El Viajero (3 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

Entre las vueltas de la cuerda de escape había un sobre marrón. Maya lo abrió y leyó la dirección y la hora de la cita: a las siete en punto en el barrio de Betlémské námesti, en la parte vieja de la ciudad. Dejó la espada en su regazo, apagó todas las luces e intentó meditar.

Las imágenes flotaron en su mente, recuerdos de la única ocasión en que había luchado por su cuenta como Arlequín. En aquella época tenía sólo diecisiete años, y su padre la había llevado a Bruselas para que protegiera a un monje zen que estaba de visita en Europa. El monje era un Explorador, uno de los maestros espirituales capaces de mostrar al potencial Viajero la forma de cruzar a otras esferas. A pesar de que los Arlequines no estaban obligados a proteger a los Exploradores, los ayudaban siempre que les era posible. Aquel monje era un gran maestro... y se encontraba en la lista de sentenciados de la Tabula.

Esa noche, en Bruselas, el padre de Maya y su amigo francés, Linden, se hallaban cerca de la suite del hotel del monje. A Maya se le encargó que vigilara la entrada del ascensor de servicio en el sótano. Cuando llegaron los dos mercenarios de la Tabula no había nadie para ayudarla. Disparó en el cuello a uno de ellos con su automática y acuchilló al otro con la espada hasta matarlo. La sangre le salpicó el uniforme gris de camarera, manchándole manos y brazos. Maya lloraba histéricamente cuando Linden la encontró.

Dos años más tarde, el monje murió en un accidente de coche. Toda aquella sangre y dolor fueron inútiles. «Tranquilízate —se dijo—. Busca tu mantra particular. ¡Oh Viajeros que estáis en el cielo, malditos seáis!»

Alrededor de las seis dejó de llover, y Maya decidió ir caminando hasta el apartamento de Thorn. Salió del hotel y enfiló por la calle Mostecká hasta que llegó al puente Carlos. El puente gótico de piedra es ancho y estaba adornado con luces de colores que iluminaban una larga hilera de estatuas. Un mochilero tocaba la guitarra ante una gorra mientras un artista callejero hacía un dibujo al carboncillo de una turista entrada en años. Hacia la mitad del puente había una estatua de un mártir bohemio, de la que recordó haber oído que daba buena suerte. La suerte no existía, pero le tocó de todos modos la placa de bronce que estaba al pie mientras susurraba para sus adentros: «Ojalá alguien me ame y yo pueda devolverle ese amor».

Avergonzada por semejante muestra de debilidad, avivó el paso y acabó de cruzar el puente en dirección a la plaza Vieja. Comercios, iglesias y clubes nocturnos en sótanos se apretujaban unos al lado de otros igual que pasajeros de un tren abarrotado. Jóvenes checos y extranjeros de mochila pululaban ante los bares con aire aburrido y fumando marihuana.

Thorn vivía en la calle Konvikská, una manzana al norte de la prisión secreta de la calle Bartholomejská. Durante la guerra fría, la policía de seguridad se había incautado del convento para albergar en él sus celdas y cámaras de tortura. En esos momentos las Hermanas de la Caridad volvían a ocuparlo y la policía se había trasladado a otros edificios cercanos. Mientras Maya caminaba por el barrio comprendió por qué Thorn se había instalado allí. Praga seguía teniendo un aspecto de otros tiempos, y la mayoría de los Arlequines detestaban todo lo que pareciera nuevo. La ciudad contaba con unos servicios médicos decentes, buenos transportes y comunicaciones a través de internet. Había un tercer factor aún más importante: la policía checa había heredado la moral de la era comunista. Si Thorn sobornaba a la gente adecuada podría tener acceso a los archivos de la policía y al servicio de pasaportes.

En cierta ocasión Maya había conocido a un gitano en Barcelona que le explicó por qué tenía derecho a robar bolsos y desvalijar los hoteles de turistas. Cuando los romanos crucificaron a Jesús, prepararon un clavo de oro para atravesar el corazón del Salvador; entonces, un gitano —para él había gitanos en el Jerusalén de la época— había robado el clavo. Ésa era la razón por la que Dios les había dado permiso para robar hasta el fin de los tiempos. Los Arlequines no eran gitanos, pero Maya llegó a la conclusión de que su disposición era bastante parecida. Su padre y los amigos de éste tenían un alto sentido del honor y de su particular moralidad. Eran disciplinados y leales unos con otros, pero despreciaban las leyes de los ciudadanos. Los Arlequines se creían con el derecho de matar y destruir en virtud de su juramento de proteger a los Viajeros.

Dejó atrás la iglesia de la Santa Cruz y echó un vistazo al otro lado de la calle, hacia el número 18 de la calle Konvikská. Era un portal rojo encajonado entre una fontanería y una tienda de lencería en cuyo escaparate un maniquí lucía un liguero y unas medias de lentejuelas. Por encima del nivel de la calle había otros dos pisos, y todas las ventanas superiores aparecían o bien cerradas o bien pintadas de un gris sucio. Los Arlequines tenían como mínimo tres salidas en todas sus casas, una de las cuales era siempre secreta. Ese edificio tenía su puerta principal, roja, y otra más en la parte de atrás. Probablemente había un pasadizo secreto que conducía al piso de abajo y hasta la tienda de lencería.

Abrió la tapa del tubo portaespadas y lo inclinó ligeramente hacia delante de modo que la empuñadura sobresaliera apenas unos centímetros. En Londres, le habían llegado las órdenes del modo habitual: dentro de un sobre marrón que deslizaron por debajo de su puerta. Ignoraba si Thorn seguía con vida y si la esperaba en ese edificio. Si la Tabula había averiguado que había estado implicada en la matanza del hotel, nueve años atrás, le sería más fácil engañarla para hacerla salir de Inglaterra y ejecutarla en una ciudad extranjera.

Después de cruzar la calle, Maya se detuvo ante la tienda de lencería y contempló el escaparate. Buscó el tradicional símbolo Arlequín —como una máscara o un trozo de tela con los consabidos rombos—, cualquier cosa que pudiera aliviar su creciente tensión. Eran las siete en punto. Paseó lentamente por la acera hasta que vio una marca de tiza en el pavimento. Era una forma oval con tres líneas rectas: la representación abstracta del laúd de un arlequín. De haber sido obra de la Tabula, se habrían tomado la molestia de hacer que el dibujo se pareciera al instrumento. Sin embargo, la marca parecía hecha de cualquier manera, como si la hubiera dibujado un niño que no tuviera otra cosa que hacer.

Llamó al timbre. Escuchó un zumbido y vio que había una cámara de vigilancia escondida en un receptáculo metálico encima de la puerta. El cierre automático se abrió. Maya entró y se encontró en un pequeño vestíbulo que conducía a una empinada escalera de hierro. A su espalda, la puerta se cerró y un perno de diez centímetros encajó en la cerradura. Estaba atrapada. Desenvainó la espada, colocó el guardamanos y empezó a subir. Al final de la escalera había otra puerta de acero y otro timbre. Llamó, y una voz electrónica sonó en el intercomunicador.

—Identificación de voz, por favor.

—A la mierda.

Un ordenador le analizó la voz y tres segundos más tarde la segunda puerta se abría. Maya entró en una espaciosa y blanca estancia con el suelo de madera. El apartamento de su padre resultaba austero y pulcro. No había nada de plástico, nada artificial o estridente. Una pared a media altura definía el pasillo de entrada y la sala de estar. Ese espacio contenía un sillón de cuero y una mesa de centro de vidrio con una única orquídea amarilla en un jarrón de cristal.

Dos pósteres enmarcados colgaban de la pared. Uno era el cartel que anunciaba una muestra de espadas samuráis en el Instituto Nezu de Bellas Artes de Tokio. «El camino de la espada.» «La vida del guerrero.» El segundo era la reproducción de un collage de Marcel Duchamp, de 1914, titulada
Tres paradas habituales
. El artista había dejado caer una serie de cuerdas sobre un lienzo azul prusia donde después había dibujado su perfil. Al igual que cualquier otro Arlequín, Duchamp no luchaba contra el azar y la casualidad, sino que los había utilizado para crear su arte.

Maya oyó el sonido de pies desnudos caminando; un joven de cabeza rapada apareció por la esquina sosteniendo una metralleta alemana. El hombre sonreía y llevaba el arma inclinada cuarenta y cinco grados hacia abajo. Maya decidió que haría un quiebro hacia la izquierda y le abriría la cara con su espada si él era lo bastante insensato para apuntarla.

—Bienvenida a Praga —le dijo el joven en un inglés con acento ruso—. Tu padre estará contigo en un minuto.

Vestía unos pantalones sujetos con un cordón y una camiseta sin mangas con unos caracteres japoneses impresos en la tela. Maya vio que tenía los brazos y el cuello adornados con numerosos tatuajes: serpientes, demonios, visiones del infierno. No le hacía falta verlo desnudo para saber que debía de ser una especie de caballero andante. Los Arlequines siempre se las arreglaban para reclutar tipos raros y marginados que los sirvieran.

Maya volvió a meter la espada en el tubo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Alexi.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Thorn?

—No es un trabajo. —El joven parecía muy satisfecho de sí mismo—. Ayudo a tu padre y él me ayuda a mí. Me estoy entrenando para ser maestro de artes marciales.

—Y lo está haciendo muy bien —terció el padre de Maya.

Ella oyó su voz primero. Luego, Thorn entró en la sala de estar en una silla de ruedas eléctrica. Su espada Arlequín estaba en una vaina sujeta al apoyabrazos. Thorn se había dejado crecer la barba los dos últimos años. Sus brazos y su tórax seguían siendo tan fuertes que hacían que los demás se olvidaran de sus marchitas e inútiles piernas.

Thorn dejó de moverse y sonrió a su hija.

—Buenas tardes, Maya.

La última vez que había visto a su padre había sido en Peshawar, la noche en que Linden lo había bajado de las montañas de la frontera noroeste. Thorn estaba inconsciente y las ropas de Linden, cubiertas de sangre.

Utilizando artículos de periódico falsos, la Tabula había atraído a Thorn, a una Arlequín china llamada Willow y a otro Arlequín australiano llamado Libra hasta una zona tribal de Pakistán. Allí, dos niños —un chico de doce años y su hermana de diez— convencieron a Thorn de que había unos Viajeros que corrían peligro a manos de un fanático líder religioso. Los cuatro Arlequines y sus colaboradores cayeron en una emboscada de los mercenarios de la Tabula en los pasos montañosos. Willow y Libra resultaron muertos. Thorn recibió un impacto de metralla en la espalda que lo dejó paralítico de cintura para abajo.

Dos años más tarde, su padre vivía en un apartamento de Praga con un chiflado lleno de tatuajes que le hacía de sirviente, y todo resultaba estupendo. Dejemos atrás el pasado y sigamos adelante. En esos momentos, Maya casi se alegraba de que su padre estuviera parapléjico. De no haber caído herido seguramente habría negado que la emboscada hubiera tenido lugar.

—Bueno, Maya, ¿cómo estás? —Thorn se volvió hacia el ruso y añadió—: Hace mucho que no veía a mi hija.

El hecho de que utilizara la palabra «hija» enfureció a Maya: significaba que la había hecho ir a Praga para pedirle un favor.

—Más de dos años —dijo ella.

—¿Dos años? —Alexi sonrió—. Pues creo que tendréis mucho de que hablar.

Thorn hizo un gesto con la mano, y el ruso cogió un escáner de una mesa cercana. Parecía uno de esos bastones que se usaban en los controles de seguridad de los aeropuertos, solo que había sido diseñado para detectar las pequeñas bolas localizadoras que usaba la Tabula. Las bolas tenían el tamaño de una perla y emitían una señal que podía ser detectada por los satélites GPS. Había bolas que emitían señales de radio y otras que lo hacían con infrarrojos.

—No pierdas el tiempo buscando cuentas. La Tabula no está interesada en mi persona.

—Únicamente estoy siendo precavido.

—Yo no soy una Arlequín, y ellos lo saben.

El escáner no emitió ninguna señal. Alexi salió de la estancia, y Thorn puso en marcha la silla. Maya sabía que su padre había ensayado mentalmente aquella conversación. Probablemente había empleado unas cuantas horas pensando qué ropa llevar y cómo disponer el mobiliario. Al diablo con todo. Iba a pillarlo por sorpresa.

—Tienes un sirviente muy agradable. —Se sentó en el sillón mientras Thorn rodaba hacia ella—. Francamente colorista.

Normalmente, en sus conversaciones privadas, hablaban en alemán, pero Thorn estaba haciéndole una concesión: Maya tenía pasaportes de distintas nacionalidades, pero esos días se consideraba británica.

—Ah, sí. Los tatuajes. —Su padre sonrió—. Alexi ha pedido a un especialista que le dibuje en el cuerpo una escena del Primer Dominio. No es muy agradable, pero la elección es suya.

—Sí. Todos tenemos libertad para elegir. Incluso los Arlequines.

—No pareces contenta de verme, Maya.

Ella había previsto mantener el control y mostrarse disciplinada, pero las palabras le salieron solas como un torrente.

—Mira, te saqué de Pakistán. La verdad es que soborné o amenacé a casi todos los funcionarios del país con tal de meterte en aquel avión. Luego, en Dublín, Madre Bendita se hizo cargo. Y me pareció bien. Al fin y al cabo es su territorio. Al día siguiente la llamé por teléfono vía satélite y me dijo: «Tu padre está paralizado de cintura para abajo. No volverá a andar». Luego, me colgó y canceló su número de teléfono. Así, tal cual. Se acabó. Y durante dos años no he tenido noticias tuyas.

—Te estábamos protegiendo, Maya. Vivimos una época peligrosa.

—Eso díselo a ese jovencito de los tatuajes. Te he visto utilizar el peligro y la seguridad como excusas para cualquier cosa. Se han acabado las batallas. Ya no hay más Arlequines. En realidad sólo quedáis un puñado como tú, Linden y Madre Bendita.

—Shepherd vive en California.

—Tres o cuatro individuos no pueden cambiar nada. La guerra ha terminado. ¿No te das cuenta? La Tabula ha ganado. Nosotros hemos perdido.
Wir habere verloren.

Aquellas palabras en alemán parecieron afectarlo más que las dichas en inglés. Thorn tocó el mando de la silla de ruedas y se apartó ligeramente para que ella no pudiera verle los ojos.

—Tú también eres una Arlequín, Maya. Ésa es tu verdadera naturaleza. Tu pasado y tu futuro.

—No soy una Arlequín y no soy como tú. A estas alturas deberías saberlo.

—Necesitamos tu ayuda. Es importante.

—Siempre es importante.

—Necesito que vayas a Estados Unidos. Te lo pagaremos todo. Organízalo.

Other books

The Lion's Den by D N Simmons
Spotted Cats by William G. Tapply
Fakers by Meg Collett
Face the Music by Andrea K. Robbins
Mark of Four by Tamara Shoemaker
The Devil Will Come by Glenn Cooper
Sanctuary by T.W. Piperbrook