido más que injusticias… —sonrió—. Y hasta que decidí ser aún más injusto que los demás, no comenzaron a irme bien las cosas… —señaló la cadena—. Por eso te trato así, y por eso soy cruel con cuantos me rodean… Al fuego se le combate con el fuego. No hay otro medio, y ahora me respetan.
—Te temen. No te respetan.
—¿Qué más da una cosa que otra…? ¿Tú me temes…?
—Sí.
—Con eso me basta… —hizo una pausa y se encogió de hombros con sincera indiferencia—. Y ni siquiera me importa repugnar… Incluso me divierte advertir cómo asquea mi presencia… Es una gran cosa imponer esa presencia y saber que tienen que tragarse sus náuseas por miedo a que me enfurezca…
—Es lógico…
La observó un tanto sorprendido por la naturalidad con que lo había dicho.
—¿Qué es lógico…? —quiso saber.
—Que te agrade despertar odio, asco y miedo… —Carmen de Ibarra se pasó la mano por el largo cabello en un ademán que repetía, casi como un tic nervioso, cientos de veces a lo largo del día—. Todos deseamos causar algún tipo de impacto en los demás, y cuando no podemos conseguir que nos amen o nos admiren, preferimos cualquier sentimiento a la indiferencia.
—Yo hubiera preferido esa indiferencia —señaló Oberlus con absoluto convencimiento—. No me hubiera importado pasar por la vida sin que nadie reparase en mí…
——Eso no es cierto… —le rebatió—. Nadie desea pasar por la vida sin que reparen en él, y tú menos que nadie… Me consta que, de algún modo, tendrías que haberte hecho notar.
Él meditó unos instantes. Luego, súbitamente, dijo:
—Tal vez un día te quite esa cadena.
Niña Carmen
experimentó una extraña sensación de vacío en la boca del estómago pero no hizo comentario alguno.
Oberlus no pareció reparar en su silencio, e insistió:
—¿Te gustaría salir y recorrer la isla?
Se encogió de hombros:
—No creo que haya mucho que ver.
—Podrías tomar el sol.
No obtuvo respuesta.
Tres semanas más tarde,
la Iguana Oberlus
tomó cincel y martillo y desprendió el perno que cerraba la ancha argolla que sujetaba la cadena a un tobillo en el que había dejado ya una profunda marca.
—¿Por qué lo haces?
—Ya no hace falta que sigas encadenada… Imaginé que podrías suicidarte, pero ahora sé que no lo harás… Y en esta isla no hay adónde ir.
Cuando se sintió libre, Carmen Ibarra no hizo gesto alguno. Permaneció sentada en la cama, contemplando la cadena, y resultaba de todo punto imposible averiguar qué era lo que en verdad estaba pasando.
Él la observaba inmóvil, y por último señaló los arcones del fondo de la cueva adonde ella nunca había tenido acceso.
—Allí está tu ropa… —dijo.
Dejó pasar un largo rato antes de encaminarse, muy despacio hacia los baúles, abrir el mayor de ellos, y contemplar el vestido que llevaba la tarde que desembarcó, y que recordaba haber doblado, cuidadosamente, sobre una roca antes de meterse en el agua.
Durante todo aquel tiempo había permanecido desnuda, y la ancha falda, el corpiño, las enaguas y la ropa interior, le devolvieron a la realidad de un mundo del que había deseado mantenerse ausente por completo.