—¡Atrás todos…! —ordenó—. Levantad las piedras si es preciso, pero ese tipo tiene que aparecer… No puede haberse ido nadando.
Regresaron de igual modo, duplicando ahora su atención, lo que les permitió descubrir los dos cañones y la gran cueva de la cañada oeste en la que se amontonaban mercancías provenientes del
Madeleine
y el
Río Branco
. También encontraron la gruta que había servido de tumba a Dominique Lassá, algunos restos del piloto Gamboa, y, colgada de una rama, la campana que había pertenecido a la naufragada fragata francesa.
El capitán Lazemby, que había bajado a tierra y aguardaba sentado sobre una silla de tijera a la sombra de un cactus, observó, estupefacto, a su primer oficial:
—¿Cómo que no está…? —inquirió incrédulo—. ¿Qué quiere decir con eso de que no está…? Yo lo he visto… usted lo ha visto… ¡Toda la tripulación lo ha visto, y vio cómo asesinaba a un pobre hombre desarmado, disparándole por la espalda…! ¿Es que nos hemos vuelto locos…?
—No, señor… —masculló el pobre oficial atragantándose—. No nos hemos vuelto locos, pero no aparece…
—¡Pues búsquelo, por todos los demonios! —aulló Lazemby—. No voy a permitir que nadie cometa un asesinato en mi presencia y permanezca impune… —hizo una pausa—. Y por lo que parece, no debe de ser ése su único crimen… Dos cadáveres, huellas de gente, restos de naufragios… —se puso en pie fuera de sí—. Quiero saber qué diablos ha ocurrido en esta maldita isla… ¡Andando! ¡A buscar!
Excepto los cocineros, hasta el último hombre del
Adventurer
tuvo que desembarcar y contribuir a la búsqueda. Las lanchas circunnavegaron la isla, los mejores nadadores bucearon para intentar rescatar el cuerpo de Mendoza, y los artilleros volaron con pólvora aquellas rocas que pudieran ocultar la entrada a una cueva, pero no hubo forma humana de dar con el rastro del fugitivo, pese a que el capitán Lazemby juró y perjuró que nadie probaría bocado ni bebería un sorbo de agua hasta que se lo entregaran vivo o muerto.
Apenas hubo disparado sobre el chileno y le vio precipitarse al mar,
la Iguana Oberlus
corrió a reunir a los restantes cautivos, los condujo por escondidos vericuetos hasta la cumbre de la isla, y los obligó a descender a la cueva del acantilado, pese a que existía el riesgo de que se precipitaran al abismo al encontrarse con los pies encadenados.
Cuando los tuvo a salvo, atados y amordazados, trepó de nuevo y borró a conciencia las huellas que conducían al punto por el que se descendía a su refugio. Disimuló con piedras e incluso con nidos los peldaños tallados en la roca, y cerró luego a cal y canto la angosta entrada que conducía a la cueva, concluyendo su tarea cuando se escuchaban ya las voces de los marinos que alcanzaban la cima, a diez metros sobre su cabeza.
A la difusa luz que penetraba a través de las oquedades de las paredes, tomó asiento en su sillón, encendió su cachimba, y se dispuso a esperar con los ojos fijos en
Niña Carmen
, que aparecía sentada en la cama, muda e impasible, con las manos suavemente colocadas sobre su abultado vientre.
Al fin, tras un pesado silencio que casi llegó a hacerse angustioso, ella señaló hacia lo alto e inquirió:
—¿Quiénes son…?
—Ingleses… Un buque de guerra inglés… Últimamente están en todas partes…
—¿Muchos…?
—Calculo que unos cien… Pero no nos encontrarán.
—Los ingleses son porfiados.
Oberlus se encogió de hombros y con un ademán señaló a su alrededor:
—Podemos sobrevivir seis meses aquí… —indicó a sus espaldas—. Y si nos descubrieran, por ese hueco no podrían entrar más que de uno en uno… No tengas miedo.
Niña Carmen
no hizo comentario alguno, porque jamás se le había pasado por la mente tener miedo a los ingleses. Todo su miedo se concentraba en el hecho de que, dentro de dos meses, tendría que dar a luz a un hijo en el interior de aquella gruta sin más ayuda que la que le pudiera prestar la bestia humana que se sentaba frente a ella.
Hacía ya mucho tiempo que no salía de la cueva, no sólo por el hecho de que apenas cabía ya por la entrada, sino, sobre todo, porque no se encontraba con ánimos para trepar por la pared del acantilado, y permanecía por lo tanto allí, como una abeja reina encerrada en su colmena, aguardando a que la criatura que ya pateaba con fuerza en su interior, se decidiera a salir.
Disponía de largas horas por tanto para reflexionar en torno a sí misma y a su hijo, preguntándose una y mil veces si, como quería creer, nacería normal o por el contrario se parecería a su padre.
Se sorprendía a sí misma a veces observando con atención el rostro de
la Iguana Oberlus
, tratando de averiguar si su espantosa deformidad se debía tan sólo a un simple problema de gestación, o se trataba más bien de una tara hereditaria que el niño recibiría también.
Amaba aquel niño.
Aun siendo hijo de quien era y sintiéndose angustiada por el hecho de que pudiera nacer contrahecho y repelente, lo amaba con una dulce ternura de la que ella misma era la primera en sorprenderse.
Se preguntaba también, a menudo, qué habría sido de su vida —y la de tantos otros— si Rodrigo hubiera sido capaz de hacerle engendrar un hijo durante aquellos maravillosos años del Cotopaxi. Tal vez un niño hubiera calmado sus ansias de libertad —de cautiverio— y al sentirse atada a él, sus inquietudes y fantasías nunca hubieran hecho crisis. Sería entonces en aquellos momentos una feliz madre de familia que tal vez estuviera aguardando un nuevo parto sentada frente a la cristalera que se abría al volcán en el hermoso y acogedor salón de la hacienda.
—¿Cuánto tiempo había pasado?
Ocho años, no más, y, sin embargo, a menudo se le antojaba que habían sido mil, tan repleta estaba su mente de recuerdos prodigiosos. Ocho años de amarguras y desgracias que ella misma se había complacido en derramar sobre su propia cabeza; ocho años de huir desesperadamente de la felicidad que una y otra vez se le ofrecía, para ir a arrojarse en brazos del mal en las más abominables de sus formas.
Y ahora estaba allí, sentada en una vieja cama, en el centro de una inmensa gruta, contemplando a tres encadenados tumbados en el piso, dos de los cuales se habían orinado ya en los pantalones, y observando a un engendro que fumaba mientras se sumergía en la lectura de un cien veces leído ejemplar de
La Odisea
.
Como si presintiera que le estaba mirando, Oberlus alzó el rostro y la miró a su vez.
Permanecieron así un largo rato, en silencio, hasta que él indicó con la cabeza su abultado vientre:
—¿Sigue moviéndose…? —inquirió.
—A ratos.
—¿Cuándo nacerá…?
—No lo sé. En esta isla y esta cueva se pierde incluso la noción del tiempo… Tal vez falten dos meses… —hizo una pausa—. Tampoco tengo demasiado interés en que nazca… —añadió—. Mientras continúe en mi interior conservo la esperanza de que sea un niño normal… Un hermoso niño.
—¿Tan pronto has perdido la fe…? Al principio estabas convencida de que lo sería.
No obtuvo respuesta, y al rato, al advertir cómo se acariciaba el vientre, Oberlus inquirió de nuevo:
—¿Serías capaz de conservarlo aun siendo un monstruo…?
Ella le miró a los ojos y fue sincera al negar:
—No lo sé… —admitió—. Cada día me lo pregunto, y aun no tengo respuesta…
—Yo sí que la tengo… —señaló él—. Harías lo mismo que hizo mi madre: amamantarle hasta que pudiera valerse por sí mismo, y abandonarle luego, asqueada… No te imagino paseando con un pequeño monstruo cogido de la mano…
—Sería mi hijo…
—No… —puntualizó Oberlus—. Sería «mi hijo»… Al verle, tan horrendo, echarías sobre mí todas las culpas de haberle traído al mundo, ya que fui yo quien te forzó… Se te olvidaría lo mucho que has disfrutado a veces, y que quizá fue en una de esas ocasiones cuando lo concebiste… —cerró el libro y lo dejó sobre la mesa—. Te lo dije y te lo repito para que no haya lugar a dudas: si se parece a mí, lo mejor para él y para todos será tirarlo al mar…
Niña Carmen
fue a decir algo, pero una brusca patada de la criatura le obligó a contraer e; rostro en un leve gesto de dolor. Se frotó el punto maltratado y sonrió levemente:
—Es fuerte… —dijo—. De eso no hay duda…
—Debe de ser chico… —rió Oberlus con aquella risa suya, tan espantosa, en la que siempre mostraba los carcomidos dientes—. ¿Imaginas que, además de parecerse a mí, naciera niña…?
Ella le fulminó con una severa mirada.
—No le veo la gracia… —señaló.
—Pues a mí me parece que la tiene… —argumentó él—. Piensa en una mujer que sacara tus piernas, tu cintura; ese pecho erecto y ese culo increíble y a la que, sobre todo eso, le colocaran una cara como la mía… ¡Resultaría glorioso…!
Carmen de Ibarra le contempló asqueada, con la misma mirada con la que se pudiera observar a un sapo o una serpiente que de improviso hubieran comenzado a hablar.
—¿No hay nada, divino o humano, que tú respetes…? —quiso saber—. ¿Ni siquiera a tu propio hijo…?
—Ni siquiera eso… —admitió Oberlus——. Cuando me declaré en rebeldía, lo hice contra todo y contra todos… Dios y mis hijos incluidos… —le apuntó con el dedo—. Pero te prometo que, si se parece a mí, le respetaré… Lo mataré en el acto, pero ofreciéndole, eso sí, todos mis respetos…
Ella se puso en pie y comenzó a pasear, despacio, de un lado a otro de la amplia cueva, sujetándose los riñones y avanzando con paso cansino y bamboleante. Sin mirarle, dijo:
—A veces tengo la impresión de que te llevarías un disgusto si el niño naciera normal… Te sentirías traicionado. No por mí, que es imposible, sino por él… En el fondo ansías que se sienta tan orgulloso de la fortaleza de su padre, que prefiera parecerse a él, aunque le cueste la vida en el momento de nacer…
—Estás loca…
—No… Sé muy bien que no lo estoy… Y sé también que en el fondo eres como todos… ególatra y pedante; orgulloso de tus propios defectos, aunque esos defectos hayan labrado tu desgracia… —se había recostado en la pared de piedra, fatigada, y respiraba con ansia, como si le faltara aire. Luego señaló a los tres cautivos, encadenados como fardos—. ¿Qué hubieras hecho de nacer como ésos? Uno tonto, y los otros dos sumisos a cuanto se les diga… ¡Míralos…! Los has convertido en pobres bestias con menos voluntad que un perro… ¿Hasta cuándo los vas a tener así…? No pueden ni moverse…
—Hasta que pase el peligro…
—Tú mismo has dicho que aquí no corremos peligro… Lo que estás haciendo con ellos es inhumano.
—Yo soy inhumano.
—Lo sé… —admitió
Niña Carmen
con naturalidad—. Y también sé que te sientes satisfecho de serlo, pero no es mi caso —hizo una pausa—. Tal vez tengamos que compartir esta cueva mucho tiempo… Si los dejas como están, pronto apestarán a diablos…
Durante dos largos días, la tripulación del
Adventurer
removió hasta la última piedra y el último matojo del islote de Hood, a la búsqueda de un hombre al que todos habían visto con sus propios ojos, pero al que —nunca mejor dicho— parecía haberse tragado la tierra.
Los cañones fueron lanzados por el acantilado, las mercancías y maderos, incendiados, los campos de cultivo arrasados, y los aljibes destruidos, con lo que no quedó rastro alguno de la labor de Oberlus y sus esclavos, pero, pese a ello, no hubo forma humana de que «aquella rata hediondq»… —según palabras del primer oficial Stanley Garret— saliera de su escondrijo…
Se había corrido la voz de que aquel asunto apestaba a piratería, y los dos hombres debían de ser supervivientes de algún navío que transportaba un gran tesoro, y la tripulación se mostraba ansiosa por encontrar al fugitivo, y obligarle a revelar su escondite con lo que todos serían ya ricos para siempre.
Sin embargo, el capitán Lazemby, al que en verdad tan sólo movía un sincero deseo de hacer justicia y no daba crédito alguno a historias de piratas y tesoros, llegó al convencimiento de que no podía permanecer fondeado por más tiempo frente a una roca pelada en un perdido archipiélago del Pacífico, y al tercer día ordenó levar anclas, decidido a poner en conocimiento de sus superiores, lo más pronto posible, todo lo ocurrido.
Tal vez el Almirantazgo tuviera a bien comunicárselo a las autoridades españolas y éstas enviaran uno de sus navíos a investigar, aunque el capitán Lazemby sabía por experiencia que, aun contando con la buena voluntad de todos, pasaría mucho tiempo antes de que nadie pudiera tomar cartas en el asunto.
—Nunca imaginé… —comentó esa noche en la cena del comedor de oficiales— que algún día llegara a ser testigo de un crimen y tuviera que dejarlo sin castigo…
—Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano, señor… —señaló el primer oficial Garret—. Nadie puede culparnos de desidia…
—No es cuestión de desidia o culpabilidades… —replicó secamente el capitán—. Es cuestión de ira… Ira e impotencia… Ver cómo aquel energúmeno corría, comprender que iba a matar y no poder hacer nada por evitarlo, me destrozó los nervios… —apretó el servilletero de plata con su enorme manzana, arrugándolo como si fuera de cartón—. ¡Cielos…! Jamás me he sentido tan frustrado… Cien hombres, cuarenta cañones, uno de los mejores buques de la armada, y no hemos podido acabar con esa sabandija… ¡Mayordomo…! —gruñó—. Sirve ron… Quiero emborracharme esta noche aun cuando vaya contra las ordenanzas. Y que nadie me despierte en dos días… ¡Es una orden…!
La orden se cumplió y el capitán Lazemby abrió de nuevo los ojos cuando se encontraba ya muy lejos, en mar abierto, poco antes de que
la Iguana Oberlus
se decidiera a abandonar su escondrijo y trepar hasta la cumbre del acantilado, a comprobar que no se distinguía ya rastro alguno del
Adventurer
.
Se cercioró, paciente, de que no habían dejado ningún destacamento en la isla, y la recorrió luego, muy despacio, advirtiendo, furioso, que su labor de años había sido destruida a conciencia.
No quedaba en pie ni un solo frutal, ni una acequia, ni un aljibe, e incluso la tierra de los bancales de cultivo había sido aventada a los cuatro puntos cardinales. También las herramientas de trabajo habían desaparecido, y todo aquello que podía arder se había convertido en un montón de cenizas.
Una vez más se habían ensañado con él y tendría que volver a partir de cero, pero le constaba que ahora las cosas se habían puesto aún más difíciles, porque pronto el
Adventurer
haría correr por los puertos del Pacífico la noticia de que en el islote de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, se ocultaba un hombre al que una tripulación había visto cometer un crimen.