El Viajero (9 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

—Ya hemos oído tus relatos —repuso Michael—. No volvamos a eso, ¿de acuerdo? Tenemos que hablar con el médico y asegurarnos de que estás cómoda.

—No. Michael. Déjala hablar —intervino Gabriel inclinándose sobre la cama. Se sentía interesado y un poco asustado al mismo tiempo. Quizá fuera aquél el momento en que todo les iba a ser revelado, que les serían explicadas las razones de los sufrimientos de su familia.

—Sé que os he contado diversas historias —dijo la señora Corrigan—. Lo siento. La mayoría no eran ciertas. Únicamente pretendía protegeros.

Michael miró a su hermano y asintió con aire triunfante. Gabriel comprendió lo que su hermano intentaba decirle: «¿Lo ves? ¿Qué te he dicho siempre? Todo era mentira».

—He esperado demasiado —prosiguió su madre—. Es tan difícil explicarlo... Vuestro padre era... Lo que dijo... Yo no... —Los labios le temblaban como si miles de palabras forcejearan por salir—. Vuestro padre era un Viajero.

Ella levantó los ojos hacia Gabriel. «Créeme —decía la expresión de su rostro—: Por favor, créeme.»

—Sigue —dijo Gabriel.

—Los Viajeros pueden salir de sus cuerpos y entrar en otros dominios. Ésa es la razón de que la Tabula intente matarlos.

—Mamá, no hables más. No harás más que fatigarte. —Michael parecía alterado—. Pediremos que venga el médico para que haga que te encuentres mejor.

La señora Corrigan levantó la cabeza de la almohada.

—No hay tiempo, Michael. No hay tiempo de nada. Tienes que escucharme. La Tabula intentó... —La confusión volvió a apoderarse de ella—. Y entonces, nosotros...

—Está bien. Está bien —la tranquilizó Gabriel dulcemente.

—Un Arlequín llamado Thorn nos encontró cuando vivíamos en Vermont —prosiguió ella—. Los Arlequines son gente peligrosa, cruel y violenta, pero han jurado defender a los Viajeros. Durante unos años estuvimos a salvo, pero después Thorn no pudo seguir protegiéndonos de la Tabula. Nos dio dinero y la espada.

Su cabeza se desplomó en la almohada. Cada palabra que decía la agotaba, le arrancaba pequeños fragmentos de vida.

—Os he visto crecer —continuó—. Os he visto a los dos buscando las señales. Yo no sé si podéis cruzar a otros dominios, pero si tenéis ese poder, debéis esconderos de la Tabula.

Cerró los ojos con fuerza mientras el dolor le traspasaba el cuerpo. Desesperado, Michael le acarició el rostro.

—Estoy aquí, mamá. Y Gabe también. Nosotros te protegeremos. Voy a contratar más médicos. A los que haga falta...

La señora Corrigan respiró profundamente. Su cuerpo se puso rígido y después se relajó. Pareció que la habitación se enfriaba de repente, como si alguna especie de energía se hubiera escapado por el resquicio de la puerta. Michael dio media vuelta y salió corriendo del cuarto pidiendo auxilio, pero Gabriel comprendió que todo había acabado.

Después de que el doctor Chattarjee certificara la muerte, Michael consiguió una lista de las funerarias locales en el mostrador de las enfermeras y llamó a una con el móvil. Les dio la dirección, solicitó una cremación ordinaria y les facilitó el número de su tarjeta de crédito.

—¿Te parece bien? —le preguntó a su hermano.

—Desde luego. —Gabriel se sentía exhausto y entumecido. Contempló la forma oculta bajo la sábana. Un cascarón sin Luz.

Permanecieron al lado del lecho hasta que llegaron los empleados de la funeraria. Metieron el cuerpo en una bolsa, lo colocaron en una camilla y lo llevaron al piso de abajo hasta una ambulancia sin distintivos. Cuando el vehículo se alejó, los dos hermanos se quedaron de pie, juntos, bajo la luz de seguridad.

—Cuando hubiera ganado dinero suficiente tenía pensado comprarle una casa con un buen jardín —dijo Michael—. Creo que le habría gustado. —Miró por el aparcamiento, como si hubiera perdido algo valioso—. Comprarle una casa era uno de mis objetivos.

—Tenemos que hablar sobre lo que nos ha dicho.

—Hablar, ¿de qué? ¿Eres capaz de explicarme algo de lo que nos acaba de contar? Mamá nos explicaba historias de fantasmas y animales parlantes, pero nunca mencionó a nadie llamado Viajero. Los únicos viajes que hicimos fueron en la parte de atrás de aquella maldita camioneta.

Gabriel sabía que su hermano estaba en lo cierto. Las palabras de su madre no tenían sentido. Siempre había confiado en que ella les ofrecería una explicación de lo sucedido a la familia. Pero ya nunca lo sabrían.

—Pero quizá sea verdad en parte. De alguna manera...

—No quiero discutir contigo. Ha sido una noche muy larga y los dos estamos cansados. —Michael extendió los brazos y abrazó a su hermano—. Ahora sólo estamos tú y yo. Debemos apoyarnos mutuamente. Descansa un poco y hablaremos por la mañana.

Michael se puso al volante de su Mercedes y salió del aparcamiento. Cuando Gabriel subió a su moto y puso en marcha el motor, Michael ya enfilaba Ventura Boulevard.

La luna y las estrellas aparecían ocultas por una espesa neblina. Un poco de ceniza flotó por el aire y se le pegó en la pantalla de lexan del casco. Metió la tercera y se lanzó hacia el cruce. Examinó el tráfico y vio que Michael cogía la rampa que conducía a la autopista. Tras el Mercedes iban cuatro vehículos. Aceleraron, formaron un grupo y se dirigieron a la rampa. Todo había sucedido muy deprisa, pero Gabriel comprendió que iban juntos y seguían a su hermano. Metió la cuarta y aceleró. Podía sentir la vibración del motor en manos y piernas. Un rápido quiebro a la izquierda, otro a la derecha y ya estaba en la autopista.

Llegó a la altura del grupo de vehículos un kilómetro más allá. Había dos furgonetas sin distintivos y dos todoterrenos con matrículas de Nevada. Los cuatro tenían cristales ahumados, y resultaba imposible ver quién había en su interior. Michael no había variado su modo de conducir: parecía completamente ajeno a lo que estaba sucediendo. Mientras Gabriel observaba, uno de los todoterrenos adelantó a Michael por la izquierda en tanto que otro se situaba justo detrás del Mercedes. Los cuatro conductores se comunicaban y maniobraban, listos para el siguiente movimiento.

Michael se situó a la derecha mientras su hermano se aproximaba al desvío de la autopista de San Diego. Iban todos tan deprisa que las luces pasaban como destellos. Gabriel acarició el freno y se inclinó ligeramente para tomar la curva. Salieron de ella y enfilaron por la subida hacia Sepulveda Pass.

Pasó otro kilómetro. Entonces, el todoterreno que iba delante del Mercedes frenó mientras que las dos furgonetas se colocaban a ambos lados del coche. Michael había quedado encajonado. Gabriel estaba lo bastante cerca para oír a su hermano dando bocinazos. Michael se desplazó ligeramente a la izquierda, pero el conductor del todoterreno replicó agresivamente arremetiendo contra el costado del Mercedes. Los cuatro vehículos aminoraron a la vez mientras Michael buscaba un modo de escapar.

El móvil de Gabriel empezó a sonar. Lo conectó y oyó la asustada voz de su hermano.

—¡Gabe! ¿Dónde estás?

—Doscientos metros detrás de tu coche.

—Tengo problemas. Esos tíos me están acorralando.

—Tú no te detengas. Intentaré abrirte un hueco.

Cuando la moto pasó por un bache, Gabriel notó que algo pesado se le movía en la bolsa de mensajero. Llevaba todavía la llave inglesa y el destornillador. Sujetando el manillar con la mano derecha, abrió el cierre de velcro, metió la mano y agarró la pesada herramienta. Luego, aceleró y se situó entre el Mercedes y la furgoneta del carril derecho.

—Prepárate —dijo a Michael—. Estoy justo a tu lado.

Gabriel se aproximó a la furgoneta y golpeó la ventanilla con la llave. El vidrio se astilló. Golpeó una segunda vez, y el cristal saltó hecho añicos.

Por un breve instante divisó al conductor, un tipo joven con un pendiente y la cabeza rapada. El hombre pareció sorprenderse cuando Gabriel le arrojó la llave inglesa a la cara. La furgoneta se desvió a la derecha y dio contra el guardarraíl. El metal rozó contra el metal lanzando una lluvia de chispas en la oscuridad. «Sigue. No mires atrás», se dijo Gabriel y siguió a su hermano fuera de la autopista por la rampa de salida.

7

Los cuatro coches siguieron adelante por la autopista, pero Michael continuó conduciendo como si todavía lo persiguieran; Gabriel siguió al Mercedes por la empinada carretera donde se elevaban hacia el cielo lujosas mansiones cuyos cimientos los formaban delgados pilares de metal. Después de dar varias vueltas acabaron en las montañas que dominaban el valle de San Fernando. Michael dejó la carretera y se detuvo en el aparcamiento de una iglesia abandonada y tapiada. Botellas y latas vacías de cerveza se diseminaban por el asfalto.

Gabriel se quitó el casco mientras su hermano se apeaba del coche. Michael parecía furioso y agotado.

—Ha sido la Tabula —dijo Gabriel—. Sabían que madre estaba a punto de morir y que iríamos a la residencia. Nos esperaron en el bulevar y decidieron ir primero a por ti.

—Esa gente no existe. Nunca ha existido.

—¡Vamos, Michael! Yo mismo vi cómo intentaban sacarte de la carretera.

—No lo entiendes. —Michael caminó por el vacío aparcamiento y dio un puntapié a una lata vacía—. ¿Recuerdas cuando compré aquel primer edificio de Melrose Avenue? ¿De dónde crees que saqué el dinero?

—Me dijiste que provenía de unos inversores de la Costa Este.

—Era de una gente a la que no le gusta hacer la declaración de renta. Tienen un montón de pasta que no pueden meter en una cuenta corriente. La mayor parte de la financiación la aportó un tipo de la mafia llamado Vincent Torrelli, de Filadelfia.

—¿Cómo se te ocurre hacer negocios con gente como ésa?

—¿Y qué se suponía que debía hacer? —Michael adoptó un aire desafiante—. El banco no quiso concederme un préstamo. Yo no usaba mi nombre verdadero, así que acepté el dinero de Torrelli y compré el edificio. Hace un año estaba viendo las noticias cuando me enteré de que Torrelli había sido asesinado a las puertas de un casino de Atlantic City. Al dejar de recibir noticias de su familia y amigos interrumpí mis envíos de dinero a un apartado de correos de Filadelfia. Vincent tenía un montón de secretos. Imagino que no debió de hablar con sus socios acerca de su inversión en Los Ángeles.

—¿Y ahora lo han descubierto?

—Eso creo. No tiene nada que ver con los Viajeros ni con ninguno de los cuentos de mamá. No es más que la mafia que intenta recuperar su dinero.

Gabriel volvió a su motocicleta. Si miraba hacia levante podía ver el valle de San Fernando. Distorsionado por la sucia atmósfera, las luces del valle brillaban con un apagado color naranja. En esos momentos, lo único que deseaba era subir a su moto y largarse al desierto, a algún lugar solitario donde pudiera contemplar las estrellas y el faro de su moto barriera un camino de tierra. Perderse. Deseaba perderse. Habría dado cualquier cosa a cambio de deshacerse de su pasado y de la sensación de hallarse prisionero en una inmensa cárcel.

—Lo siento —dijo Michael—. Las cosas empezaban a ir en la buena dirección, pero ahora lo he jodido todo.

Gabriel observó a su hermano. En una ocasión, cuando vivían en Texas, su madre se había despistado tanto que llegó a olvidarse de que estaban en Navidad. El día de Nochebuena no había un solo adorno navideño en toda la casa. A pesar de todo, Michael apareció al día siguiente con un árbol de Navidad y unos cuantos videojuegos que había birlado en una tienda de electrónica. Poco importaba lo que les sucediera. Siempre serían hermanos. Unidos contra el mundo.

—Olvídate de esos tipos, Michael. Larguémonos de Los Ángeles.

—Dame un día o dos. Quizá pueda llegar a un trato. Hasta entonces nos instalaremos en un motel. Ir a casa no resulta seguro.

Gabriel y Michael pasaron la noche en un motel al norte de la ciudad. Las habitaciones estaban a quinientos metros de la Ventura Freeway, y el sonido del tráfico entraba por las ventanas. Cuando Gabriel se despertó a las cuatro de la madrugada oyó a su hermano hablando a través del móvil en el cuarto de baño. «Puedo elegir —susurraba Michael—, pero tú haces que parezca que no me queda elección posible.»

Por la mañana, Michael se quedó en la cama cubriéndose la cabeza con las sábanas. Gabriel salió, fue a un restaurante cercano y compró unos
muffins
y café. El periódico del exhibidor mostraba una fotografía de dos hombres huyendo ante un muro de fuego, y un titular que proclamaba: «Fuertes vientos avivan los incendios del sur».

Cuando regresó al cuarto, Michael se había levantado y tomado una ducha. Estaba limpiándose los zapatos con una toalla húmeda.

—Va a venir a verme alguien. Creo que podrá resolver el asunto.

—¿Quién es?

—Su nombre verdadero es Frank Salazar, pero todo el mundo lo llama «Señor Bubble»
[2]
. Cuando era un chaval, en Los Ángeles este, se ocupaba de una de esas máquinas que hacen burbujas, en un club de baile.

Mientras Michael miraba las noticias de economía de la televisión, Gabriel se tumbó en la cama mirando el techo. Cerrando los ojos, se situó encima de su moto en la parte alta de la autopista que subía por la montaña hasta Angeles Crest. Reducía marchas, inclinándose en cada curva mientras un mundo verde corría a su alrededor. Por su parte, Michael permanecía de pie, caminando ante el televisor por el estrecho espacio cubierto de moqueta.

Alguien llamó. Michael atisbó por entre las cortinas y abrió la puerta. En el pasillo había un enorme samoano de ancha cara y crespos cabellos. Llevaba una camisa hawaiana encima de la camiseta, y no hacía el menor esfuerzo por ocultar la sobaquera donde tenía una automática del cuarenta y cinco.

—Hola, Deek. ¿Dónde está tu jefe?

—Abajo, en el coche. Primero tengo que comprobar esto.

El samoano entró e inspeccionó el baño y el diminuto vestidor. Deslizó sus manazas bajo las sábanas y levantó los cojines del sofá. Michael seguía sonriendo como si aquello fuera de lo más normal.

—No hay armas, Deek. Ya sabes que nunca llevo.

—La seguridad es lo primero. Eso es lo que el Señor Bubble dice todo el día.

Tras registrar a ambos hermanos, Deek salió y regresó al cabo de un minuto con un guardaespaldas sudamericano, un hombre mayor que llevaba grandes gafas de sol y una camisa de golf color turquesa. El Señor Bubble tenía manchas hepáticas en la piel, y se le veía una cicatriz quirúrgica cerca del cuello.

Other books

The Midnight Road by Piccirilli, Tom
The Devil Inside by Jenna Black
Interzeit: A Space Opera by Eddy, Samuel
Red to Black by Alex Dryden
Six Years by Harlan Coben