Había acabado por saberlo y no estaba dispuesta a engañarse más a ese respecto. Le gustara o no, había nacido esclava, y debía aceptarlo con sumisión, aceptando al propio tiempo, que tan sólo se sentiría feliz junto a alguien que la dominara sacando a la luz, sin tapujos, aquellas aberrantes degradaciones que tanto había luchado por ocultarse a sí misma y ocultar a los demás.
Su cautiverio, desnuda y encadenada, sometida a un engendro humano en el corazón de una cueva de un islote perdido, constituían, sin duda, el punto más bajo a que se podía llegar en semejante degradación, pero, alcanzando ese fondo, se hallaba en condiciones de encontrar, algún día, una posición de equilibrio entre la autenticidad de sus instintos y una forma de existencia aparentemente normal.
El precio que estaba pagando por descubrir su camino no se le antojaba excesivo, teniendo en cuenta el que había pagado hasta entonces y el que había hecho pagar a los demás inútilmente. Pronto cumpliría veintisiete años y si conseguía abandonar aquella isla y librarse de su captor, le quedaba toda una vida por delante, y
Niña Carmen
sabría buscar al hombre que la dominara, aunque le constaba que no resultaría empresa fácil, ya que todos acababan enamorándose de ella. El inocente Rodrigo, el débil Roberto, el experimentado Germán de Arriaga, e incluso el equívoco conde de Rioseco, habían acabado desmoronándose, perdido su genio, como si se tratara tan sólo de desafiantes penes que entraban en ella, erectos y agresivos, para retirarse al poco, fláccidos y colgantes, sin vida y sin fuerza, convertidos en simples pedazos de carne desmayada.
—Estoy embarazada.
Le miró con asombro.
—¿Estás segura…?
—Completamente.
—¿Y es hijo mío…?
—¿De quién si no…? —Su tono era sarcástico—. Llevo meses aquí y me haces el amor constantemente… ¿Cómo crees que nacen los niños?
—No quiero un hijo. No quiero que sufra lo que yo he sufrido.
—No tiene por qué parecerse a ti.
—¿Cómo saberlo?
—Sólo podremos saberlo cuando nazca.
Se encontraban sentados en la roca de la cumbre del acantilado, observando cómo negros nubarrones se aproximaban desde el norte, amenazando tormenta.
La Iguana Oberlus
permaneció unos instantes en silencio, como si estudiara las nubes, ajeno a cualquier otro tema, pero, por ultimo, sin volverse, señaló:
—Si se parece a mí… Si no es un niño normal, lo tiraré por el acantilado.
—¿Te hubiera gustado que lo hicieran contigo…?
—Desde luego.
—¿No te basta con ser rey de una isla?
Sus ojos relampaguearon de ira:
—Guarda tus ironías… —le advirtió—. A menudo tienes la mala costumbre de tomarme por estúpido, y no lo soy… Si no supiera que te gusta, te azotaría con más frecuencia… —Agitó la cabeza—. Tengo que encontrar una forma de castigarte que en verdad te desagrade… —Cambió el tono—. Sé muy bien que no soy rey de Hood, ni rey de nada… Tan sólo soy el hombre que mas ha sufrido en este mundo, y que no quiere que su hijo pase por lo mismo… —La miró significativamente—. Aunque sea hijo tuyo… —concluyó.
—¿Qué quieres decir con eso de, «aunque sea hijo tuyo…»?
—¿Necesito explicártelo…? —inquirió Oberlus a su vez—. Te conozco bien, porque te he estudiado desde el día en que llegaste a esta isla… Yo sé que soy un monstruo, y lo acepté hace años, porque se encargaron de convencerme de ello… Lo soy en todo: por dentro y por fuera. Pero tú también lo eres, aunque no lo demuestres exteriormente. —Se golpeó la sien derecha con el dedo—. Tu monstruosidad está aquí, en la cabeza, y no es como la mía, que está en el corazón y en las entrañas, fruto de la rabia por lo que me han hecho padecer, y por mi aspecto… —Adelantó las manos como si estuviera tratando de mostrarla en un amplio gesto—. Tú lo tenías todo para ser normal, y no has querido serlo… Nazca como nazca, nuestro hijo estará condenado a ser un monstruo. Estoy seguro.
—¿Es ése el concepto que tienes de mí…?
Asintió en silencio, y ese silencio se mantuvo largo rato mientras los nubarrones se iban aproximando, y los primeros relámpagos surcaban el aire en la distancia. Los truenos llegaban luego, lentos y ceremoniosos, inquietando a las aves marinas que graznaban nerviosas en sus nidos.
Carmen de Ibarra no se sentía molesta, ni tan siquiera sorprendida por lo que le había dicho. Sabía desde tiempo atrás que tras aquella máscara repelente se ocultaba una brillante inteligencia, de la que recibiera abundantes pruebas, y no resultaba extraño, por tanto, que Oberlus hubiera sido capaz de captar cuanto ocurría en su interior. Había asistido muy de cerca a su profunda metamorfosis, y parecía haber ido registrando y clasificando cada uno de sus actos y reacciones. El resultado lógico, era que la conocía a fondo, y parecía adivinar sus más recónditas intenciones.
—No parece que te impresione haber descubierto cómo soy… —comentó por último.
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué había de impresionarme…? —inquirió—. No sé mucho sobre mujeres, y tal vez la mayoría sean como tú…
—Imagino que, en el fondo, muchas deben de serlo… —admitió
Niña Carmen
—. Pasan por la vida frustradas, incapaces de admitir, ni siquiera ante ellas mismas, a solas, la realidad de sus más íntimos deseos… Les aterraría descubrirlos, pero una vez que han aflorado, como en mi caso, hay que asumirlos, tal como se asume la homosexualidad cuando al fin sale al exterior, tras largos años de permanecer latente… Y no por eso me considera un monstruo… —continuó con voz serena y la vista clavada en un mar que iba tornando su color azul añil en un gris acerada a medida que las nubes avanzaban sobre él—. No he matado, ni robado, ni causado mal a nadie conscientemente… Mi problema se limita a una imperiosa necesidad de saberme poseída, protegida y dominada… Todo el mal me lo hago a mí misma, y si hubiese sabido descubrirlo a tiempo, nadie hubiera sufrido por mi culpa… —Se pasó una vez más la mano por el cabello con aquel gesto suyo tan personal y mecánico—. No creo, por tanto, que mi hijo tenga por qué heredar mis problemas, de igual modo que no creo que tenga que heredar, necesariamente, tus facciones. No será un monstruo… —concluyó segura de sí misma—. Será un niño sano y precioso.
Había comenzado a llover sobre la isla, y se advertía, con toda claridad, cómo el viento arrastraba hacia ellos una cortina de agua que dividía, en dos tonalidades muy distintas, el agreste paisaje de la desnuda roca.
—Será mejor que bajes a la cueva… —señalo él al fin—. No te conviene mojarte…
Con la primera claridad del alba, mientras las sombras, remolonas, se negaban aún a despegarse de los contornos de las cosas, y el horizonte no era más que una inapreciable diferencia de tonalidades a uno y otro lado de una raya imprecisa, desde lo alto de la cofa el vigía gritó:
—¡Tierra…!
Elliot Caine, tercer oficial del
Adventurer
, altivo bergantín de cuarenta cañones de Su Graciosa Majestad, alzó el rostro hacia el hombre que gritaba, siguió la dirección de su brazo extendido y, afianzándose en los obenques, desplegó el catalejo y lo enfocó en dirección a la isla.
Instantes después golpeaba respetuoso la puerta del camarote de su capitán, que se abría directamente sobre la cubierta de popa.
—¡Señor…! —dijo sin entrar—. Tierra a proa… Presumo que se trata del islote de Hood…
Una voz cansada, rota y somnolienta replicó malhumorada:
—Despierte al señor Garret… Que busque un fondeadero apropiado… ¡Y déjeme dormir…!
—A la orden, señor…
El joven tercer oficial del
Adventurer
sabía por experiencia que el primer oficial Stanley Garret no era tampoco amigo de madrugar, por lo que decidió dejarle dormir media hora más, mientras la veloz proa del hermoso navío cortaba elegante el agua en dirección a la agreste roca que comenzaba a dibujar nítidamente sus contornos a medida que el día se iba adueñando del mundo.
Se sentía feliz y satisfecho. Aquél era su primer viaje como oficial, y había tenido la suerte de efectuarlo a bordo de un buque limpio valiente que lo mismo encaraba altivo las temibles olas del Cabo de Hornos, que se deslizaba con la suavidad de una gaviota sobre las tranquilas aguas del Pacífico.
Daba gusto sentirlo obedecer a un simple golpe de timón escuchar como cantaba el viento en su velamen, o contemplar a disciplinada tripulación que trepaba a los palos a un corto toque de silbato, para efectuar cada maniobra con precisión absolutamente matemática.
Pronto, cuando fondearan frente a aquella agreste isla solitaria el espectáculo se repetiría una vez más, y eso le hacía experimentar un inquietante cosquilleo en la boca del estómago, semejante al que experimentaba cuando de niño su padre prometía llevarla ver a los titiriteros.
—¡Coleman…! —llamó—. Apreste a los gavieros, y cuando los tenga listos despierte al señor Garret…
El arrugado contramaestre hizo un gesto de asentimiento, echó un vistazo a tierra y desapareció presuroso por una escotilla.
El tercer oficial Elliot Caine estudió la dirección del viento comprobó la impecable orientación de las velas, y sonrío orgulloso de sí mismo y de su barco.
El sol, que nacía ya a sus espaldas, proyectó directamente una luz rojiza sobre el agreste peñasco que pareció incendiarse como si la pulida roca hiciera las veces de gigantesco espejo contrastando por ello con el pálido azul del cielo y el verde esmeralda de un mar en calma.
Elliot Caine tomó de nuevo el catalejo, se afianzó en los obenques como había visto hacerlo a los más viejos marinos y estudio la agreste costa sobre la que volaban ya centenares de aves marinas que se lanzaban al agua en busca de su desayuno diario.
Súbitamente algo reclamó su atención, pero el cabeceo del barco estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio, y cuando volvió a mirar, enfocando su catalejo hacia la más alta roca de la punta norte, no le cupo duda de su descubrimiento.
Alzó el rostro.
—¡Vigía…! —gritó—. ¿Ves a un hombre en tierra…?
La respuesta tardó unos minutos en llegar, pero al fin, excitado, el marinero gritó a su vez desde lo alto:
—Lo veo, señor… Nos hace señas… Puede que sea un náufrago…
Casi al instante la puerta del camarote del capitán se abrió, y éste hizo su aparición en paños menores y cara de pocos amigos.
—¿Es que no se puede dormir en paz en este maldito barco? —exclamó apoderándose del catalejo de su tercer oficial—. ¡A ver…! ¿Dónde diablos está ese náufrago…?
Elliot Caine extendió el brazo señalando con el dedo:
—Allí, señor… Sobre la roca de la punta norte…
El gigantesco capitán Lazemby, uno de los hombres más altos, fuertes, pelirrojos, eficientes y autoritarios de la Armada Real, se afianzó firmemente sobre sus pies, y estudió el punto que le indicaban, balanceándose expertamente al compás del navío.
—¡Es cierto…! —admitió—. Por lo que se agita parece que se trata de un jodido náufrago… —buscó a su alrededor—. ¿Dónde está el señor Garret…?
—Subirá en seguida, señor —fue la tímida respuesta—. Pensé que podría dejarle dormir un poco más…
El capitán Lazemby estudió desde su increíble estatura a su imberbe tercer oficial como quien analiza la composición de las patas de un escarabajo.
—¡Joven…! —señaló—. Usted no está aquí para pensar, sino para recibir órdenes… Le costará un mes de paga… —Hizo un gesto con la mano mientras se encaminaba de regreso a su camarote—. Traiga al señor Garret inmediatamente y que los hombres se preparen para la maniobra… Me divierte salvar náufragos…
Diez minutos después reaparecería perfectamente afeitado y uniformado, mientras los gavieros comenzaban a recoger el trapo y la costa de lava destacaba ante ellos con total nitidez, hasta el punto de que se podían distinguir casi los rasgos del hombre que en pie sobre la roca, no cesaba de agitar los brazos desesperadamente.
—¡Ya te hemos visto! ¡Ya te hemos visto…! —masculló el malhumorado capitán aceptando el tazón de café que le ofrecía su camarero—. Un cañonazo de saludo para que se quede tranquillo —ordenó volviéndose a su primer oficial—. A lo mejor es inglés…
El eco de la explosión despertó a Oberlus.
Ya las velas mayores habían sido recogidas; ya la proa no acuchillaba el agua sino que tan sólo se clavaba mansamente e ella recortado su ímpetu, y ya los hombres se aprestaban a lanzar el ancla y arriar los botes, cuando, de improviso, un gaviero alzó el brazo alarmado:
—¡Allí…! ¡Allí!
El hombre de la roca gritaba ahora, al parecer pidiendo auxilio aunque no pudieran entenderse sus palabras, agitando los brazo cada vez con mayor desesperación mientras otro hombre llegaba corriendo colina abajo, saltando y brincando por sobre piedra y matojos como una cabra enloquecida.
Algo iba a ocurrir, y lo presintieron de inmediato.
El que llegaba blandía una pistola en cada mano, a las que el sol de la mañana sacaba destellos a cada salto, y al poco sonó un disparo. Ochenta miembros de la tripulación del
Adventurer
clavaron los ojos en la isla y advirtieron cómo el desconocido del peñasco trastabillaba. Luego, el otro se detuvo, apuntó con sumo cuidado por segunda vez y distinguieron el humo que nacía del cañón de su arma, mucho antes de que llegara a sus oídos el estampido.
Alcanzado con la espalda, Sebastián Mendoza cayó de frente, trazó una amplia pirueta en el aire y se hundió para siempre en el mar arrastrado al fondo por el peso de sus cadenas.
El capitán Lazemby, que había tenido el tiempo justo de enfocar su catalejo sobre la figura de Oberlus antes de que desapareciera como un fantasma entre los arbustos, lanzó un reniego:
—¡Maldito asesino…! —gritó—. ¡Garret…! ¡Botes al agua! ¡Tráigame a ese hijo de puta para colgarlo del palo mayor…!
Un centenar de hombres de la marina inglesa desembarcaron minutos más tarde en las costas y playas del islote de Hood o La Española, en el archipiélago de Las Galápagos o Islas Encantadas, y comenzaron a peinar, de abajo arriba, su minúscula y accidentada superficie.
Pero cuando media hora después alcanzaron la cumbre del acantilado y contemplaron el abismo a sus pies, se volvieron a mirarse entre sí, desconcertados.
El primer oficial Stanley Garret, que navegaba desde hacía ocho años a las órdenes del colérico capitán Lazemby, soltó un sonoro resoplido: