Si el piloto de la nave sabía o suponía que se encontraba en las inmediaciones del archipiélago de Las Galápagos, corriendo por tanto el consiguiente riesgo de estrellarse contra una de sus islas, lo lógico era que le tranquilizase la presencia de un barco que marchase ante él, en su misma ruta, y optase por seguir sus luces de situación pues mientras brillasen significaba que no corrían peligro.
Cuando quisiera darse cuenta de que se trataba de una trampa, sería demasiado tarde y se encontraría embarrancado en la playa o hundido por un arrecife cerca de la costa.
Sin embargo, o bien el capitán de aquella nave conocía el truco de los piratas gallegos, o estaba muy seguro de cuál debía ser su rumbo, pues no pareció prestar atención a las luces de Oberlus, y se alejó hacia el sur, imperturbable, dejando la punta del acantilado a muchas millas de distancia por su banda de babor.
Cerca ya del amanecer, decepcionado, furioso y muerto de sueño y cansancio, la Iguana Oberlus abandonó su carga, apagó los faroles, y se retiró a su cueva, maldiciendo al viejo capitán y sus absurdas historias.
Pese a ello, en el fondo estaba convencido de que el sistema tenía que ser válido, y no tenía por qué culpar al marino por un primer fracaso.
Era cuestión de tiempo y paciencia.
Y él disponía de ambas cosas.
Esa paciencia dio como resultado que, al cuarto intento, un viejo carguero portugués que había zarpado dos meses antes de Río de Janeiro con destino a las colonias de China, se abriera como una naranja al clavar su proa contra los bajíos del sudeste, anegándose en cuestión de minutos.
Sólo cinco de sus tripulantes sabían nadar y alcanzaron a duras penas la costa. Oberlus golpeó a los tres primeros, dejándolos inconscientes, y acuchilló allí mismo a los dos restantes, impidiéndoles poner pie en tierra. Cinco nuevos cautivos se le antojaron demasiados para una sola «hornada» y carecía de grilletes con los que encadenarlos. Tres constituían un número perfecto que se sentía capaz de manejar sin problemas.
A media mañana, y aunque las mareas nunca eran demasiado acusadas en la isla, la pleamar liberó al Río Branco de su trampa de rocas, y las olas y la fuerte corriente lo arrojaron, escorado, contra la costa, donde quedó escurriendo agua por la enorme brecha de la amura de proa.
La Iguana Oberlus
nunca había poseído tantas cosas. De pronto, y gracias a su ingenio, era un hombre rico.
Víveres, libros, muebles, ropas, dinero, cartas marinas, platos, cacerolas, cubiertos, armas e incluso dos pequeños cañones, que exigieron días más tarde toda una semana de duro esfuerzo por parte de sus cinco cautivos a los que obligó a acarrearlos hasta la parte más alta del islote.
Los emplazó allí, perfectamente protegidos y camuflados, apuntando hacia la entrada de la ensenada, y se sintió orgulloso. Dos cañones significaban fortificar su «reino» y le brindaban la oportunidad de dominar aún más a sus hombres, y alejar de sus costas a visitantes inoportunos.
Hood, refugio antaño de aves marinas, comenzaba a convertirse en un lugar importante que el mundo aprendería a temer y respetar.
Comprobó la potencia de su minúscula batería privada, y le divirtió advertir el pánico que las explosiones provocaban en la colonia de rabihorcados, albatros, alcatraces y piqueros, que alzaron de inmediato el vuelo, horrorizados, cubriendo el cielo con sus graznidos y cagadas. Era algo grande convertirse en dueño de tantas riquezas —dos cañones y cinco hombres— y sentarse allí a vigilar, con ayuda del catalejo, a sus cautivos.
De los recién llegados, dos, Souza y Ferreira, parecieron resignarse desde el primer momento a su destino, considerándolo una aventura transitoria, pero el tercero, un piloto llamado Gamboa, de gesto altivo y blanco cabello pese a no haber superado aún la cuarentena, se mostró de inmediato resabiado y silencioso, y había algo en su forma de mirar y aceptar las órdenes, que hizo comprender a Oberlus que pronto le daría motivos para tener que «castigarle». Pese a su seguridad, prefirió aguardar a que fuera el propio portugués el que le proporcionara motivos válidos para hacer justicia, pues deseaba que sus hombres le temieran, pero sabía, por su experiencia a bordo de muchos barcos, que tal temor debía basarse siempre en el convencimiento de que los castigos no eran nunca arbitrarios.
En su «reino», el que respetara su ley estaba a salvo aunque no estuviera de acuerdo con dicha ley. Él, Oberlus, ordenaba, y los demás obedecían.
En el fondo, estaba imponiendo una política tan antigua como la más antigua de las dictaduras regida por un cerebro medianamente lúcido que aspirase a perpetuarse en el poder, porque los caprichos y la anarquía no conducían más que al desconcierto, la desesperación y la rebeldía.
El día que Gamboa le ofreciera una oportunidad de caer sobre él, Oberlus la aprovecharía sin reparo, infringiéndole un castigo ejemplar, pero, por el momento, se limitó a dejarle actuar, vigilándole muy de cerca y aguardando, paciente, a que se decidiera a cometer un error.
Con motivo de la ampliación del número de sus súbditos, elevó a Sebastián Mendoza a la categoría de hombre de confianza y capataz, y pese a que continuaba desconfiando de él y sus marrullerías, le autorizó a recorrer la isla libremente para supervisar las tareas de los otros, aunque sin permitirle nunca detenerse demasiado tiempo junto a ninguno de ellos.
Le constaba que el mestizo le odiaba a muerte por haberle amputado los dedos, pero sabía, también, de igual modo, que le temía más que nadie en la isla, y se preocuparía de que todo funcionase como su amo ordenaba.
—De ahora en adelante la responsabilidad es tuya… —le advirtió—. Y si pretendes conservar los dedos que te quedan, te aconsejo que mantengas los ojos bien abiertos… Ya no tienes que trabajar, te daré una garrafa de ron a la semana y algunos víveres, pero tendrás que mantenerme informado si alguno remolonea, se rebela, o no atiende a razones…
Consiguió de ese modo dividir a sus cautivos.
De un lado se encontraba Mendoza, y con él su perro fiel, el incondicional noruego, que le obedecía ciegamente, y del otro los portugueses, divididos a su vez entre la latente rebeldía de Gamboa, y el callado sometimiento de Souza y Ferreira.
Podría incluso llegar a pensarse que, para estos dos últimos, el cautiverio no constituía una carga demasiado pesada, ya que no se diferenciaba en mucho a la vida que llevaban a bordo del barco, siempre a las órdenes de un capitán borrachín y autoritario, mal pagados y peor alimentados. Embarcados para sobrevivir de algún modo, expuestos siempre en alta mar a mil peligros, dadas las pésimas condiciones de mantenimiento de la vieja carraca, probablemente se limitaron a considerar que habían cambiado su cárcel flotante por otra más firme y segura, a la espera, como siempre, de la improbable llegada de tiempos más venturosos.
Contentos se daban por el momento con haber salvado el pellejo, convirtiéndose en los únicos supervivientes de una tripulación de treinta y seis hombres, y si todo cuanto se les exigía era trabajar y obedecer, eso era algo a lo que estaban bien acostumbrados. Por tal motivo, cuando Gamboa, que a menudo había abusado de ellos siendo su piloto, trató de aproximárseles incitándoles a amotinarse y jugarse la vida enfrentándose al monstruo, se limitaron a hacerse los sordos, eligiendo mantenerse al margen del problema.
Gamboa —João Bautista de Gamboa y Costa— descubrió pronto, por tanto, que se encontraba solo en sus ansias de libertad y lucha, y comprendió pronto, también, que su captor le vigilaba con especial atención, pendiente de sus actos. Pero Gamboa era hombre acostumbrado a mandar y no a obedecer, no había nacido para esclavo, y era el único, además, que sabía a ciencia cierta que Oberlus le había engañado con sus juegos de luces, precipitándole contra la costa.
Se encontraba de guardia en el puente del Río Branco aquella noche, y había decidido por su cuenta y sin consultar al capitán, seguir el rumbo de aquella nave desconocida que marchaba ante su proa en la distancia. Fruto de su ingenuidad y su iniciativa, era que, a aquellas horas, el capitán y casi todos sus compañeros de navegación se encontraban en el fondo del Pacífico, del navío que le habían confiado no quedaban más que un montón de astillas, y él, João Bautista de Gamboa y Costa, se había convertido en siervo de quien le había burlado de aquel modo.
No era, por tanto, un lógico deseo de libertad lo que le animaba únicamente en su necesidad de rebelarse, sino, sobre todo, una desesperada ansia de venganza.
En menos de veinticuatro horas,
la Iguana Oberlus
se había convertido para Gamboa en una obsesión exasperante; la representación de todo lo odioso y despreciable de este mundo: una alimaña a la que tenía que aniquilar aun a costa de su propia vida.
Sus posibilidades de triunfo eran pocas, y de eso estaba seguro, pero, armándose de paciencia, confiaba en encontrar el punto débil de su captor. Al fin y al cabo, y pese a su apariencia, su enemigo no era más que un ser humano como otro cualquiera, y los seres humanos solían cometer siempre, pronto o tarde, algún tipo de error.
Ese día, él, João Bautista de Gamboa y Costa, estaría esperando.
Niña Carmen
era hija de don Álvaro de Ibarra, y había nacido en la ciudad de Quito, antigua capital de la Provincia Norte del Imperio Incaico, en la que se decía que había nacido, también, fruto de los amores del emperador Huayna Capac con una nativa, el Príncipe Atahualpa, que más tarde le disputaría el trono a su hermano mayor, Huascar.
Huascar moriría a manos de Atahualpa, éste en el patíbulo de Pizarro, Pizarro bajo los puñales asesinos de los partidarios de su antiguo amigo Almagro, y Almagro había sido a su vez ajusticiado previamente por el propio Pizarro.
Se diría que aquella larga cadena de sangre, muertes y violencia, había marcado de un modo trágico a la ciudad de Quito y a la familia Ibarra, ya que el hermano mayor de
Niña Carmen
, Alejandro, había caído con el corazón atravesado de una cuchillada, en un estúpido duelo, y su tío Juan a manos de unos salteadores.
Y es que se aseguraba que, por parte de su abuela materna Carmen de Ibarra —
Niña Carmen
para los conocidos— llevaba en sus venas algo más que algunas gotas de sangre de la estirpe de Atahualpa, y una rama de los Ibarra estuvieron también emparentados con otra rama de los Pizarro.
El resultado de semejante mezcla de razas, había sido una muchacha no demasiado alta, pero de marcada y provocativa silueta, rostro alargado, nariz levemente aguileña y boca sensual y prometedora. Una mata de espeso cabello negrísimo le caía, liso, hasta casi la cintura, ocultándole a menudo la mitad del rostro; un rostro en el que brillaban dos ojos enormes, oscuros y enigmáticos, cuya forma de mirar estaba considerada como la más subyugante y misteriosa de la ciudad.
En conjunto, nadie se habría atrevido a clasificar a
Niña Carmen
como clásica belleza criolla, pero resultaba evidente que no existía en Quito, ni en todo lo que había sido en su tiempo Reino del Norte, una muchacha a la que pretendieran más hombres, ni que despertase, con su sola presencia, pasiones más ardientes.
Por todo ello, y como cabía esperar, a los dieciocho años Carmen de Ibarra eligió entre sus múltiples admiradores y decidió casarse con Rodrigo de San Antonio, el más guapo, arrogante, simpático, generoso, noble e inteligente de los ricos herederos de la región, cuyo padre poseía vastas haciendas en Ambato, Loja y Zamora.
La boda, fastuosa, atrajo a todo el que «era alguien» de Lima a Cartagena de Indias, y la pareja se estableció en San Agustín, una hermosa hacienda-palacio al pie del volcán Cotopaxi, a una jornada a caballo de la capital.
El lugar parecía elegido por los dioses para que disfrutaran de todo cuanto esos mismos dioses habían desparramado sobre la tierra para hacerles la vida más dichosa, y allí encerrados, sin mostrarse apenas, enamorados hasta un extremo casi enfermizo, vivían el uno para el otro en una suerte de mutua posesión obsesiva, convertidos en un ser único y perfecto que se alimentaba de sí mismo en una especie de maquiavélico rito de antropofagia amorosa.
Pero un día, justamente la mañana en que cumplía veintiún años,
Niña Carmen
descubrió que necesitaba sentirse libre, ser sólo ella misma, escapar de aquel círculo que había contribuido a crear, y demostrarse —o demostrar al mundo— que no había pasado a convertirse en propiedad privada de su esposo pese a que Rodrigo de San Antonio hubiera pasado a convertirse en su propiedad privada.
Lo meditó durante dos días y dos noches en las que una ronca voz parecía aconsejarle, decidió que le apetecía hacer el amor con su primo Roberto, del que siempre supo que estaba profundamente enamorado de ella pero al que nunca había hecho el menor caso, se fue a buscarle y se acostó con él.
Repitió la aventura cinco o seis veces en dos semanas, dejó pasar un mes y se lo contó a Rodrigo.
En un principio el pobre muchacho se negó a creerla. Al fin, ante su insistencia y el lujo de detalles, se rindió, abrumado, a la realidad, y trató, estupefacto, de comprender los motivos.
—Me apeteció —fue la respuesta.
—Pero ¿por qué…? —insistió angustiado—. ¿Es que ya no me amas? ¿Es que no he sabido hacerte feliz…?
—Sí… —admitió Carmen de Ibarra con naturalidad—. Te quiero más que a nada en este mundo, continúo enamorada de ti, y me haces muy feliz en todo… Pero quise hacerlo, y lo hice.
—¿Así sin más…?
—Así sin más… —admitió—. Me sentía demasiado ligada a ti demasiado prisionera de nuestro amor, y necesitaba saber lo que significaba ser libre… —Hizo una pausa—. De pronto, descubrí que te pertenecía incluso en mis más secretos pensamientos, y habías invadido mi intimidad, aposentándote en ella como amo absoluto… —Apartó los visillos y contempló a través del amplio ventanal la cumbre del hermoso volcán eternamente nevado. Sin mirarle, añadió—: Y decidí demostrarme a mí misma que podía expulsarte cuando quisiera…
—Pero yo no hice eso a la fuerza… —protestó Rodrigo de San Antonio—. Y a cambio de ello consentí en que tú fueras también dueña absoluta de mí, mis secretos y mi intimidad…
—Saber que estoy en ti, no me compensa por el hecho de saber que estás en mí… —argumentó
Niña Carmen
con tranquilidad—. Es mi libertad la que me inquieta, no la tuya.