Mientras recobraba el equilibrio, un tercer individuo la sujetó por detrás y la levantó en el aire. La estrujó con todas sus fuerzas, intentando romperle las costillas; pero Maya dejó caer el bastón, echó las manos hacia atrás y le agarró las orejas. El hombre soltó un alarido mientras ella daba una voltereta hacia atrás por encima de su hombro y aterrizaba en el suelo.
Maya alcanzó la escalera mecánica, bajó los peldaños de dos en dos y vio a Padre de pie en el andén, al lado de las abiertas puertas de un tren. Él la cogió con la mano derecha y usó la izquierda para abrirse paso y entrar en el vagón. Las puertas se deslizaron adelante y atrás y al fin se cerraron. Los hinchas del Arsenal corrieron hacia el tren, golpeando las ventanillas con los puños, pero el convoy echó a rodar y se lanzó a toda velocidad por el túnel.
La gente estaba apelotonada. Maya oyó a una mujer que lloraba mientras el chico que tenía delante se apretaba un pañuelo contra la boca y la nariz. El vagón tomó una curva, y ella cayó sobre su padre, hundiendo el rostro en su abrigo de lana. Lo odiaba y lo quería, deseaba pegarle y abrazarlo, todo al mismo tiempo. «No llores —se dijo—. Te está observando. Los Arlequines no lloran.» Se mordió el labio con tanta fuerza que se desgarró la piel y notó el sabor de su propia sangre.
Maya llegó al aeropuerto de Rusynê a última hora de la tarde y cogió el autobús a Praga. La elección del medio de transporte constituía un acto menor de rebelión: un Arlequín habría alquilado un coche o tomado un taxi. Siempre podía cortarle el cuello al taxista y hacerse con el volante. Aviones y autobuses eran opciones peligrosas, pequeñas trampas con pocas escapatorias.
«Nadie va a matarme —se dijo—. A nadie le importo.» Los Viajeros heredaban sus poderes y por ello la Tabula intentaba exterminar a todos los miembros de una misma familia. Los Arlequines defendían a los Viajeros y a sus maestros Exploradores; pero la suya se trataba de una decisión voluntaria. Un niño Arlequín podía renunciar al camino de la espada, aceptar un nombre de ciudadano corriente y hallar un lugar en la Gran Máquina. Si se mantenía alejado de los problemas, la Tabula lo dejaría en paz.
Unos años antes, Maya había ido a ver a John Mitchell Kramer, el hijo único de Greenman, un Arlequín británico que había sido asesinado por Tabula con un coche bomba en Atenas. Kramer se había convertido en criador de cerdos en Yorkshire, y ella lo había visto arrastrar barreños de comida por el barro para sus chillones animales. «Por lo que saben, no has traspasado la línea —le había dicho él—. Tú decides, Maya. Todavía estás a tiempo de dar media vuelta y llevar una vida normal.»
Maya decidió convertirse en Judith Strand, una joven que había cursado algunos estudios de diseño de productos en la Universidad de Salford, en Manchester. Se había mudado a Londres y empezó a trabajar como ayudante en una empresa de diseño donde finalmente le ofrecieron un contrato fijo. Los tres años que pasó en la capital se convirtieron en una serie de desafíos personales y de pequeñas victorias. Maya todavía recordaba la primera vez que había salido de su apartamento sin llevar armas. No llevaba protección contra la Tabula y se había sentido débil y vulnerable. En la calle estaba a la vista de todo el mundo. Cualquiera que se le hubiera acercado podía haber sido un asesino. Había esperado una bala o un cuchillo, pero no ocurrió nada.
Poco a poco fue saliendo más a menudo y puso a prueba su nueva actitud hacia el mundo. Ya no miraba el reflejo en las ventanas para ver si la seguían. Cuando comía en un restaurante con amigos ya no escondía una pistola en el callejón de atrás ni se sentaba de espaldas a la pared.
En abril infringió una de las principales normas de los Arlequines y empezó a visitar un psicólogo. Pasó cinco carísimas sesiones tumbada en el diván de una consulta de Bloomsbury llena de libros. Quería hablar de su infancia y de aquella primera traición en la estación de metro de Arsenal, pero no pudo. El doctor Bennett era un pulcro hombrecillo con grandes conocimientos de enología y porcelana antigua. Maya todavía recordaba su confusión cuando ella lo llamó «ciudadano».
—Pues claro que soy ciudadano —replicó él—. Nací y crecí en Gran Bretaña.
—Es sólo una etiqueta que mi padre utiliza. El noventa y nueve por ciento de la población lo forman ciudadanos o zánganos.
El doctor Bennett se quitó las gafas de dorada montura y limpió los cristales con un paño de franela verde.
—¿Le importaría explicarme eso?
—Los ciudadanos son gente que cree entender lo que ocurre en el mundo.
—Yo no lo entiendo todo, Judith. Nunca he dicho tal cosa, pero estoy bien informado sobre la actualidad. Todas las mañanas veo las noticias mientras camino en la cinta.
Maya vaciló y al final decidió contarle la verdad.
—Los hechos a los que se refiere son mayormente ilusiones. La verdadera lucha de la historia se desarrolla bajo la superficie.
El doctor Bennett la obsequió con una sonrisa desdeñosa.
—Hábleme de los zánganos.
—Los zánganos son los que están tan abrumados por el desafío de sobrevivir que no se enteran de nada aparte de los asuntos cotidianos de sus vidas.
—¿Se refiere a gente sin medios económicos, a los pobres?
—Pueden ser pobres o encontrarse en el Tercer Mundo; aun así siguen siendo capaces de transformarse a sí mismos. Mi padre solía decir: «Los ciudadanos hacen caso omiso de la verdad. Los zánganos están demasiado cansados».
Bennett se colocó de nuevo las gafas y cogió su cuaderno de notas.
—Quizá debería hablarme de sus padres.
La terapia llegó a su fin con aquella pregunta. ¿Qué iba a poder contar ella de Thorn? Su padre era un Arlequín que había sobrevivido a cinco intentos de asesinato a manos de la Tabula. Se trataba de una persona orgullosa, cruel y muy valiente. La madre de Maya provenía de una familia de sijs que durante generaciones había sido aliada de los Arlequines. En honor de su madre llevaba el brazalete
kara
de acero en la muñeca derecha.
A finales de verano había celebrado su vigésimo sexto cumpleaños, y una de las mujeres de la empresa de diseño la había llevado de compras por las tiendas de moda de West London. Maya compró algo de ropa elegante y colorista. Había empezado a ver la televisión intentando dar crédito a las noticias. A veces se sentía feliz —o casi— y agradecía los interminables entretenimientos de la Gan Máquina. Siempre había una nueva razón por la que preocuparse o un último producto que todos deseaban comprar.
A pesar de que Maya ya no llevaba armas, de vez en cuando se dejaba caer por un gimnasio de
kickboxing
de South London y se entrenaba con el instructor. Los martes y los jueves asistía a clases avanzadas en una academia de kendo y luchaba con una espada
shinai
de bambú. Intentaba fingir que se mantenía en forma, lo mismo que otros de su oficina, que se dedicaban a correr o jugaban al tenis. Sin embargo, era consciente de que se trataba de algo más. Cuando luchaba se concentraba plenamente en el momento, en defenderse y en destruir a su enemigo. Nada de lo que pudiera hacer en la vida civil llegaba a equipararse en intensidad.
En esos momentos se encontraba en Praga para ver a su padre y toda la familiar paranoia de los Arlequines volvió de pleno a ella. Tras comprar un billete en la taquilla del aeropuerto, subió al autobús y se sentó en uno de los asientos de atrás. Era una mala situación defensiva, pero no tenía intención de permitir que semejante detalle la preocupara. Contempló a una anciana pareja y a un grupo de turistas alemanes que subían y acomodaban sus equipajes. Intentó distraerse pensando en Thorn, pero su cuerpo tomó el control de la situación y la obligó a buscar otro asiento cerca de la salida de emergencia. Derrotada por su entrenamiento y llena de rabia, cerró con fuerza las manos y se puso a mirar por la ventana.
Había empezado a chispear cuando salieron de la terminal, y al llegar al centro llovía con fuerza. Praga se levanta a ambas orillas de un río, pero las estrechas calles y los grises edificios de piedra hicieron que Maya se sintiera como si estuviera atrapada en un laberinto de setos. Palacios e iglesias salpican la ciudad, y sus afiladas torres se alzan hacia el cielo.
En la parada del autobús, Maya se vio enfrentada a nuevas decisiones: podía caminar hasta el hotel o parar un taxi. Sparrow, el legendario Arlequín japonés, escribió una vez que los verdaderos guerreros «debían cultivar el azar». En pocas palabras, había propuesto toda una filosofía. Un Arlequín rechazaba la rutina y las costumbres cómodas. Vivía una vida de disciplina, pero no temía el desorden.
Llovía y se estaba empapando. La opción más lógica era tomar el taxi aparcado al lado de la acera. Maya lo pensó unos segundos y decidió comportarse como una ciudadana corriente. Sujetando sus maletas con una mano, abrió la puerta del vehículo y subió al asiento de atrás. El conductor era un tipo bajo y chaparro, con barba y aspecto de troll. Maya le dio el nombre de su hotel, pero el hombre no reaccionó.
—Es el hotel Kampa —le dijo en inglés—. ¿Hay algún problema?
—No hay problema —contestó el conductor arrancando.
El hotel Kampa es un gran edificio de cuatro plantas, recio y respetable, con toldos verdes en las ventanas. Está en una calle adoquinada al pie del puente Carlos. Maya pagó la carrera, pero cuando intentó abrir la puerta la encontró cerrada.
—Abra la maldita puerta.
—Lo siento, señora.
El troll apretó un botón, y el seguro saltó; sonriendo, el hombre miró cómo se apeaba.
Maya dejó que el botones se hiciera cargo del equipaje. Dado que iba a ver a su padre, había creído necesario llevar las armas de costumbre, que se encontraban ocultas en el trípode de la cámara. Su apariencia no denotaba ninguna nacionalidad en particular, y el portero se dirigió a ella en inglés y en francés. Para el viaje a Praga había descartado sus coloristas prendas londinenses y llevaba botines, un jersey negro y un amplio pantalón gris. Existía un estilo de vestir Arlequín, que hacía hincapié en los tejidos oscuros y en la costosa confección a medida. Nada ceñido y llamativo. Nada que pudiera estorbar en el combate.
En el vestíbulo había varios sillones con sus respectivas mesitas auxiliares. Un desteñido tapiz colgaba de la pared. En la zona del restaurante, un grupo de mujeres mayores tomaban té y cuchicheaban alrededor de una bandeja de pastas. En el mostrador, el recepcionista echó una rápida ojeada a la cámara de vídeo y al trípode y pareció satisfecho. Una de las normas Arlequín era que se tuviera siempre una explicación de quién se era y de qué se hacía en determinado lugar. El equipo de vídeo resultaba un atrezo de lo más habitual. Seguramente el portero y el recepcionista la habían tomado por algún tipo de cineasta.
La habitación de Maya era una suite del tercer piso, oscura y llena de falsas lámparas victorianas y muebles recargados. Una ventana daba a la calle, y la otra a la terraza del restaurante del hotel. Seguía lloviendo, de modo que estaba cerrado. Los parasoles a rayas de las mesas estaban empapados, y las sillas descansaban apoyadas contra las redondas mesas, como fatigados soldados. Maya miró bajo la cama y halló un pequeño regalo de bienvenida de su padre: un rezón y cincuenta metros de cuerda de escalar. Si la persona equivocada llamaba a la puerta, ella podría salir por la ventana y hallarse lejos del hotel en menos de diez segundos.
Se quitó el abrigo, se refrescó el rostro y dejó el trípode encima de la cama. Cada vez que pasaba los controles de seguridad del aeropuerto, los trabajadores siempre empleaban mucho tiempo en inspeccionar su cámara de vídeo y los distintos objetivos. Las verdaderas armas se encontraban escondidas en el trípode. En una de las patas había dos cuchillos, uno debidamente equilibrado para lanzarlo, y un estilete para apuñalar. Los metió en sus respectivas fundas y se los colocó bajo las tiras elásticas de sus antebrazos. Con cuidado se bajó las mangas del jersey y comprobó su aspecto en el espejo. El suéter era lo bastante amplio para ocultar por completo ambas armas. Maya cruzó las muñecas, hizo un rápido movimiento con los brazos, y un cuchillo apareció en su mano derecha.
La hoja de la espada estaba oculta en la segunda pata del trípode. La tercera albergaba la empuñadura y el guardamanos. Maya los montó en la hoja. El guardamanos pivotaba de manera que se podía abatir. Cuando llevaba la espada por la calle, la pieza quedaba paralela a la hoja de modo que toda el arma formaba una línea recta. Si resultaba necesario luchar, el guardamanos saltaba a la posición correcta.
Junto con el trípode y la cámara había llevado un tubo metálico de un metro veinte de largo que se colgaba a la espalda. El tubo ofrecía un aspecto vagamente técnico, como un objeto que cualquier artista llevaría a su estudio, pero se usaba para portar la espada cuando salía a la calle. Maya era capaz de sacar la espada del tubo en un par de segundos, aunque tardaba un segundo más en estar dispuesta para atacar. Su padre la había instruido en el manejo de las armas cuando no era más que una adolescente, y ella había desarrollado su técnica en una clase de kendo con un instructor japonés.
Los Arlequines también estaban entrenados para manejar pistolas y rifles de asalto. El arma favorita de Maya era la clásica escopeta automática, preferiblemente del calibre doce, con empuñadura de pistola y culata retráctil. El uso de una anticuada espada junto con armas modernas era un hecho aceptado —y apreciado— como parte del estilo de los Arlequines. Las armas de fuego resultaban un mal necesario, pero las espadas iban más allá de las épocas y se hallaban fuera del control y las concesiones de la Gran Máquina. Entrenarse con una espada desarrollaba el sentido del equilibrio, de la estrategia y la implacabilidad. Lo mismo que el
kirpan
de los sijs, la espada de un Arlequín vinculaba a cualquier luchador tanto con sus obligaciones espirituales como con las tradiciones guerreras.
Thorn también creía que había razones prácticas a favor de las espadas. Ocultas en equipos como el trípode, podían pasar los controles de los aeropuertos. Una espada era un arma silenciosa y tan inesperada que la sorpresa que causaba era un valor añadido ante cualquier enemigo desprevenido. Maya imaginó un ataque: primero una finta hacia la cabeza del oponente y a continuación un golpe en el lateral de la rodilla: una leve resistencia, el crujido del hueso y el cartílago y ya se había cortado una pierna al enemigo.