Lo que ahora experimentaba, era lo que debía de sentir el capitán del
Old Lady II
cuando, tras las celosías de la ventana de su camarote, en el castillo de popa, observaba las idas y venidas de la tripulación, sin que ni siquiera el segundo de a bordo pudiera adivinar nunca si los estaba acechando o roncaba a pierna suelta en su litera.
Luego, en la noche, cuando impartía sus órdenes, el ladino capitán establecía castigos y recompensas, y de ese modo obtenía de sus hombres mayor rendimiento que cualquiera de sus colegas, porque esa vigilancia invisible llegaba a convertirse en una obsesión para la marinería, que jamás se atrevía a remolonear a la hora del trabajo.
Ahora él, Oberlus, era el capitán, el armador, y el dueño absoluto de aquella isla que un día, cuando su ejército de esclavos hubiese aumentado en número suficiente, declararía independiente, pues no comprendía por qué tenía que aceptar la autoridad del rey de España, cuando, probablemente, dicho rey —quienquiera que fuese— ni siquiera tenía noción de la existencia de aquel perdido islote.
Pero eso aún estaba muy lejos y lo sabía. Necesitaba hombres y armas, así como una gran astucia, para convertir aquel desolado peñasco cagado por las aves, en un refugio inexpugnable; un bastión como lo fuera en su día la isla de La Tortuga, que supo rechazar las flotas más poderosas.
Luego, contemplaba sus armas: un viejo arpón de ballenero y dos mohosos cuchillos, y comprendía que estaba soñando con los ojos abiertos. El camino era muy largo, y el haber capturado dos tristes rehenes no significaba que su suerte hubiera cambiado para siempre.
La suerte de
la Iguana Oberlus
comenzó a cambiar una noche de octubre, cuando un viento furioso encrespó las olas, aulló estremecedor, y arrojó contra los acantilados de barlovento, casi a los pies de la entrada de su cueva, cien metros más abajo, a la fragata
Madeleine
, que regresaba a Marsella por la ruta del oeste tras una larga estancia en China y Japón.
El capitán del
Madeleine
, que había realizado el viaje de ida bordeando el Cabo de Buena Esperanza, se ahogó esa noche sin llegar a entender cómo era posible que se hubiera estrellado contra una pared de piedra, cuando, según sus cálculos, faltaban por lo menos dos semanas para avistar las costas de Perú. En su «derrotero» comprado a precio de oro a un piloto español renegado, no figuraba en parte alguna que allí, sobre la raya misma del ecuador y a setecientas millas de Tierra Firme, se alzara ninguna isla.
Pero fue así como, al amanecer, calmó el viento y las olas dejaron de batir con fuerza contra el muro de piedra, Oberlus distinguió el partido casco que descansaba sobre la cornisa de roca, los cadáveres que flotaban y los sacos de té que arrastraba la corriente mar afuera.
Tres hombres exhaustos y malheridos, habían conseguido a duras penas ganar la costa, y aparecían tumbados boca abajo, inconscientes y sangrantes, sobre una minúscula playa de piedras. Cuando, tras la trágica odisea que acababan de vivir y en la que habían estado a punto de perecer, viendo además cómo se ahogaban sus restantes compañeros, consiguieron al fin abrir los ojos, fue para descubrir, horrorizados, que habían sido fuertemente maniatados y se encontraban en poder del más abominable y repugnante de los seres humanos.
Uno de ellos, mayordomo de a bordo, no tuvo siquiera oportunidad de comprender qué era lo que le había sucedido, porque expiró allí mismo a causa de la pérdida de sangre, pero los dos restantes fueron conducidos por la fuerza a lugar seguro. Más tarde, Oberlus fue en busca de Sebastián Mendoza y el noruego Knut, a los que obligó a desembarcar cuanto pudiera serle de utilidad de los restos del naufragado
Madeleine
.
En la camareta del capitán había encontrado dos pistolas y buena cantidad de pólvora y municiones, y eso constituyó, sin duda, el mayor tesoro que hubiera poseído a lo largo de su vida, mucho mayor para él, desde luego, que el pequeño cofre repleto de perlas y pesados doblones que descubrió empotrado en un mamparo, detrás de un mapa de Francia.
Hizo que sus «esclavos» trasladaran los sacos de té, las sedas y los útiles de a bordo a una de las cuevas grandes de la cañada, y los días sucesivos les obligó a desarmar pieza por pieza los restos de la maltrecha nave, sacando a tierra los trozos que pudieran serle de utilidad y permitiendo que el mar se llevara lo demás.
Una semana más tarde nadie hubiera podido imaginar que en aquel lugar hubiera naufragado algún día una hermosa fragata, y que sus dos únicos supervivientes hubieran pasado a convertirse en esclavos encadenados que vagaban por la isla con prohibición absoluta de aproximarse a menos de trescientos metros, del noruego o el chileno.
Oberlus se mostró muy estricto a ese respecto. Reunió a los cuatro, mostró sus pesadas pistolas aclarando desde el primer momento quién era el único dueño de la fuerza en aquella isla, y sentenció en un tono que no permitía apelación alguna:
—Si os sorprendo juntos, echaré a suertes, mataré a uno, y a los restantes les cortaré dos dedos… ¡Tú…! Enseña a los franceses los que te faltan… —aguardó a que Mendoza alzara la mano mostrando sus falanges amputadas, y añadió en el mismo tono—: Yo nunca amenazo en balde. Y nunca dejo de cumplir lo que prometo… El que me obedezca vivirá en paz; el que se crea demasiado listo, se arrepentirá de haber nacido.
Aguardó a que uno de los franceses, que hablaba castellano, tradujera sus palabras a su compañero, y luego marcó una imaginaria línea que iba, de la alta roca que le servía de atalaya, al centro exacto de la bahía del norte:
—Esa es la frontera que no podéis cruzar, ni los franceses a un lado, ni vosotros al otro… El que se arriesgue, pierde la vida… —mostró luego la campana del
Madeleine
, que había colgado de la rama de un arbusto—. Cuando la haga sonar os quiero aquí de inmediato… —añadió—. Y al que llegue el último, le daré diez latigazos… ¿Queda claro?
—Lo que está haciendo es rapto y piratería… —le hizo notar Dominique Lassá, el francés que hablaba español—. Y eso, según las leyes del mar, está castigado con la horca…
Su raptor no pudo evitar una divertida sonrisa:
—¿Y quién me va a ahorcar…? ¿Tú por casualidad…? Las leyes del mar no rigen aquí. Aquí únicamente cuenta la ley de Oberlus, y lo que yo diga está bien, y lo que opine cualquier otro, está mal… ¿Quieres que te lo demuestre…?
El interpelado lanzó una ojeada a los muñones de Sebastián Mendoza, y negó con un gesto mientras Oberlus asentía satisfecho por su actitud:
—¡Eso está mejor…! —exclamó—. Los franceses tenéis fama de buenos cocineros… ¿Tú lo eres…?
Lassá señaló a su compañero:
—Él es mejor.
—Bien… En ese caso, dile que se ocupará de la cocina, tú le abastecerás de carne y pesca, Sebastián cuidará de los bancales de cultivo y los aljibes, y el tonto noruego le ayudará en lo que necesite y recogerá lo que el mar arroje a tierra… —señaló al segundo francés—. ¿Cómo se llama?
—Georges… —replicó Dominique Lassá.
—De acuerdo… —puntualizó
la Iguana Oberlus
—. Dile a tu amigo Georges que le haré probar cuanto pretenda hacerme comer para que no se le ocurra tratar de envenenarme… Y no creo que haga falta que os aclare que cualquier tipo de atentado contra mi persona será castigado, de inmediato, con la muerte… —hizo un gesto de despedida—. Y ahora marchaos… ¡A trabajar…!
Permitió que se alejaran apenas doscientos metros, y, alzando la mano, tomó la cuerda de la campana y la hizo repicar con insistencia.
Tropezando y cayendo a causa de las cortas cadenas que unían sus pies, los cuatro hombres acudieron a toda prisa en una tragicómica carrera en la que saltaban con los pies juntos e incluso gateaban, y Oberlus tomó uno de los látigos que había salvado de la fragata y señaló al noruego que había sido el último en llegar.
—¡Túmbate en el suelo…! —ordenó con un gesto autoritario que el otro comprendió de inmediato—. ¡Rápido…!
Le descargó los diez latigazos prometidos, e indicó a Mendoza que le ayudara a ponerse en pie:
—La próxima vez daré más fuerte… —señaló—. Puedo azotar muy fuerte cuando me lo propongo… Lo de hoy no ha sido más que una advertencia… ¡Fuera…!
Cabizbajos y silenciosos, rumiando su miedo, su dolor y su ira, los cuatro hombres se alejaron en direcciones opuestas.
La Iguana Oberlus
los observó mientras se perdían entre los arbustos, sacó una vieja cachimba renegrida, probable regalo de su esposa a un difunto tripulante del
Madeleine
, y la encendió muy despacio exhalando, satisfecho, una espesa nube de humo.
Era el amo.
El amo absoluto, y lo sabía.
—¿Qué haces?
Había surgido de improviso a su lado, naciendo, como siempre, de la nada y en absoluto silencio, como una sombra sin cuerpo, y Dominique Lassá dio un respingo aterrorizado.
—Estoy escribiendo.
—¿Sabes escribir…? —se sorprendió
la Iguana
.
—Si no supiera, no escribiría… —fue la lógica respuesta—. Yo llevaba el Diario de a bordo del barco.
—Eso lo hace siempre el capitán… Son los capitanes los que saben escribir.
—El capitán prefería que lo hiciera yo, porque mi letra era mejor que la suya…
—¿Es ése el Diario de a bordo?
—No. Es mi propio diario… Lo encontré entre las cosas que el noruego y Sebastián bajaron a tierra… Algunas páginas se han mojado, pero aún sirve.
Oberlus extendió la mano, tomó el libro, grueso y pesado, encuadernado en una sobada piel oscura, y lo hizo girar entre sus manos abriéndolo, estudiando la letra menuda y de perfecta caligrafía, y las páginas que quedaban en blanco.
—No sé leer… —admitió al fin devolviéndoselo—. Nadie quiso enseñarme nunca.
El otro no respondió, cerró el pesado libro colocándolo a sus espaldas, como si se tratara de un preciado tesoro que pudieran arrebatarle, y observó, tratando de vencer su repulsión, al hombre que se había sentado frente a él, y que contemplaba ausente el mar que se extendía, indescriptiblemente tranquilo, de color plomizo, como un bruñido espejo sin la más leve mancha, hasta perderse de vista en la distancia.
—Tampoco me hubiera servido de nada saber leer… —comentó Oberlus al cabo de un largo rato—. De nada… Aunque me hubiera convertido en el hombre más sabio del mundo, seguiría teniendo este mismo rostro, y todos me hubieran rechazado de igual modo… —le miró de frente—. ¿Para qué sirve leer?
—Para comprender lo que otros han escrito… —replicó el francés con naturalidad—. A veces, cuando nos sentimos solos tristes o casi desesperados, lo que nos cuenten otros puede tranquilizarnos… Saber cómo sufrieron experiencias semejantes, y de qué modo les hicieron frente, ayuda…
La Iguana Oberlus
meditó unos instantes y negó convencido:
—No en mi caso… —replicó por último—. No creo que nadie haya pasado antes por cuanto yo he pasado y tuviera ánimos para contarlo.
—¿Cómo puede estar tan seguro…? —inquirió Dominique—. Nadie puede estar seguro de algo así, porque nadie ha leído todos los libros que se han escrito.
—Lo sé, porque lo que yo siento… lo que me habéis hecho sentir a lo largo de estos años —toda una vida—, nadie puede haberlo expresado en modo alguno… —agitó la cabeza con gesto pesimista, buscó la cachimba, y frotó el pedernal para encenderla—. Se empeñaron en convencerme de que por haber nacido deformado era un auténtico «hijo del Averno», y acabaron convenciéndome… ¿Pero dónde está mi padre, el demonio…? Nunca acudió en mi ayuda, y todas las maldades que se supone que debía enseñarme, las fui aprendiendo poco a poco porque los demás me las hacían… Si yo no soy capaz de expresar, ni simplemente hablando, lo que he sufrido, ¿cómo puede nadie expresarlo escribiendo?
No obtuvo respuesta porque el francés se sentía incapaz de comportarse con naturalidad ante la presencia de aquel espantoso ser, al que odiaba ya como no había odiado a nadie desde que guardaba memoria, y que le repugnaba como si un vaho fétido escapara por cada uno de los poros de su cuerpo. No le resultaba ni siquiera factible tratar de captar el hilo de sus pensamientos, ni comprender a través de qué larga cadena de padecimientos había llegado hasta aquel lugar y aquel punto. En cierto modo, y por el simple hecho de mirarle y advertir su repelente fealdad, resultaba natural y lógico aceptar que la humanidad se hubiera comportado con él con la crueldad con que lo había hecho.
Oberlus había permanecido también en silencio, contemplando el mar, inmerso en sus propios pensamientos, y al cabo de un largo rato fijó la vista en la pluma de cormorán que había quedado sobre la piedra, junto al tosco tintero que no era otra cosa que un viejo cazo de latón, y comentó secamente:
—Enséñame a escribir.
—¿Cómo ha dicho…? —se asombró Lassá.
—Lo has oído: que me enseñes a escribir… —tomó la pluma y jugueteó con ella—. Sé que puedo aprender, y me servirá para contarle al mundo lo que me hizo y por qué le declaré la guerra… —sonrió divertido—. Al fin y al cabo, si voy a convertirme en Rey de Hood, justo es que, como Rey, sepa escribir.
—¿Tiene idea de lo que hacen los españoles con quienes pretenden coronarse rey de alguno de sus dominios…? Les arrancan la lengua y los ojos, les dan a beber plomo derretido, y si aún son capaces de mantenerse con vida, hacen que cuatro caballos los descuarticen…
—Me parece muy justo —admitió Oberlus con tranquilidad, y se diría que en verdad le parecía la cosa más natural del mundo—. Si no fuera por temor a tales castigos, cualquier cobarde se atrevería a alzarse… —hizo una pausa—. Los rebeldes debemos saber contra qué nos rebelamos y a qué nos exponemos, porque, de lo contrario, esa rebeldía no tendría mérito… —mostró la pistola que descansaba sobre su regazo—. Yo sé que, en cuanto descuide mi vigilancia, acabaréis conmigo de la peor manera posible, pero acepto ese riesgo, pese a que me hubiera resultado mucho más sencillo continuar viviendo en paz, aquí escondido para siempre.
—¿Luego le consta que lo que está haciendo es malo…?
—Malo, no… Distinto… —replicó Oberlus—. Al fin y al cabo, ¿en qué se diferencia mi postura de la de cualquier rey…? ¿No descuartizan a quien se les opone? ¿No quema la Inquisición a quienes no ven a Dios como ellos pretenden que se le vea…? ¿No está plenamente aceptado esclavizar a los negros por el simple hecho de que su piel es distinta a la nuestra…? La Ley lo admite, y si se ahorcara a todos los propietarios de esclavos, pocos nobles quedarían con vida… Tú eres distinto a mí, no por el color de tu piel, sino por el hecho de que yo soy distinto a todos… —se encogió de hombros—. Por esa única razón, tengo tanto derecho como cualquier estúpido noble a esclavizar a quien no sea igual a mí… —trató de sonreír con aquella mueca que le hacía más espantoso aún si es que ello era posible—. Únicamente respetaré a mi igual, a aquel que sea tan monstruoso, deforme y desgraciado como yo…