—Apaga ese cigarrillo de inmediato.
—Cuando haya acabado.
Boone se inclinó hacia delante y cortó la punta del cigarrillo de un solo tajo. Antes de que el serbio pudiera reaccionar, Boone lo agarró por el cuello y situó su cuchilla de afeitar a escasos milímetros del ojo derecho del hombre.
—Si te cortara los ojos abiertos, mi rostro sería la última cosa que verías. Pensarías en mí el resto de tu vida, Josef. Esa imagen quedaría grabada para siempre en tu cerebro.
—¡Por favor! —murmuró el serbio—. ¡Por favor! ¡No!
Boone dio un paso atrás y volvió a meterse la cuchilla en el bolsillo. Observó al magiar. El tipo parecía impresionado.
Cuando volvió a la ventana, la voz de Loutka le llegó por el intercomunicador.
—¿Qué pasa? ¿Por qué esperamos?
—Ya no esperamos más —contestó Boone—. Di a Skip y a Jamie que ya es hora de que se ganen el sueldo.
Skip y Jamie Todd eran dos hermanos oriundos de Chicago especialistas en vigilancia electrónica. Ambos eran bajos y rollizos y vestían idénticos monos de trabajo marrones. Mientras Boone los observaba por el visor nocturno, los dos hombres sacaron de la furgoneta una escalera de aluminio y la llevaron por la acera hasta la tienda de lencería. Esa mañana habían instalado una cámara en miniatura controlada por radio sobre el rótulo. Sin que Maya lo supiera, la habían grabado en vídeo mientras estaba de pie en la acera.
Thorn había instalado una cámara de vigilancia dentro de la marquesina que protegía su portal. Jamie subió por la escalera una segunda vez, retiró la cámara y la sustituyó por un reproductor de DVD miniaturizado. Cuando los dos hermanos hubieron terminado el trabajo plegaron la escalera y la devolvieron a la furgoneta. Por tres minutos de trabajo acababan de ganar diez mil dólares y una visita gratis al burdel de la calle Korunni.
—Preparaos —ordenó Boone al teniente Loutka—. Vamos a bajar.
—¿Qué pasa con Harkness?
—Dile que se quede en la furgoneta. Lo subiremos cuando resulte seguro.
Boone se guardó el visor nocturno en un bolsillo e hizo un gesto a los matones.
—Es la hora.
El serbio dijo algo al magiar y ambos se pusieron en pie.
—Tened cuidado cuando entremos en el apartamento —los previno Boone—. Los Arlequines son muy peligrosos. Responden inmediatamente cuando son atacados.
El serbio había recuperado algo de su perdida confianza.
—Quizá sean peligrosos para ti, pero mi amigo y yo podemos ocuparnos del problema.
—Los Arlequines no son normales. Pasan toda su infancia aprendiendo cómo matar a sus enemigos.
Los tres hombres bajaron a la calle, donde se encontraron con Loutka. El teniente de la policía parecía pálido bajo la luz de las farolas.
—¿Y qué pasa si no funciona? —preguntó.
—Si tienes miedo puedes quedarte en la furgoneta con Harkness, pero entonces no cobrarás. No te preocupes. Cuando yo organizo una operación, todo sale bien.
Boone condujo a los hombres al otro lado de la calle hasta el portal de Thorn y desenfundó su pistola automática con mira láser. En su mano izquierda había un mando a distancia. Apretó el botón amarillo, y el DVD empezó a reproducir la grabación de Maya, de pie en la acera, media hora antes. Miró a derecha e izquierda. Todos estaban listos. Llamó al timbre y esperó. En el piso de arriba, el joven ruso —seguramente no sería el propio Thorn— fue hasta el monitor de televisión, miró la pantalla y vio a Maya.
El cerrojo se abrió.
Ya estaban dentro.
Los cuatro hombres subieron por la escalera. Cuando llegaron al rellano del primer piso, Loutka sacó una grabadora de voz.
—Identificación de voz —pidió el ordenador.
Loutka puso en marcha la grabadora y pasó la grabación efectuada anteriormente en el taxi: «Abra la maldita puerta —sonó la voz de Maya—. Abra la...».
La cerradura eléctrica se abrió, y Boone fue el primero en entrar. El tatuado ruso estaba allí, de pie, con un trapo en las manos y expresión de sorpresa. Boone alzó la automática y disparó a quemarropa. El proyectil de 9 mm golpeó el pecho del ruso igual que el puño de un gigante y lo arrojó hacia atrás.
Intentando ganarse un plus por el siguiente asesinato, el magiar corrió al otro lado de la media pared que dividía la estancia. Boone oyó gritar al hombretón y echó a correr seguido de Loutka y el serbio. Entraron en la zona destinada a cocina y vieron que el magiar yacía boca abajo sobre el regazo de Thorn, con las piernas extendidas en el suelo y el torso encajonado entre los brazos de la silla de ruedas. Thorn intentaba apartar el cuerpo para poder alcanzar su espada.
—¡Sujetadle los brazos! —gritó Boone—. ¡Vamos! ¡Hacedlo ya!
El serbio y Loutka sujetaron a Thorn, inmovilizándolo. Toda la silla estaba salpicada de sangre. Cuando Boone apartó el cuerpo del magiar vio que el mango de un cuchillo de lanzar asomaba en la base de la garganta del hombre. Thorn lo había matado con el cuchillo, pero el mercenario se había desplomado sobre él.
—Atrás. Traedlo hasta aquí —les mandó Boone—. Cuidado. No os manchéis los zapatos con sangre. —Sacó unas bridas de nailon y ató las manos y pies de Thorn con ellas. Luego, se retiró y contempló al lisiado Arlequín. Thorn estaba vencido, pero parecía tan orgulloso y arrogante como siempre.
—Es un placer conocerte, Thorn. Soy Nathan Boone. Te me escapaste hace dos años en Pakistán. Se hizo de noche muy rápidamente, ¿verdad?
—Yo no hablo con mercenarios de la Tabula —repuso Thorn en voz baja.
Boone había escuchado la voz del Arlequín en grabaciones de llamadas telefónicas. En vivo resultaba más grave y profunda, más intimidante. Miró a su alrededor.
—Me gusta tu apartamento, Thorn. De verdad. Está limpio y es sencillo. Elegantes colores. En lugar de llenarlo de trastos has optado por el minimalismo.
—Si lo que quieres es matarme, haz tu trabajo. No malgastes mi tiempo con conversaciones inútiles.
Boone hizo un gesto a Loutka y al serbio. Los dos hombres arrastraron el cuerpo del magiar fuera de la habitación.
—La larga guerra ha terminado. Los Viajeros han desaparecido y los Arlequines han sido derrotados. Podría matarte ahora mismo, pero te necesito para que me ayudes a concluir mi tarea.
—No pienso traicionar a nadie.
—Colabora y dejaremos que Maya lleve una vida normal. De lo contrario, tendrá una muerte muy poco agradable. Mis mercenarios pasaron dos días violando a aquella Arlequín china que capturamos en Pakistán. Les gustó que luchara y se resistiera. Supongo que en una situación similar una mujer normal se habría rendido.
Thorn permaneció en silencio, y Boone se preguntó si estaría sopesando el ofrecimiento. ¿Quería a su hija? ¿Eran los Arlequines capaces de semejantes sentimientos? Los músculos de los brazos de Thorn se tensaron al intentar partir las bridas. Al final se rindió y se derrumbó en la silla de ruedas.
Boone conectó su intercomunicador y habló por el micrófono.
—Señor Harkness, por favor, suba con su material. La zona es segura.
El serbio y Loutka empujaron a Thorn, lo arrastraron hasta el dormitorio y lo arrojaron al suelo. Harkness apareció unos minutos más tarde forcejeando con una abultada caja de transporte. Era un inglés de avanzada edad que raramente hablaba; sin embargo, a Boone le costaba sentarse con él en un restaurante: había algo en los amarillos dientes del sujeto y en la palidez de su piel que sugerían muerte y putrefacción.
—Sé con qué sueñan los Arlequines: con una muerte orgullosa. Yo podría arreglarlo en tu caso. Sería una muerte noble que aportaría cierta dignidad a tus últimos días. Pero debes ofrecerme algo a cambio. Dime cómo puedo encontrar a tus dos amigos, Linden y Madre Bendita. Si te niegas, existe una alternativa más humillante...
Harkness depositó la caja ante el umbral del dormitorio. La parte superior estaba llena de agujeros de ventilación cubiertos de gruesa malla metálica. Unas garras arañaron el suelo metálico de la caja, y Boone oyó un sonido áspero y jadeante. Sacó la navaja de afeitar.
—Mientras vosotros los Arlequines seguís atrapados en vuestros sueños medievales, la Hermandad ha alcanzado una nueva fuente de conocimientos: ha superado los desafíos de la ingeniería genética.
Boone cortó la piel bajo los ojos del Arlequín. La criatura de la caja olió la sangre de Thorn. Emitió un aullido como una extraña risa y arremetió contra las paredes de la caja mientras desgarraba la tela metálica con sus colmillos.
—Este animal ha sido diseñado genéticamente para ser agresivo y no tener miedo. Se siente impulsado a atacar sin preocuparse de su propia supervivencia. Ésta no va a ser una muerte orgullosa. Te van a devorar como un vulgar pedazo de carne.
El teniente Loutka salió al pasillo y volvió al salón. El serbio parecía curioso y asustado y permaneció detrás de Harkness, en el umbral.
—Es la última oportunidad. Reconoce un hecho. Acepta nuestra victoria.
Thorn rodó colocándose en otra posición y miró fijamente la caja de transporte. Boone comprendió que el Arlequín intentaría luchar cuando la criatura lo atacara, procurando aplastarla con el cuerpo.
—Puedes pensar lo que quieras —dijo Thorn lentamente—, pero va a ser sin duda una muerte orgullosa.
Boone fue hacia la puerta y sacó la pistola. Tendría que matar a la criatura una vez que ésta hubiera acabado con Thorn. El aullido cesó y el animal adoptó el silencio del cazador, aguardando. Boone hizo un gesto de asentimiento a Harkness. El anciano se puso a caballo sobre la caja y lentamente abrió la puerta.
Cuando llegó al puente Carlos, Maya se dio cuenta de que la estaban siguiendo. Thorn le había dicho una vez que los ojos proyectaban energía y que si uno era lo bastante perceptivo podía notarla cuando se acercaba. En Londres, mientras Maya crecía, su padre contrataba rateros de la calle de vez en cuando para que la siguieran a casa después del colegio. Ella tenía que descubrirlos y golpearlos con los cojinetes de bolas que llevaba en la bolsa de los libros.
Empezó a oscurecer cuando había cruzado el puente y giraba a la izquierda por la calle Saska. Maya decidió dirigirse a la iglesia de Nuestra Señora de las Cadenas que contaba con un patio sin iluminar con tres vías de escape distintas. «Sigue caminando —se dijo—, no mires atrás.» La calle Saska era estrecha y serpenteante. De vez en cuando, una farola arrojaba una luz escasa y amarillenta. Maya pasó ante un callejón, volvió sobre sus pasos y se escondió entre las sombras. Se agachó tras un contenedor de basura y esperó.
Pasaron diez segundos. Veinte. Entonces apareció en la acera el pequeño taxista con aspecto de troll que la había conducido al hotel. «Nunca dudes.» «Actúa siempre.» Cuando el hombre pasó ante el callejón, Maya sacó su estilete y se le acercó por detrás sujetándole los hombros con la mano izquierda y apoyándole la punta del cuchillo en la nuca.
—No te muevas. No corras. —Su voz era suave, casi seductora—. Ahora vas a meterte por la derecha, y no quiero problemas.
Maya lo arrastró hasta las sombras y lo empujó contra el contenedor. En ese momento el cuchillo apuntaba a la nuez del taxista.
—Cuéntamelo todo y no me mientas. Quizá así no te mate. ¿Me has entendido?
Aterrorizado, el troll asintió ligeramente.
—¿Quién te ha contratado?
—Un norteamericano.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. Era amigo del teniente Loutka.
—¿Y cuáles eran tus instrucciones?
—Seguirte. Eso es todo. Recogerte en mi taxi y seguirte esta noche.
—¿Me espera alguien en el hotel?
—No lo sé. Juro que es la verdad. —Empezó a gemir—. ¡Por favor, no me hagas daño!
Thorn lo habría apuñalado allí mismo, pero Maya decidió que no iba a dejarse arrastrar por aquella locura. Si asesinaba a aquel infeliz hombrecillo, sería su propia vida la que resultaría destruida.
—Voy a salir y a caminar por la calle, y tú vas a largarte en dirección contraria, hacia el puente. ¿Me has entendido?
El taxista asintió rápidamente.
—Sí, sí —murmuró.
—Si te vuelvo a ver serás hombre muerto.
Maya salió a la acera y se encaminó hacia la iglesia. Entonces se acordó de su padre. ¿Y si el troll la había seguido todo el camino hasta el apartamento? ¿Cuánto sabían? Volvió al callejón y escuchó la voz del troll, que sostenía un móvil mientras farfullaba con su jefe. Cuando vio a Maya salir de entre las sombras dio un respingo y dejó caer el teléfono en el suelo de adoquines. Maya lo agarró por el cabello, lo puso en pie y le metió la punta del estilete por la oreja izquierda.
Aquél era el último instante en que la hoja podría detenerse. Maya tenía plena conciencia de la decisión que estaba tomando y del oscuro camino que se abría ante ella. «No lo hagas —pensó—. Todavía tienes una oportunidad.» No obstante, la rabia y el orgullo la empujaron a seguir.
—Escúchame bien porque esto será lo último que oigas: te va a matar un Arlequín.
El hombre forcejeó, intentando zafarse, pero ella empujó el estilete hasta el fondo de su oído y en su cerebro.
Maya soltó al taxista, que se desplomó ante ella. La sangre llenaba la boca del hombre y le salía por la nariz, tenía los ojos abiertos y una expresión de sorpresa, como si alguien acabara de comunicarle una mala noticia.
Limpió el estilete y se lo guardó bajo la manga del suéter. Al abrigo de las sombras, arrastró el cadáver hasta el fondo del callejón y lo cubrió con bolsas de basura que sacó del contenedor. Por la mañana alguien descubriría el cuerpo y avisaría a la policía.
«No corras —se dijo—. No demuestres que estás asustada.» Intentó aparentar tranquilidad mientras caminaba de vuelta hacia el río. Al llegar a la calle Konvikská trepó por una escalera de incendios hasta el tejado de la tienda de lencería y saltó el metro y medio de vacío que lo separaba del edificio de Thorn. No vio ninguna claraboya ni salida de emergencia. Iba a tener que encontrar otro medio de entrar.
Saltó hasta el siguiente tejado y siguió por la manzana de edificios hasta que encontró una cuerda de tender la ropa atada entre dos postes de hierro. La cortó con el cuchillo, regresó a la azotea de su padre y ató un extremo a un conducto de ventilación. Salvo por la única farola de la calle y la luna nueva, que parecía un delgado corte amarillo en el negro cielo, todo estaba oscuro.
Comprobó la cuerda y se aseguró de que aguantaría. Con cuidado pasó por encima del antepecho de la azotea y empezó a bajar, mano sobre mano, hasta una ventana del segundo piso. Al asomarse vio que el apartamento estaba lleno de un humo blanquecino. Maya se apartó y rompió el cristal de una patada. El humo salió por el agujero y se perdió en la noche. Dio unas cuantas patadas más, arrancando los restos de vidrio que el marco todavía sujetaba.