Lógico resultaba, por tanto, que, hasta aquel momento,
la Iguana Oberlus
no conservara un solo recuerdo amable de su paso por la vida.
Había dejado transcurrir la noche ofreciendo sacrificios a Elegbá, escogiendo en esta ocasión una gran tortuga terrestre, una de aquellas gigantescas galápagos que daban nombre a las islas, y cuyos inmensos caparazones le servían más tarde para recoger el agua de lluvia cuando sus burdos aljibes rebosaban.
Una luna inmensa le había iluminado extrayendo reflejos plateados del mar y las húmedas rocas, y bajo su resplandor —casi diurno— se entregó a cada vez más complicados ritos, martirizando a la pobre bestia, emborrachándose con aguardiente de cactus, y maldiciendo como un poseso al comprobar que la tortuga no parecía sufrir aunque le clavara el largo cuchillo una y otra vez y la cortara en trozos.
Cuando al fin le cercenó de un tajo la cabeza y ésta cayó al suelo, comprobó, asombrado, que aún intentaba morderle, y lo intentaría durante casi media hora, al tiempo que, por su parte, el cuerpo continuaba viviendo, y palpitando el corazón, que seguiría palpitando, con casi absoluta normalidad, durante más de una semana.
Era aquélla la razón por la que los balleneros acudían desde todos los puntos del globo a cargar galápagos gigantes al archipiélago de Las Encantadas, puesto que no podía encontrarse en parte alguna carne de mejor calidad, que fuera capaz de conservarse además, viva y fresca, durante toda una larguísima travesía.
Una galápago adulta conseguía sobrevivir a bordo más de un año sin comida ni agua, merced a su lentísimo metabolismo, y se la podía ir cortando en pedazos, según las necesidades del cocinero, sin que muriera ni aparentase sufrir dolor alguno. En ocasiones, los más crueles grumetes se entretenían en arrancarles el cerebro —de tamaño apenas mayor que un guisante —permitiendo que anduvieran de un lado a otro por cubierta durante largos meses.
Por todo ello, y conociéndolas como las conocía, pasada la medianoche
la Iguana Oberlus
, tinto en sangre y con la mente más que nublada por el alcohol, arrojó a un lado el cuchillo y se dejó caer contra una roca, convencido de que la diosa Elegbá no debería haberse conmovido en absoluto por su fatigoso esfuerzo y el sacrificio de un animal al que podía considerarse en realidad casi una planta.
Bebió hasta agotar las últimas gotas del explosivo brebaje que él mismo se preparaba, cerró los ojos vencido por el sueño y el agotamiento, y cuando horas después los abrió de nuevo, lo vio allí, de pie ante él, alto, fuerte, semidesnudo y negro como el azabache; el más perfecto de los «muertos-vivientes» que imaginar cupiera; la dádiva que había venido suplicando a Elegbá durante casi cuatro largos años.
En un principio, le costó admitir que no continuara siendo un sueño más, y agitó varias veces la cabeza tratando de alejar los efectos de la borrachera, pero, pese a que abrió y cerró los ojos varias veces, el «zombie», se mantuvo allí, fantasmagóricamente iluminado por una luna que casi se recostaba ya en el horizonte.
Se puso en pie, giró lentamente en torno al negro, admirando su fuerza y su porte, y alargó al fin la mano para palpar sus músculos, y cerciorarse de que en verdad se encontraba allí, ante él, y pese a estar muerto continuaba siendo de carne y hueso.
—Eres fuerte y hermoso… —musitó roncamente, casi para sí mismo—. Podrás trabajar día y noche, y no tendré que darte ni siquiera comida… —se detuvo frente a él y le miró de cerca, comprobando satisfecho por la inexpresividad de su rostro que no se sentía en absoluto impresionado por su fealdad—. Eres muy hermoso… —repitió—. Un hermoso regalo de Elegbá.
No obtuvo respuesta, porque, según la leyenda, los «zombies» no hablaban, y tan sólo se les permitía abandonar los cementerios para trabajar para sus amos, sin una voz, sin un lamento, incansables, sufridos e indestructibles, armados tan sólo por la fuerza «divino-demoníaca» de Elegbá, la diosa negra que reinaba, desde el comienzo de los tiempos, en lo más profundo de las selvas dahomeyanas.
—¡Ven…! —ordenó luego autoritario, feliz de que alguien, al fin, tuviera que escucharle, obedecerle, y soportar su presencia sin mostrar desprecio o repugnancia—: ¡Ven…! ¡Sígueme…!
El «muerto-viviente» se puso en movimiento, como un autómata, y su paso era lento, pesado, un tanto inseguro y bamboleante, como el de los marineros poco acostumbrados a pisar tierra firme, o el de un ser que hubiera permanecido siglos inmóvil en el fondo de una fosa.
El paso de Oberlus, por el contrario, se hizo pronto rápido y nervioso, habituado como estaba a los accidentes del suelo volcánico de la isla, saltando de una roca a otra como una cabra animada de una extraña vitalidad, exultante de alegría, y ansioso por que llegara un nuevo día cuya luz le permitiría comprobar, en el primer charco del camino, si Elegbá había escuchado también sus súplicas de proporcionarle un nuevo rostro.
Trepó por una empinada ladera de rocas sueltas, espantó a una familia de cormoranes que alzó el vuelo para alejarse mar adentro, y se sentó a aguardar a su esclavo, que ascendía pesadamente tras sus huellas.
La luna comenzaba a perder su fuerza, desdibujándose, y muy pronto el alba se apoderaría rápidamente de las islas, anunciando la inmediata presencia de un sol amarillo rabioso que se dispararía hacia arriba desde la línea del horizonte, como si se tratara de una gigantesca pelota arrojada al aire por un niño ciclópeo.
—Me gustaría saber qué atrocidades cometerías en vida, para que, mientras tu alma se quema en los infiernos, ni siquiera tu cuerpo tenga derecho al descanso de la muerte —comentó Oberlus cuando el negro llegó a su altura y se detuvo, resoplando, frente a él—. Pero aunque nunca llegue a saberlo, me alegra todo cuanto hicieras, pues de este modo, Elegbá me ha proporcionado un esclavo tan fuerte como tú… ¡Vamos…! —le apremió poniéndose de nuevo en pie—. Pronto amanecerá y quiero ver cómo trabajas…
Continuó su veloz marcha hacia la lejana cumbre, era ya día claro cuando la alcanzaron, y se volvió, satisfecho, a contemplar una vez más la pequeña isla; su «reino», en el que dispondría, a partir de aquella misma mañana, de un primer súbdito incondicional.
Rabihorcados, gaviotas y alcatraces se elevaban al cielo dispuestos a iniciar su pesca diaria en las cercanas aguas rebosantes de vida, y el gran Océano, en calma, hacía una vez más honor al nombre que le pusiera Balboa, mientras unas nubes largas y muy altas teñían de rosa pálido un cielo que pronto adquiriría una tonalidad añil oscuro.
Era hermoso su reino; desolado, negro y tranquilo, y su rostro, de continuo contraído, estuvo casi a punto de distenderse por primera vez en años, pero bruscamente sus ojos —«lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable»— brillaron desconcertados al volverse hacia la diminuta bahía del fondo.
—¡Un barco…!
El negro, en pie a su lado, siguió la dirección de su mirada y mostró al completo su blanca dentadura:
—Sí… Un barco ——admitió con voz burlona—. El
María Alejandra
… Y a mi capitán le encantará averiguar por qué un aborto como tú se dedica a practicar la brujería.
Extendió el brazo y lo aferró por el cuello crispando su poderosa mano que semejaba un cepo de hierro:
—¡Andando! —ordenó en el mismo tono jocoso, pero que no admitía réplica—. El viejo te ajustará las cuentas…
No lo dejó libre ni un instante, amenazando con romperle de un solo apretón el espinazo si pretendía escapar, y le obligó a marchar así, cómicamente patiabierto, bamboleante y humillado, por el sinuoso senderillo que serpenteaba entre rocas, bosquecillos de altos cactus y densos matorrales, hasta la blanca playa de la quieta bahía.
Dos largas y estilizadas lanchas balleneras aparecían varadas en la orilla y una veintena de hombres se afanaban cargándolas de pesadas galápagos bajo la atenta mirada de otros tres, que protegidos por un tingladillo de cañas y lona, llevaban cuenta de los animales embarcados.
—¡Rayos…! —exclamó el más anciano, un hombretón de largos mostachos y alborotada cabellera blanca, cuando el negro se plantó ante él y le mostró como una ofrenda al prisionero, obligándole a alzar el rostro pese a sus denodados esfuerzos por impedirlo—. ¿De dónde has sacado esto, Miguelón…?
El otro hizo un gesto indeterminado señalando hacia la parte alta de la isla:
—Lo encontré durmiendo en la cañada, capitán… —dijo—. El muy estúpido imaginó que yo debía de ser un «muerto-viviente»; un «zombie» haitiano que le enviaba una diosa vudú. Por lo que pude ver, debió de pasarse la noche haciendo sacrificios y brujerías… Creo que está borracho… O loco.
El anciano agitó la cabeza, incrédulo, giró lentamente en torno al cautivo, al igual que éste había hecho una hora antes en torno al negro, y negó luego muy despacio, convencido:
—No. No creo que esté loco… Ya había oído hablar de él…:
la Iguana Oberlus
, el arponero pelirrojo… Estuviste embarcado con el capitán Harrison en el
Old Lady II
, ¿no es cierto? Y antes, con Guyenot en el
Dynastic
… Me contaron cosas de ti… —añadió—. Rebelde, borracho, jugador, pendenciero y asesino… Y medio brujo también, por lo que tengo entendido… Un auténtico hijo del averno, más feo que todos los demonios juntos… —agitó la cabeza de nuevo, convencido—. No estás loco, no… Eres tremendamente astuto, capaz tú solo de amotinar a una tripulación tranquila…
Los hombres, que habían ido dejando su trabajo, se aproximaron curiosos, a observar más de cerca el andrajoso y repelente engendro que había capturado Miguelón, y la mayoría no pudieron evitar fruncir el ceño, asqueados, mientras Oberlus giraba el rostro inclinando la cabeza, en un absurdo e inútil intento de evitar que le mirasen directamente, ya que, de tanto en tanto, su gigantesco captor le aferraba con fuerza la crespa cabellera roja y le obligaba a alzar la cara para que todos le vieran.
El capitán, por su parte, había hecho una larga pausa, prendiendo fuego a su oscura y retorcida cachimba, y concediéndose a sí mismo un tiempo para meditar. Cuando sus cavilaciones parecieron dar el fruto apetecido, mostró dos colmillos amarillentos y carcomidos en lo que pretendía ser una sonrisa sardónica:
—¡Bien, bien…! —señaló mientras le lanzaba directamente una bocanada de humo a la cara—. ¡Veamos…! Tú sabes, como yo, que en esta parte del mundo la hechicería está castigada con la muerte y que, por mi cargo, tengo autoridad suficiente para mandarte ahora mismo a la hoguera… —hizo una larga pausa, regodeándose en el terror que pretendía despertar en su víctima, y continuó en el mismo tono—. Pero teniendo en cuenta que más castigo me parece para ti condenarte a soportar tu propia presencia, que convertirte en chicharrón, ordeno que te sean aplicados cincuenta latigazos y confiscados todos tus bienes en compensación por las molestias que nos has ocasionado… ¡Contramaestre…! —ordenó dirigiéndose a un hombrecillo escuálido y de expresión maligna—. ¡Ocúpese que se cumpla de inmediato la sentencia…!
Cuando recobró el conocimiento, la luna estaba muy alta y una nube la ocultaba.
Lo habían dejado solo, sobre la arena, y todo su cuerpo parecía arder convertido en una llaga, como si su verdugo se hubiera entretenido en medir cada golpe para que el látigo no dejara ni un solo centímetro de piel sin desollar, de tal modo que advirtió cómo algunos cangrejos habían comenzado ya a corretear sobre su espalda, alimentándose de pedazos de piel y carne desgarrados.
Los espantó, y se arrastró luego como pudo, muy despacio, mordiéndose los labios para no aullar de dolor, para introducirse en el mar, permitir que el agua refrescara un tanto sus incontables heridas y la sal contribuyera a cicatrizarlas.
Tres días y tres noches pasó en la bahía que llevaría desde entonces y para siempre su nombre, incapaz de regresar a su refugio, pese a que, en los mediodías, millones de moscas que proliferaban en torno a las colonias de focas, acudían ansiosas a cebarse en sus pústulas.
Fueron días de auténtico martirio, alternando las horas de inconsciencia y terribles pesadillas, con las de lucidez y sufrimiento insoportable, deseando a cada instante arrojarse al mar definitivamente, para permitir que los tiburones acudieran a poner fin, de una vez por todas, a su larga cadena de desdichas.
Pero fue tan sólo un pensamiento fugitivo; una tentación pronto rechazada, porque, sobre todas las cosas de este mundo,
la Iguana Oberlus
era un ser aferrado a la existencia, un superviviente nato al que parecía animar un indestructible sentimiento de revancha, como si en lo más profundo de su alma mantuviese la secreta esperanza de que, algún día, conseguiría vengarse de Dios y de los hombres, y el Destino le devolvería con creces todo cuanto hasta el momento se había empeñado, tan empecinadamente en arrebatarle.
No quería morir allí, olvidado, humillado y vencido; pavorosamente solo en la última isla del mayor de los océanos; destrozado a latigazos por unos desconocidos tras haber sido sucesivamente destrozado por todos y todo a lo largo de sus «no sabía cuántos malditos años de existencia».
No. Él, Oberlus, quienquiera que fuese y de dondequiera que proviniese, no se sentía dispuesto a que acabaran con él como con un perro vagabundo, apaleado y roto, sin que nadie jamás recordase que alguna vez había existido y había sido algo más que una trágica máscara de horror y repulsión.
Él, Oberlus, malherido, sediento y solitario; abandonado en el confín del universo, se enfrentaría al mundo y le reclamaría una parte de cuanto en él había, arrebatándoselo por la fuerza si es que, como parecía, la fuerza era siempre necesaria.
Al cuarto día inició penosamente la ascensión hacia sus cuevas, comprobando, al pasar, que el
María Alejandra
se había llevado en sus bodegas todas sus frutas y verduras, y su tripulación se había divertido destrozando sus árboles y arrancando de cuajo las matas de sus vides.
No quedaba en la mayor de las cavernas ni una garrafa sana ni una mesa, ni una silla utilizable, y su más preciado tesoro: el ámbar obtenido a base de años de paciente cosecha a la orilla del mar, había desaparecido por completo.
Hasta su mísero jergón había sido desgarrado a cuchilladas, y se dejó caer abatido sobre la hojarasca seca, advirtiendo cómo se adhería a sus mil heridas y permitiendo, por primera vez desde que tenía memoria, que las lágrimas corrieran por su rostro.