Oberlus sabía —lo había visto miles de veces —que antes de oscurecer, la hembra bajaría a posarse junto al agotado galán, ya ronco y exhausto, pero resultaba evidente que, para los recién llegados, aquella fascinante danza amorosa que tenía lugar a unos metros apenas de rocas pobladas por cientos de iguanas marinas, focas, o tortugas gigantes, se convertía, realmente, en un espectáculo insólito y fascinante.
La joven, en particular, era la que más hechizada parecía por el misterio y el magnetismo de unas islas cuyo nombre más popularizado por entonces era el de «Las Encantadas», y cuando una enorme iguana de tierra, de erecta cresta y piel moteada de rojo y amarillo, acudió a olfatear el borde de su enagua con la pasividad de un perrillo faldero, se inclinó a acariciarle suavemente la cabeza, con tanta naturalidad como si estuviera jugando con un conejo de su jardín.
Iba cayendo la tarde mientras las barcas continuaban con su trajín del barco a tierra, y pronto resultó patente que la marinería se afanaba por alzar un campamento, mientras otros grupos de pasajeros —dos curas, un militar y cuatro o cinco caballeros de aspecto igualmente acomodado— desembarcaban sucesivamente, desparramándose por la isla, dedicados unos a sus rezos, otros a curiosear flora y fauna, y dos de ellos a bañarse desnudos en un alejado rincón de la ensenada.
Más tarde, tres hombres se introdujeron en el mar con el agua a media pierna, dedicados a la tarea de extraer de debajo de las piedras enormes langostas que arrojaban directamente a una hoguera que habían encendido en un hueco de la arena. Los crustáceos saltaban y se retorcían antes de quedar inmóviles en el fondo, y cuando hubieron reunido, en menos de media hora, casi un centenar, las cubrieron de nuevo con arena, permitiendo que los rescoldos concluyesen la labor iniciada por el fuego.
Desembarcó el capitán, un gordo de aspecto glotón y divertido, tañó por tres veces la campana del navío, Y pasajeros y oficiales se acomodaron en torno a una tosca mesa, a consumir las langostas directamente desenterradas ante ellos, a las que siguieron, poco más tarde, abundantes raciones de jugosa carne de galápago asada al fuego de carbón.
La noche se extendía velozmente sobre la isla, con lo que voces y risas parecieron cobrar una nueva dimensión, tanto más, cuanto que aquel lejano rincón del mundo, el más inhóspito, perdido y dejado de la mano del Creador y la memoria de los hombres, jamás había sido testigo, anteriormente, de semejante alboroto.
Las familias de lobos marinos, a la orilla del agua, las negras iguanas, apiñadas en su roca, o los cientos de miles de aves posadas en los arbustos, parecían como hipnotizadas por el fulgor de las hogueras, el entrechocar de los vasos, las sonoras y espontáneas carcajadas, o el retumbar de la voz, gruesa y jovial, del orondo capitán.
Y Oberlus, agazapado en su escondite, con los ojos muy abiertos y el oído atento, no perdía detalle de la fiesta, aunque su interés parecía casi absolutamente acaparado por la joven pasajera sentada justo frente a él, apenas a una docena de pasos de distancia ahora, de tal modo que podría creerse que, a veces, cuando se detenía a escuchar a uno de sus interlocutores, le estuviera mirando directamente a la cara —viéndole—, aunque resultaba evidente que se encontraba más allá de la línea de luz de las hogueras.
Y a veces, cuando ella rompía a reír de súbito, feliz y divertida Oberlus experimentaba la sensación de que esa risa le estaba especialmente dedicada, como si se tratara de una provocación a su curiosidad y un intento de obligarle a abandonar su refugio de alimaña en las sombras, decidiéndole a mostrar a la luz su rostro repugnante y deforme.
El capitán ordenó destapar un barril de cerveza y otro de ron para la marinería, mientras los pasajeros paladeaban un oscuro licor encerrado en hermosas botellas de vidrio tallado, lo que dio como fruto que, al poco rato, la alegría se hiciera aún más contagiosa, y un contramaestre extrajera de su funda una vieja guitarra entonando, con profunda voz de bajo, una antigua canción española.
Se le sumó pronto la marinería, se unieron luego los pasajeros ——incluidos un cura y el militar— y por último, capitán, caballero y damas, corearon a voz en cuello la nostálgica melodía, que hacía referencia a una tierra que había quedado muy, muy lejos, y a la que probablemente nunca regresarían.
Para Oberlus, acomodado cada vez más cerca, entre piedras y matojos, tales evocaciones sentimentales carecían de valor, ya que jamás tuvo noticia de cuál era su patria de origen, ni qué significado podían tener las añoranzas, pero, pese a ello, experimentó algo muy parecido a un estremecimiento en un momento dado, estremecimiento motivado, quizá, más por el hecho de no poder formar parte de una comunidad como aquella, que por la intensidad de sus recuerdos.
Por más que se remontase a los años pretéritos, no tenía memoria de un solo día en que le hubieran permitido sumarse a una de aquellas manifestaciones de alegría y diversión, y ni en las tabernas, los prostíbulos, o las noches de calma a bordo, se consideró nunca integrado de alguna forma a un grupo humano, puesto que se podía afirmar que su presencia enfriaba los más caldeados ánimos, incomodaba a todos, y concluía, sin explicación lógica alguna, con la espontaneidad de las risas y el entusiasmo de las voces.
Y es que existía algo en Oberlus más inquietante aún que su repelente e indescriptible fealdad. Algo helado, amenazante y sobrecogedor, como un efluvio o una fuerza magnética de signo negativo que desasosegaba, hasta el punto de que había llegado a asegurarse de «que era capaz de marchitar una planta tan sólo de tocarla».
De dónde emanaba tan nefasto poder y semejante capacidad de repulsión, nadie sabía decirlo, pero era, sin lugar a dudas, mucho más una fuerza que le rodeaba como un halo o un muro de cristal, que un simple rechazo estético.
Se había hecho un silencio en el que los presentes parecían tratar de tomar nuevos alientos tras la estentórea canción y las risas y charlas que siguieron, y fue entonces cuando el capitán suplicó a la joven pasajera que cantara ella sola, ya que había podido comprobar durante la travesía, que sabía hacerlo con gusto y buena voz.
Trató de resistirse en un principio la muchacha, pero desde la penumbra el contramaestre rasgueó su guitarra extrayendo los primeros compases de una tonadilla típicamente criolla, y eso pareció decidirla, por lo que se puso en pie, hizo un gesto de asentimiento a su espontáneo acompañante y comenzó a cantar de un modo grave y profundamente personal, en cierto modo impropio de su juventud y su aparente fragilidad.
Fue sin duda un momento mágico para los presentes, pero lo fue en especial para el hombre que acechaba desde la oscuridad, y que permaneció muy quieto, conteniendo el aliento y con el vello erizado, puesto que era la primera vez que conseguía asistir, aunque fuera desde las tinieblas, a una escena tan sencilla como aquella, en la que una mujer normal —no una sucia prostituta de taberna de puerto— cantaba, con gracia y sentimiento, para un pequeño grupo de amigos.
La canción, como parecía obligado y lógico suponer, hablaba de un amor desgraciado, de un marinero que buscaba fortuna en otros mares, y de una hermosa niña que sufría en silencio su larga ausencia, sin perder la esperanza ni aun cuando le aseguraban que el navío de su amado había desaparecido en el océano tragado por las olas. Cada mañana, la niña bajaba a la playa a suplicarle a ese océano que le devolviera a su novio, y por fin sus lágrimas rendían al mar, que lo libraba de la lejana isla donde lo tenía prisionero.
La Iguana Oberlus
se sorprendió entonces a sí mismo llorando amargamente, pero más le sorprendió advertir cómo de improviso la muchacha enmudecía, se estremecía como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo de punta a punta, y mirando con fijeza hacia el lugar en que él se encontraba, exclamaba ante la sorpresa general:
—Alguien nos está mirando.
Se volvieron todos al unísono, no distinguieron más que las tinieblas, y el anciano caballero, su padre, replicó molesto:
—¡Oh, vamos…! No empieces con tus tonterías… Sólo son los pájaros y las tortugas… La isla está deshabitada.
Ella tardó en responder, arrebujándose, como en un gesto de protección, con el oscuro chal que había mantenido hasta ese momento suelto sobre los hombros:
—Dormiré a bordo… —replicó al fin con un leve temblor en la voz—. No quiero pasar la noche en tierra.
Sin más, echó a andar hacia la orilla y se detuvo, muy erguida, junto a uno de los botes. Los comensales se miraron, incómodos y embarazados, y al fin su madre se puso a su vez en pie y comentó:
—Tal vez tenga razón, y sea mejor que las mujeres durmamos en el barco. Estaremos más cómodas, y también los caballeros se sentirán más a gusto a solas.
Consultó con una mirada a su esposo, éste hizo un gesto de asentimiento, y al instante cinco marinos acudieron presurosos a botar al agua la lancha en la que ya se acomodaban madre e hija.
Cuando la embarcación se hubo perdido en las tinieblas, rumbo a las luces del
Virgen Blanca
, el obeso capitán se volvió al caballero y sonrió afablemente.
—No debe recriminarle su actitud… —dijo—. Tanto animal extraño y monstruoso impresiona a cualquiera; en especial, a una muchacha tan joven y delicada.
—Pero la eduqué para que supiera hacer frente con valentía a los difíciles tiempos que nos ha tocado vivir… Su actitud de hoy, me decepciona… ¡Imaginar que alguien la mira desde las tinieblas…!
—A mí no me sorprende… —intervino desde su rincón el contramaestre de la guitarra—. Hemos encontrado huellas recientes en las cañadas y barrancos del extremo oeste.
—Serían de alguien que, como nosotros, buscaba agua o tortugas…
—También encontramos bancales cultivados y algunos frutales… —Hizo una pausa—. Y alguien me contó en alguna parte, que en una de estas islas vivió en un tiempo, y tal vez aún continúe viviendo, un horrendo arponero amotinado.
—¡Leyendas…!
—Las leyendas, señor… —fue la calmosa respuesta—, a menudo suelen tener por estas regiones del planeta alguna base cierta.
Casi inconscientemente, los ojos se volvieron hacia la isla, en un vano intento de taladrar la oscuridad.
Nada vieron, pero
la Iguana Oberlus
los estaba viendo a todos.
El
Moskenesoy
, un moderno ballenero noruego de alto bordo y tres hermosos mástiles, recaló una tarde en busca de galápagos con que surtir su despensa pala una larga travesía. Había iniciado su viaje dos años atrás, y aún navegaría otro más antes de emprender regreso a Bergen, con las bodegas atestadas de un aceite que haría aún más ricos a sus armadores y a su borracho capitán.
La reconocida afición al ron de dicho capitán, había dado como fruto en aquellos dos años el relajamiento total de la disciplina a bordo, hasta el punto de que, cuando a los tres días de la partida de la isla de Hood, alguien advirtió por primera vez la ausencia de Knut, un gaviero algo retrasado mental, la conclusión lógica fue que, probablemente, había caído de noche al mar, con lo que se dio por zanjado el asunto.
El capitán pasó a su cuenta el salario que debería haber abonado al perdido gaviero en la siguiente escala, y nadie dedicó jamás un simple recuerdo al pobre tonto.
Éste, por su parte, ni siquiera hubiera sido capaz de explicar en noruego —el único idioma que hablaba— qué era lo que en realidad le había sucedido, porque acababa de voltear trabajosamente una pesada tortuga terrestre, y se disponía a ir en busca de sus compañeros para que le ayudaran a cargarla, cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza, todo se oscureció a su alrededor y cuando recobró el conocimiento fue para encontrarse encadenado junto a un mestizo que se hallaba en sus mismas condiciones frente al ser más horrendo y sobrecogedor que hubiese visto ni aun en sus peores pesadillas.
Todo intento de comunicación resultó desde un principio inútil, pero la rapidez con que el «monstruo» se enfurecía, y el terror sin límites que el mestizo demostraba, hicieron comprender, incluso a su débil mente acostumbrada desde siempre a recibir órdenes, que no era desde luego aquel ni el lugar ni el momento de comenzar a cambiar de actitud, y aceptó sumiso cuantos esfuerzos le exigieron.
A partir de entonces, y en una especie de acuerdo tácito que no necesitaba mayor explicación, Sebastián Mendoza se convirtió en su capataz y maestro, y el noruego Knut se acostumbró a seguirle como un perro fiel, haciendo cuanto el otro le indicaba, y repitiendo, como un loro sin gracia, todas sus palabras.
Miraba a su alrededor, de reojo, cuando el otro lo hacía buscando a Oberlus, se sentaba a comer cuando Sebastián comía, y a la caída de la noche se dejaba caer, como el chileno, dondequiera que se encontrase, permaneciendo inmóvil y en silencio, atemorizado, hasta que el sueño le vencía durante las doce horas que duraba la oscuridad en aquellas latitudes ecuatoriales.
Con el paso del tiempo, Mendoza y él se hicieron cómplices, aunque dicha complicidad se limitaba a compartir sus miedos y sus penalidades, incapaces de concebir un plan que les permitiese sacudir el yugo de la esclavitud.
Mientras tanto, la
Iguana
les vigilaba. No sabían cuándo, ni de qué modo, pero aunque en ocasiones transcurrieran dos o tres días sin distinguirle por parte alguna, como si en realidad se lo hubiera tragado la tierra, el súbito grito de un pájaro, el rumor de unas ramas al moverse, o la presencia de una huella fresca en el sendero, les recordaba que seguía allí, siempre en derredor.
A Oberlus le gustaba ese juego, y le gustaba retirarse luego a su refugio, en la cueva del acantilado, que había ido acondicionando hasta convertir en un lugar sumamente agradable, lo más parecido a un «hogar» que había tenido nunca, sabiendo que allí fuera, dos hombres trabajaban para él y vivían en una constante tensión, vencidos por el miedo.
Se sentía poderoso. Por primera vez alguien era aún menos que él, y ésa era una sensación nueva y maravillosa, porque nunca había tenido ocasión de ordenar a nadie que hiciera nada, y ahora lo hacía, y además le obedecían.
Y era algo grande en verdad deslizarse por los vericuetos de la isla, que tan bien conocía, y acechar oculto los movimientos de sus «esclavos», captar la magnitud de su miedo, y avivarlo con pequeños detalles que les desasosegaban, manteniéndolos en un constante estado de ansiedad. En esos momentos se sentía como un dios que todo lo viera sin que los demás pudieran saber nunca, exactamente, dónde se encontraba y qué era lo que hacía.