Sus padres habrían salido huyendo si se hubieran enterado de que alguien se interesaba por ellos; pero Gabriel llevaba cinco años en Los Ángeles, y nadie había llamado a su puerta. Quizá debería seguir el consejo de Maggie: ir a la universidad y conseguir un empleo como es debido. Si uno formaba parte de la Red, la vida se hacía más sustancial.
Mientras ponía en marcha la motocicleta, el relato de su madre volvió a él con todo su reconfortante poder. Él y Michael eran los dos príncipes perdidos disfrazados de harapos, pero valientes y llenos de recursos. Gabriel salió rugiendo por la rampa, se unió al tráfico y adelantó un camión. Segunda, tercera. Más deprisa. Volvía a estar en movimiento, siempre en movimiento. Una diminuta conciencia rodeada de máquinas.
Michael Corrigan creía que el mundo era un campo de batalla permanente. La guerra abarcaba las campañas de alta tecnología militar organizadas por Estados Unidos y sus aliados, pero también incluía los conflictos locales entre los países del Tercer Mundo y los genocidios entre distintas tribus, razas y religiones. Estaban los bombardeos y asesinatos terroristas, los francotiradores chiflados que mataban gente por motivos absurdos, las pandillas urbanas y los cultos y contrariados científicos que enviaban virus por correo a desconocidos. Los emigrantes de los países subdesarrollados inundaban los desarrollados a través de sus fronteras con horribles virus y bacterias, y la naturaleza se veía tan alterada por el crecimiento de la población que respondía con huracanes e inundaciones. Los casquetes polares se derretían y subía el nivel del mar mientras la capa de ozono era desgarrada por los aviones a reacción. A veces, Michael perdía el rastro de una amenaza concreta, pero siempre seguía al tanto del peligro general. La guerra nunca acabaría. Simplemente se extendía y reclamaba nuevas víctimas de modo sutil.
Michael vivía en el octavo piso de unos apartamentos de alto nivel, en Los Ángeles oeste. Había tardado cuatro horas en decorarlo por completo. El día en que firmó el contrato fue a una enorme tienda de muebles de Venice Boulevard y se llevó el mobiliario que recomendaban para una sala de estar, un despacho y un dormitorio. También quiso tomar en alquiler un apartamento idéntico en el mismo edificio para su hermano y dotarlo de muebles parecidos; pero, por alguna perversa razón, su hermano menor prefería vivir en la que debía ser la casa más fea de todo Los Ángeles y respirar los humos de la autopista.
Si Michael salía a la terraza podía divisar el Pacífico en la distancia. De todas maneras, las vistas no le interesaban y normalmente mantenía las cortinas cerradas. Tras su llamada a Gabriel se preparó un poco de café, se comió una barrita de proteínas y empezó a llamar a distintas compañías de inversiones inmobiliarias de Nueva York. A causa de la diferencia horaria de tres horas, allí estaban trabajando mientras él se paseaba por el salón en ropa interior.
—¡Tommy! Soy Michael. ¿Has recibido la propuesta que te mandé? ¿Qué opinas de ella? ¿Qué dijeron los del comité de créditos?
Habitualmente, los comités de crédito eran cobardes o insensatos; pero uno no podía permitir que eso lo detuviera. En los últimos cinco años, Michael había hallado suficientes inversores para comprar dos edificios de oficinas y estaba a punto de cerrar el trato para un tercero en Wilshire Boulevard. Michael esperaba que la gente se negara y siempre tenía listos sus contraargumentos.
Alrededor de las ocho abrió el vestidor y escogió un pantalón gris y un blazer azul marino. Mientras se hacía el nudo de la corbata de seda roja, caminó por el apartamento yendo de un televisor a otro. La noticia de la mañana eran los fuertes vientos de Santa Ana y el fuego. El incendio de Malibú amenazaba la casa de una estrella del baloncesto. En las montañas había otro incendio fuera de control, y las pantallas de televisión mostraban imágenes de gente metiendo en sus coches álbumes de fotos y ropa.
Tomó el ascensor para bajar hasta el aparcamiento y se metió en su Mercedes. En el momento en que salió de su apartamento se sintió igual que un soldado incorporándose a la batalla para ganar dinero. La única persona en la que podía confiar era Gabriel, pero estaba claro que su hermano menor nunca iba a conseguir un trabajo decente. Su madre estaba enferma, y Michael seguía pagando la quimioterapia. «No te quejes —se dijo—. Sigue luchando.»
Cuando hubiera ahorrado dinero suficiente, se compraría una isla en algún lugar del Pacífico. Ni él ni Gabriel tenían novia en esos momentos, y no sabía qué tipo de mujer sería la adecuada para un paraíso tropical. En su sueño, él y Gabriel montaban a caballo entre las olas de la orilla, y las dos esposas aparecían aún un tanto desenfocadas, de pie sobre unas rocas, vestidas de blanco. El mundo era cálido y soleado, y ellos estarían a salvo de verdad. Para siempre.
Cuando Gabriel llegó a la residencia, la vegetación de monte bajo seguía ardiendo en las montañas occidentales, y el cielo se veía de un color mostaza. Dejó la moto en el aparcamiento y entró. El establecimiento era un hotel de dos plantas reconvertido, con camas para dieciséis pacientes terminales. Una enfermera filipina llamada Ana se encontraba sentada tras el mostrador del vestíbulo.
—Me alegro de que hayas venido, Gabriel, tu madre pregunta por ti.
—Lamento no haber traído donuts esta noche.
—Adoro los donuts, pero ellos me adoran aún más a mí. —Ana se pellizcó el rollizo brazo—. Tienes que ir a ver a tu madre ahora mismo. Es muy importante.
Las empleadas de la residencia fregaban el suelo y cambiaban las sábanas constantemente. A pesar de todo, el edificio olía a orines y a flores muertas. Gabriel subió por la escalera hasta el segundo piso y caminó por el pasillo. Las lámparas fluorescentes del techo emitían un suave zumbido.
Su madre dormía cuando entró en la habitación. El cuerpo se había convertido en un pequeño bulto bajo la blanca sábana. Siempre que visitaba la residencia, Gabriel se esforzaba por recordar cómo había sido su madre cuando él y Michael eran pequeños. Le gustaba cantar para sí cuando estaba sola, principalmente viejas canciones de rock and roll tipo
Peggy Sue
o
Blue Suede Shoes
. Le encantaban los cumpleaños o cualquier ocasión que la familia tuviera para celebrar una fiesta. A pesar de que vivían en habitaciones de motel, siempre estaba dispuesta a celebrar Arbor Day o el día más corto del año.
Gabriel se sentó al lado de la cama y cogió la mano de su madre. La notó fría, de modo que se la estrechó con fuerza. A diferencia de los demás pacientes de la residencia, su madre no había llevado con ella cojines especiales ni fotos enmarcadas que pudieran transformar el estéril entorno en un pequeño hogar. Su único gesto personal se había producido cuando solicitó que le desconectaran el televisor del cuarto y se lo llevaran. El cable de la antena había quedado enrollado en el suelo igual que una fina serpiente. Una vez a la semana, Michael le enviaba un ramo de flores frescas a la habitación. La última entrega de una docena de rosas databa de casi siete días atrás, y los pétalos caídos casi habían formado una alfombra alrededor del blanco jarrón.
Los ojos de la señora Corrigan parpadearon y se abrieron para contemplar a su hijo. Tardó sólo unos segundos en reconocerlo.
—¿Dónde está Michael?
—Vendrá el miércoles.
—El miércoles no. Será demasiado tarde.
—¿Por qué?
Ella soltó la mano y habló en tono tranquilo.
—Voy a morir esta noche.
—¿De qué estás hablando?
—Ya no quiero más dolor. Estoy cansada de este viejo cascarón.
«Cascarón» era el modo en que su madre se refería a su cuerpo. Todo el mundo tenía un cascarón y llevaba a todas partes una pequeña cantidad de algo llamado La Luz.
—Todavía estás fuerte —dijo Gabriel—. No vas a morir.
—Llama a Michael y dile que venga.
Cerró los ojos, y Gabriel salió al pasillo. Ana estaba allí, sosteniendo unas sábanas limpias.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que va a morir.
—A mí me dijo lo mismo cuando empecé mi turno —comentó Ana.
—¿Quién es el médico de guardia esta noche?
—Chattarjee, el indio; pero ha salido a cenar.
—Hazlo llamar a través de megafonía. Ahora. Por favor.
Ana bajó al mostrador de las enfermeras mientras Gabriel conectaba el móvil. Marcó el número de Michael, y su hermano respondió a la tercera llamada. Al fondo se oía ruido de gente.
—¿Dónde estás? —preguntó Gabriel.
—En el estadio de los Dodger, en la cuarta fila. Justo detrás de la base de llegada. Es estupendo.
—Yo estoy en la residencia. Has de venir sin pérdida de tiempo.
—Me pasaré a las once, Gabe. Puede que un poco más tarde, cuando haya acabado el partido.
—No. Esto no puede esperar.
Gabriel oyó más ruidos de multitud y la apagada voz de su hermano diciendo: «Disculpe, disculpe». Seguramente Michael había abandonado su asiento para alcanzar las escaleras del estadio de béisbol.
—No lo entiendes —protestó Michael—. Esto no es por diversión. Es por negocios. He pagado un montón de dinero por esos asientos. Esos banqueros van a financiar la mitad de mi nuevo edificio.
—Mamá ha dicho que va a morir esta noche.
—¿Y qué opina el médico?
—Ha salido a cenar.
Uno de los jugadores debió de conseguir un tanto porque el público empezó a corear.
—¡Pues ve a buscarlo! —gritó Michael.
—Ella está convencida. Creo que puede ocurrir. Ven tan deprisa como puedas.
Gabriel desconectó el móvil y regresó a la habitación de su madre. Una vez más le cogió la mano, pero esta vez pasaron varios minutos antes de que ella abriera los ojos.
—¿Está Michael aquí?
—Lo he llamado. Se encuentra de camino.
—He estado pensando en los Leslie...
Aquél era un nombre que Gabriel nunca había oído. A ratos, su madre solía mencionar a cierta gente y contar historias acerca de ellos; pero Michael estaba en lo cierto: ninguna tenía sentido.
—¿Quiénes son los Leslie?
—Amigos de la universidad. Estaban en la boda. Cuando tu padre y yo nos fuimos de luna de miel, les dejamos que se quedaran en nuestro apartamento de Minneapolis. El suyo lo estaban pintando y... —La señora Corrigan cerró los ojos con fuerza, como si intentara verlo todo—. Entonces volvimos de nuestra luna de miel y nos encontramos a la policía allí. Unos hombres habían entrado por la noche y matado a tiros a nuestros amigos mientras dormían en nuestra cama. La intención de los asesinos era acabar con nosotros, pero se equivocaron.
—¿Querían matarte? ¿A ti? —Gabriel se esforzaba por mantener la calma porque no quería sobresaltarla e interrumpirla—. ¿Cogieron a los asesinos?
—Tu padre me obligó a meterme en el coche, y empezamos a conducir. Fue entonces cuando me contó quién era en realidad.
—¿Y quién era?
Pero entonces la madre de Gabriel calló de nuevo, flotando en un mundo de sombras que estaba a medio camino del más allá. Él siguió sosteniéndole la mano hasta que se despertó nuevamente e hizo la misma pregunta de antes:
—¿Ha venido Michael? ¿Va a venir?
El doctor Chattarjee regresó a la residencia a las ocho en punto, y Michael apareció unos minutos más tarde. Como de costumbre, estaba alerta y rebosante de energía. Todos se quedaron de pie ante el mostrador de las enfermeras mientras Michael intentaba averiguar lo que sucedía.
—Mi madre dice que va a morir.
Chattarjee era un educado hombrecillo que vestía una manchada bata de médico. Examinó el historial de la madre de los Corrigan para demostrar que era consciente del problema.
—Los enfermos de cáncer dicen con frecuencia cosas así, señor Corrigan.
—¿Y cuáles son los hechos?
El médico hizo una anotación en el expediente.
—Puede morir en los próximos días o en las próximas semanas. Es imposible de precisar.
—¿Y esta noche?
—Sus constantes no han variado.
Michael se alejó del doctor Chattarjee y fue hacia la escalera para subir. Gabriel siguió a su hermano. En la escalera únicamente estaban ellos dos. Nadie más podía oírlos.
—Te ha llamado «señor Corrigan».
—Así es.
—¿Cuándo has empezado a utilizar tu verdadero nombre?
Michael se detuvo en el rellano.
—Lo he estado haciendo desde el último año, sólo que no te lo había dicho. En estos momentos tengo un número de la seguridad social y pago impuestos. Mi nuevo edificio de Wilshire Boulevard va a tener un propietario legal.
—Entonces, formas parte de la Red.
—Yo soy Michael Corrigan, y tú eres Gabriel Corrigan. Ésos somos nosotros.
—Ya sabes lo que dijo papá...
—¡Maldita sea, Gabe! No podemos repetir una y otra vez la misma conversación. Nuestro padre estaba loco. Y mamá era tan débil que le seguía la corriente.
—Entonces, ¿por qué nos atacaron aquellos hombres y quemaron nuestra casa?
—Por culpa de nuestro padre. Obviamente debió hacer algo malo, algo ilegal. Nosotros no somos culpables de nada.
—Pero la Red...
—La Red no es más que la vida moderna. Todo el mundo tiene que enfrentarse a ella. —Michael tendió la mano y la apoyó en el brazo de Gabriel—. Eres mi hermano, ¿de acuerdo? Pero también eres mi mejor amigo. Estoy haciendo esto por los dos. Lo juro por Dios. No podemos seguir comportándonos como cucarachas, escondiéndonos detrás de la pared cada vez que alguien enciende la luz.
Los dos hermanos entraron en la habitación y se situaron a ambos lados de la cama. Gabriel acarició la mano de su madre. Parecía como si toda la sangre le hubiera abandonado el cuerpo.
—Despierta, mamá —le dijo suavemente—. Michael está aquí.
Ella abrió los ojos y sonrió al ver a sus dos hijos.
—Aquí estáis —dijo—. Estaba soñando con vosotros.
—¿Cómo te encuentras? —Michael contempló el rostro y el cuerpo de su madre, evaluando su estado. La tensión de sus hombros y el nerviosismo con el que movía las manos demostraban que estaba preocupado; no obstante, Gabriel sabía que su hermano nunca dejaría que trasluciera. En lugar de admitir la más pequeña debilidad, seguía adelante—. Creo que pareces estar un poco mejor.
—Oh, Michael... —Su madre le sonrió fatigadamente, como si acabara de dejar manchas de barro en el suelo de la cocina—. No seas así, por favor. Esta noche no. Tengo que hablaros de vuestro padre.