La Iguana (18 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

Cuando la corta marea alcanzaba su punto más alto, las olas llegaban mansamente hasta él y se veía obligado a acompasar su respiración al flujo y reflujo, por lo que abrigó el convencimiento de que, en cualquier otro océano que no fuera el Pacífico y sus tranquilas aguas, semejante escondite hubiera resultado por completo impracticable.

Evocó el violento batir del mar contra la costa de su Cascaes natal, y dio gracias a Dios porque no se tratara del mismo océano, ya que el violento Atlántico le hubiera destrozado contra la pared del fondo de su refugio con la primera embestida.

Así pues, la mitad del tiempo en seco, la otra mitad empapado, dejó que las horas del sol se desgranasen lentas. Doce. Ni una más ni una menos, minuto a minuto, y aunque trató por todos los medios de administrar su escasa agua potable, el enemigo al que más temía de momento, la sed, le asaltó al final de la tarde debido al pesado calor y el salitre.

Las manos, completamente despellejadas, le ardían con un dolor sordo, latente e insoportable, y se veía obligado a lanzar un gemido cada vez que necesitaba coger algo o afianzarse a las rocas.

Vio al sol descender sobre el horizonte, justo frente a él y aguardó pacientemente a que se ocultara por completo ensuciando de rojo un cielo tachonado de nubes altas e increíblemente largas.

Era un hermoso espectáculo en verdad, pero João Bautista de Gamboa y Costa no se encontraba en situación de apreciarlo, y tan sólo rogaba para que durase lo menos posible y las tinieblas se abatiesen con rapidez sobre la isla.

Ya a oscuras, vadeó de nuevo la costa, siguiendo el camino a la inversa, y cuando puso el pie en tierra firme, se tumbó en la arena y aguardó muy quieto y con el hacha aferrada todo lo firmemente que le permitía su agarrotada mano, atento al más mínimo movimiento que se detectara en la isla.

Casi media hora después avanzó arrastrándose, centímetro a centímetro, consciente de que su vida dependía de su paciencia y de que el tiempo era lo único que tenía a su favor en la lucha que había emprendido.

Un rabihorcado aleteó a unos metros de distancia, y se aplastó contra el suelo, aterrorizado. Cuando el corazón dejó de latir queriendo escapar de su pecho, gateó hasta el ave, la apartó con suavidad, y se apoderó del único huevo que incubaba. Lo cascó contra una pequeña piedra, y se lo bebió con ansia. Buscó luego otros nidos y otros huevos, y fue consumiendo glotonamente todos aquellos que no contenían un embrión de polluelo.

Sus ojos se habían habituado ya a la oscuridad, lo que le permitía distinguir los contornos a cinco o seis metros de distancia, y eso hizo que media hora más tarde diera al fin con lo que venía buscando: un grupo de rocas que conformaban en su centro una diminuta hondonada que contenía un agua limpia y fresca que le supo a gloria.

Durmió allí mismo un par de horas, debió de nuevo, llenó la calabaza y continuó su incursión sin alejarse nunca de la costa, hasta tropezar con el tronco de un grueso cactus, a cuyo pie descubrió a una pacífica iguana de tierra que no hizo gesto alguno al verle y se dejó atrapar sin oponer resistencia.

Hubiera preferido retorcerle el cuello en silencio, pero ni siquiera tenía fuerzas suficientes para ello y optó por aplastarle la cabeza con el hacha de piedra.

La devoró despacio, cruda y casi palpitante, venciendo su repugnancia y permitiendo que la sangre le chorreara por el rostro y el cuello, pues tenía la plena seguridad de que si no recuperaba sus maltrechas fuerzas, jamás podría enfrentarse a su enemigo.

El alba le sorprendió ya de vuelta al refugio, donde aprovechó, media mañana, el descenso de la marea para dormir a gusto por primera vez en cuarenta y ocho horas.

Al octavo día, Oberlus comenzó a irritarse.

Había registrado la isla palmo a palmo, sin olvidar una sola cueva, ni el más diminuto bosquecillo de cactus, barranco o recoveco, y no sólo no había encontrado al fugitivo, sino que ni siquiera había descubierto una simple huella de su paso.

Cada dos días se veía en la necesidad de liberar temporalmente al resto de los cautivos cuyo estado físico y mental se deterioraba a ojos vista, sucios, demacrados y atemorizados, y anhelaba regresar a la rutina de su vida diaria, tumbado en la cumbre del acantilado, vigilando su reino, leyendo durante largas horas y disfrutando del hermoso cuerpo de su prisionera.

Se le ocurrió la posibilidad de que el portugués se hubiera suicidado, pero la idea se le antojó improbable, puesto que para eso no se hubiera esforzado tanto en romper sus cadenas. Tampoco resultaba lógico que se hubiera dejado arrastrar al mar aferrado a un madero, pues como piloto, tenía que conocer la existencia de la corriente que atravesaba el archipiélago. Confiarse a ella constituía otra forma de suicidio, más lenta y desesperante, y por lo que intuía de Gamboa, no debía de ser ése su modo de hacer las cosas.

Continuaba allí, oculto y acechante, aguardando a que se cansara de buscarle y se confiara, para iniciar entonces el juego en sentido contrario, y convertirse, de cazado, en cazador.

Revisados ya todos los escondites naturales que ofrecía el islote, no quedaba, a su modo de ver, más posibilidad que la de que se hubiera enterrado en la arena de la playa o los bancales de tierra cultivable que habían ido acumulando con paciencia en pequeñas depresiones. Rastreó por lo tanto las playas, clavando a fondo en la arena su largo arpón cada medio metro, y asaeteó luego de igual modo los bancales, destrozando los cultivos de lechugas, tomates, tabaco o patatas, pero el porfiado piloto continuaba sin aparecer.

La irritación dejó paso a la frustración y la ira, y esta última a un creciente temor, puesto que en cualquier momento un navío podrá hacer su aparición en el horizonte y tener la mala idea de fondear en la ensenada.

Las consecuencias de esa frustración y esa ira, las pagaba en buena lógica
Niña Carmen
, que, pese al estoicismo con que había soportado hasta el presente los malos tratos, una noche lo empujó fuera de la cama por medio de un violento y sorprendente empujón, impropio de una mujer de su constitución física.

Se enfrento a él con los ojos relampagueantes:

—¡Ya está bien! —gritó fuera de sí y desmelenada—. ¿Quién te has creído que soy…? ¿Un perro…?

Oberlus se irguió del suelo en cierto modo desconcertado, porque en ese exacto momento no había ido particularmente duro con ella, pareció que no iba a reaccionar, pero, de improviso, dio un salto adelante y le descargó un violento puñetazo en el rostro que la tumbó de espaldas.

Cuando Carmen de Ibarra recobró el conocimiento, se encontró tumbada boca abajo, amarrada a la cama con los brazos piernas en cruz, y el intenso dolor que sentía le hizo comprender que la estaba sodomizando, tratando de hacerle el mayor daño posible.

—¡Por favor…! —suplicó vencida—. ¡Por favor…!

Pero Oberlus continuó hasta derramarse en ella para quedar tumbado sobre su espalda mordiéndole el cuello.

Al rato, cuando recuperó el aliento, le murmuró al oído:

—¿Has dicho… «por favor»…?

Ella asintió en silencio.

—Eso me gusta… —admitió él—. Ya es hora de que te decidas a hablar y pedirme las cosas como a una persona… ¿O es que no te habías dado cuenta de que soy una persona…?

—No te comportas como una persona.

—Porque nadie me ha tratado nunca como si lo fuera…

Salió de ella y se sentó en la cama, comenzando a desatarla con parsimonia. Por último la obligó a volverse, colocándola boca arriba, y le aferró con firmeza el rostro por la barbilla:

—¡Mírame…! —ordenó—. ¿Te parezco en verdad un ser humano; una persona…? —ante la muda y aterrorizada afirmación, rió divertido—. El más espantoso de todos ¿no es cierto…? Pero persona al fin… —chasqueó la lengua—. Tan sólo existe algo en este mundo que infunda más miedo que mi rostro —hizo una pausa—. Yo mismo… —acudió a la mesa y bebió con avidez, directamente, del gollete de la garrafa de ron—. Me he convertido en algo aún peor que mi propia cara, lo que ya es decir mucho, ¿no te parece…? —inquirió al concluir de beber.

Ella, que le miraba con fijeza, se atrevió a preguntar:

—¿Siempre fuiste así…?

Oberlus se volvió sorprendido, dejando a un lado la garrafa:

—¿Así cómo…? —quiso saber—. ¿Así de feo, o así de violento…?— se encogió de hombros—. Bueno… Creo que ambas cosas van unidas… Sí… —admitió—. Desde que yo recuerdo, siempre he sido así… Nací como uno de esos fetos que los médicos conservan en frascos de alcohol, con la única diferencia de que yo tuve la mala ocurrencia de continuar respirando… Y mi madre… ¡fanática católica debía de ser la maldita para no consentir que me enviaran de regreso al infierno en ese mismo instante!, se emperró por lo visto en amamantarme hasta que no pudo más y echo a correr.

Niña Carmen
no hizo comentario alguno, limitándose a erguirse hasta quedar sentada en la cama, mientras él buscaba acomodo en el ancho sillón en que acostumbraba a leer, al tiempo que encendía su renegrida cachimba.

La miró de reojo:

—No te atreves a preguntar lo que se siente al haber nacido así, ¿verdad…? —añadió al rato—. Temes que me ofenda y me enfurezca… No… —negó—. Son muchos años llevando esta cara a todas partes… ¡Demasiados años…! Ya nada me ofende. Ahora soy yo quien ofende a lo demás, y eso me gusta.

—Disfrutas con ello, ¿no es cierto?

—Desde luego… —admitió—. Me agrada saber que inspiro terror, pero no por feo, sino porque en verdad lo que hago aterroriza… —hizo una pausa—. Siempre se ha dicho que es preferible inspirar odio a inspirar lástima, y lo cierto es que, jamás, ni siquiera lástima sintió nadie por mí… Sólo asco… —lanzó una nube de humo hacia ella—. También a ti te doy asco, ¿no es cierto?

Carmen de Ibarra —el mundo se había olvidado ya de ella y de que un día la llamaron
Niña Carmen
— negó segura de sí misma.

—Ahora ya no.

Oberlus la observó con mayor atención, como si quisiera leer en el fondo de aquellos ojos misteriosamente inquietantes, fue a insistir en el tema, pero de improviso pareció cambiar de idea y le imprimió un nuevo giro a la conversación:

—¿Quién era…? —quiso saber—. El que mate aquella noche en la playa.

—Diego Ojeda, heredero de una de las mayores fortunas de Quito.

—Eso no me importa… —replicó con sequedad—. Quiero saber quién era para ti… ¿Estabais casados?

—No. No lo estábamos. Y aquélla tenía que ser nuestra primera noche juntos.

—¿Le amabas?

—Sí.

—¿Aún le amas?

—Está muerto.

—Dicen que se puede amar a los muertos.

—Únicamente los seres humanos podemos amar a los muertos, y ése es uno de los principales errores de nuestra especie… —replicó ella con calma—. Yo me he pasado la vida amando a hombres muertos, pero he descubierto que estaba equivocada. Equivocada en todo.

La
Iguana Oberlus
no preguntó qué había querido decir con ese «todo», y probablemente ella tampoco hubiera sabido explicarlo por más que se lo propusiera, porque el cúmulo de sentimientos que Carmen de Ibarra había experimentado desde que se encontraba en aquella cueva, la confundían como nada la había confundido en la vida anteriormente.

La sumisión con que se propuso aceptar su horrendo destino, y que consideró un a modo de expiación por sus anteriores culpas y por la insensatez de unos caprichos que no habían acarreado más que desgracia a los seres queridos, había ido dan paso, de forma para ella inexplicable, a una, cada vez más inquietante, sensación de bienestar. Se sentía feliz pagando por el mal que había causado, al igual que era feliz el penitente que cargaba una pesada cruz en las procesiones de Semana Santa, o el monje que se laceraba cada amanecer con un cilicio.

Pero eso era mentira, y lo sabía.

Desconcertada, iba descubriendo que en lo más íntimo de su ser no se sentía feliz por estar cancelando una deuda a base de soportar resignadamente las más inconcebibles vejaciones, sino que tal felicidad emanaba de las vejaciones en sí mismas, y de la mansedumbre con que le agradaba sufrirlas.

Aunque le doliera, tenía que confesarse a sí misma que no le espantaba ya la llegada de su violador y su verdugo, sino que vivía anhelándola, al igual que anhelaba sus malos tratos y las humillaciones a que la sometía, y que si en un momento determinado se había rebelado contra él, era porque abrigaba la absoluta certeza de que tal rebelión provocaría una nueva reacción de violencia aún más virulenta.

Así había ocurrido, en efecto, y al despertar de la brutal agresión, se había encontrado tan aberrantemente ofendida, que se había sentido tan feliz como nunca lo hubiera sido antes, pese a que aquel pene gigantesco la rasgase por dentro, y al fin no hubiera tenido más remedio que implorar clemencia.

Pero incluso en aquel sumiso suplicar que no continuara atormentándola, había encontrado un especial placer, por el simple hecho de que, como era de esperar, su monstruoso dueño no la había escuchado.

El sol estaba en su cenit, la marea en su punto más bajo, y el portugués Gamboa, João Bautista de Gamboa y Costa, dormitaba en su escondite, a la sombra, dejando pasar aquéllas, las más pesadas horas de calor del mediodía.

Pero de improviso abrió los ojos como si un sexto sentido le avisara, o le hubiera asaltado un súbito presentimiento. Extendió la mano hasta sentir la tranquilizadora presencia del mango del hacha, y quedó luego muy quieto, escuchando, tensos los músculos, listo a saltar a la menor señal de peligro.

A los pocos instantes lo descubrió. Hizo entrada en su campo de visión a menos de veinte metros de distancia, vadeando con el agua al pecho y escudriñando, con aquellos ojos de un azul casi traslúcido, cada gruta y cada cavidad de las rocas.

Comprendió que había llegado el momento, y que no cabía la posibilidad de esconderse por más tiempo. Rodó fuera de su refugio, se puso en pie, muy erguido sobre sus abiertas piernas y blandió el arma, amenazante:

—¡Aquí estoy, maldito hijo de puta…! —aulló—. ¡Ven a por mí…!

La Iguana Oberlus
se detuvo, le observó unos instantes, y pareció estudiar el terreno, buscando el lugar más apropiado para el enfrentamiento que iba a tener lugar. Por último, tomó una decisión y se encaminó directamente hacia él.

Las irregularidades del fondo le hacían tropezar, dificultándole la labor de mantener el equilibrio, pero ya con el agua a la cintura alcanzó la arena de una diminuta playa que se extendía casi hasta los pies del portugués, y se detuvo.

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