—Estados Unidos es territorio de Shepherd. Que se ocupe él.
Su padre recurrió a todo el poder de su mirada y su voz.
—Shepherd se ha topado con una situación inesperada. No sabe qué hacer.
—Ahora tengo una vida de verdad. Ya no formo parte de todo eso.
Moviendo el mando, Thorn trazó un elegante ocho por el salón.
—¡Ah, sí! Una vida de ciudadana en la Gran Máquina. ¡Tan agradable y entretenida! Cuéntame todos los detalles.
—Es algo que nunca me habías preguntado.
—¿Es verdad que trabajas en una especie de oficina?
—Soy diseñadora industrial. Trabajo con un equipo que se dedica a diseñar envases de productos para distintas compañías. La semana pasada creamos una nueva botella de perfume.
—Parece todo un desafío. Estoy seguro de que tienes éxito. ¿Y qué hay del resto de tu mundo? ¿Algún amigo del que deba saber algo?
—No.
—Estaba aquel abogado... ¿Cómo se llamaba...? —Naturalmente, Thorn lo sabía, pero fingía rebuscar en su memoria—. Ah, sí, Connor Ramsay. Rico. Bien parecido. De buena familia. Y luego te dejó por otra. Según parece, la estaba viendo mientras salía contigo.
Maya sintió como si Thorn la hubiera abofeteado. Tendría que haber previsto que él utilizaría sus contactos en Londres para conseguir información. Siempre parecía saberlo todo.
—No es asunto tuyo.
—No malgastes el tiempo preocupándote con Ramsay. Unos mercenarios que trabajaban para Madre Bendita le volaron el coche hace unos meses. Ahora cree que lo persiguen terroristas. Ha contratado guardaespaldas. Vive aterrorizado y eso es bueno, ¿no? El señor Ramsay merecía ser castigado por haber engañado a mi pequeña.
Thorn hizo girar la silla y le sonrió. Maya sabía que debía adoptar un aire ultrajado, pero no pudo. Pensó en Connor abrazándola en el espigón de Brighton y en el mismo Connor sentado con ella en un restaurante, tres semanas después, anunciándole que no era adecuada como esposa. Maya se había enterado de la explosión a través de los periódicos, pero no la había relacionado con su padre.
—No tenías por qué hacerlo.
—Pero lo hice. —Thorn se movió hacia la mesa de centro.
—Que volases un coche no cambia nada. Sigo sin querer ir a Estados Unidos.
—¿Quién ha hablado de Estados Unidos? Simplemente estamos charlando.
El entrenamiento Arlequín le decía a Maya que debía pasar a la ofensiva. Al igual que Thorn, ella también se había preparado para la reunión.
—Dime algo padre. Contéstame a algo muy simple: ¿me quieres?
—Eres mi hija, Maya.
—Responde la pregunta.
—Desde que tu madre murió eres lo más precioso de mi vida.
—De acuerdo. Aceptemos eso por un momento. —Se inclinó hacia delante en el sillón—. La Tabula y los Arlequines eran adversarios de un nivel parecido. Sin embargo, la Gran Máquina cambió el equilibrio de poder. Por lo que sé, ya no quedan Viajeros y sólo unos pocos Arlequines.
—La Tabula tiene a su disposición escáneres, vigilancia electrónica y la cooperación de la burocracia gubernamental...
—No quiero oír hablar de las razones. No estamos hablando de eso. Sólo quiero hechos y conclusiones. En Pakistán, dos personas resultaron muertas y tú, herido. Libra siempre me cayó bien. Solía llevarme al teatro cuando pasaba por Londres. Y Willow era una mujer fuerte y elegante.
—Ambos guerreros aceptaban el riesgo —contestó Thorn—. Y los dos tuvieron una muerte digna.
—Sí. Están muertos. Creados y destruidos para nada. Y ahora tú quieres que muera del mismo modo.
Thorn aferró los apoyabrazos de la silla de ruedas y, por un momento, Maya creyó que iba a ponerse de pie por pura fuerza de voluntad.
—Ha ocurrido algo extraordinario —dijo—. Por primera vez tenemos un espía en el otro lado. Linden está en contacto con él.
—No es más que otra trampa.
—Puede, pero toda la información que hemos recibido es exacta. Hace un par de semanas nos enteramos de la existencia de dos posibles Viajeros en Estados Unidos. Son hermanos. Hace muchos años protegí a su padre, Matthew Corrigan. Antes de que se ocultara le di un talismán.
—¿La Tabula está al corriente de la existencia de esos hermanos?
—Sí. Los vigilan veinticuatro horas al día.
—¿Y por qué no los mata? Eso es lo que suele hacer.
—Todo lo que sé es que los Corrigan están en peligro y que debemos ayudarlos lo antes posible. Shepherd proviene de una familia de Arlequines. Su abuelo salvó cientos de vidas. Sin embargo, un Viajero no nacido no confiaría en él. Shepherd no es muy organizado ni muy inteligente. Es un...
—Un loco.
—Exacto. Tú podrías encargarte de todo, Maya. Todo lo que tendrías que hacer es localizar a los Corrigan y llevarlos a lugar seguro.
—Quizá no sean más que ciudadanos corrientes.
—No lo sabremos hasta que los interroguemos. Hay algo en lo que tienes razón: ya no quedan Viajeros. Ésta podría ser nuestra última oportunidad.
—No me necesitas. Contrata mercenarios.
—La Tabula tiene más dinero y poder. Los mercenarios siempre acaban traicionándonos.
—Entonces hazlo tú.
—Estoy lisiado, Maya, atrapado en este apartamento, en esta silla de ruedas. Tú eres la única que puede llevar la batuta.
Durante unos segundos Maya deseó realmente desenvainar la espada y lanzarse a la batalla, pero entonces se acordó de la pelea en la estación de metro de Londres. Un padre debía proteger a sus hijos. Sin embargo, él había destruido su infancia.
Se levantó y se encaminó hacia la puerta.
—Me vuelvo a Londres.
—¿Recuerdas lo que te enseñé?
«Verdammt durch das Fleisch. Gerettet durch das Blut.»
«Condenado por la carne. Salvado por la sangre.»
Maya había oído otras veces aquel dicho Arlequín, y lo había odiado desde niña.
—Reserva tus dichos para tu amigo ruso. Conmigo no te sirven.
—Si ya no quedan Viajeros, la Tabula habrá conquistado la historia. Dentro de una o dos generaciones, el Cuarto Dominio se habrá convertido en un lugar frío y estéril donde todos estarán vigilados y controlados.
—Ya es así.
—Se trata de nuestra obligación, Maya. Es lo que somos. —El tono de Thorn estaba lleno de tristeza y amargura—. A menudo he deseado otra vida. Me hubiera gustado haber nacido ignorante y ciego. Pero nunca he podido dar la espalda y negar el pasado, olvidarme de todos los Arlequines que se han sacrificado por tan importante causa.
—Tú me entregaste las armas y me enseñaste a matar; ahora me envías a mi propia destrucción.
Thorn pareció encogerse y marchitarse en su silla de ruedas. Su voz se convirtió en un ronco susurro.
—Daría mi vida por ti.
—Pues yo no pienso morir por una causa que ya no existe.
Maya tendió la mano para apoyarla en el hombro de Thorn. Era un gesto de despedida, la oportunidad de conectar con él una última vez; pero la furiosa expresión de su padre hizo que la retirara.
—Adiós, padre. —Fue hasta la puerta y descorrió el cerrojo—. Tengo una pequeña oportunidad de ser feliz. No puedo permitir que me la arrebates.
Nathan Boone estaba sentado en el segundo piso del almacén que había al otro lado de la calle, delante de la tienda de lencería. Observando a través del visor nocturno vio cómo Maya salía de casa de Thorn y echaba a andar por la acera. Boone ya había fotografiado a la hija de Thorn cuando ésta llegó a la terminal del aeropuerto, pero disfrutaba contemplándola de nuevo. La mayor parte de su trabajo en los últimos días había consistido en examinar una pantalla de ordenador para comprobar llamadas telefónicas y facturas de tarjetas de crédito, leer informes médicos y expedientes de la policía de una docena de países distintos. Ver a una verdadera Arlequín lo ayudó a conectarse con la realidad de lo que estaba haciendo. El enemigo todavía existía —al menos unos pocos de ellos—, y su responsabilidad consistía en eliminarlo.
Dos años antes, tras el tiroteo de Pakistán, había localizado a Maya viviendo en Londres. Su comportamiento en público indicaba que había rechazado la violencia de los Arlequines y decidido llevar una vida normal. La Hermandad había considerado la posibilidad de ejecutar a Maya, pero él les había enviado un extenso correo electrónico recomendando lo contrario. Sabía que ella podría conducirlo hasta Thorn, Linden o Madre Bendita. Aquellos tres Arlequines seguían siendo peligrosos. Se hacía necesario localizarlos y destruirlos.
En Londres, Maya habría detectado a cualquiera que la hubiera seguido, de manera que Boone envió un equipo técnico a su apartamento para que instalaran cuentas localizadoras en todos los artículos de su equipaje. Cuando ella los trasladó, el satélite GPS alertó a los ordenadores de la Hermandad. Fue una suerte para él que Maya viajara a Praga por métodos convencionales. A veces, los Arlequines simplemente se desvanecían en un país y reaparecían a miles de kilómetros de distancia con una nueva identidad.
Boone oyó la voz de Loutka en su auricular.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Loutka—. ¿La seguimos?
—Ésa es tarea de Halver. Él se ocupará. Nuestro objetivo principal es Thorn. Nos haremos cargo de Maya más tarde, esta misma noche.
Loutka y los tres técnicos se encontraban sentados en la parte trasera de una furgoneta de reparto aparcada en la esquina. Loutka era teniente de la policía checa y se suponía que respondía ante las autoridades locales. Los técnicos estaban allí para hacer su trabajo y marcharse a casa.
Boone había contratado con ayuda de Loutka los servicios de dos asesinos profesionales en Praga. Ambos mercenarios estaban sentados en el suelo, tras él, esperando órdenes. El magiar era un tipo corpulento que no sabía inglés. Su amigo serbio, un antiguo soldado, hablaba cuatro idiomas y parecía inteligente. Sin embargo, Boone no se fiaba de él: era la clase de individuo que podía salir huyendo si las cosas se torcían.
En el almacén hacía frío y Boone llevaba una parka y un gorro de lana. Su corte de pelo al estilo militar y sus gafas de montura de acero le conferían un aspecto disciplinado y en forma; parecía un ingeniero químico que los fines de semana se dedica a correr maratones.
—Pongámonos en marcha —dijo Loutka.
—No.
—Maya está volviendo a pie al hotel. No creo que Thorn reciba más visitas esta noche.
—Tú no entiendes a esta gente. Yo sí. Hacen a propósito cosas impredecibles. Thorn puede decidir que abandona la casa. Maya puede volver. Esperemos cinco minutos a ver qué pasa.
Boone bajó el visor nocturno y siguió observando la calle. Durante los seis últimos años había trabajado para la Hermandad, un pequeño grupo de gente de distintos países unido por una especial visión del futuro. La Hermandad —conocida como la Tabula por sus enemigos— estaba consagrada a la destrucción tanto de los Arlequines como de los Viajeros.
Boone era el contacto entre la Hermandad y sus mercenarios. Le resultaba fácil tratar con tipos como el serbio o el teniente Loutka. Un mercenario siempre buscaba dinero o algún tipo de favor. Primero, uno negociaba el precio; luego, decidía si pagaba o no.
A pesar de que Boone recibía una generosa remuneración de la Hermandad, nunca se había sentido mercenario. Dos años atrás le había sido permitido leer una colección de libros llamada
El conocimiento
que le proporcionó una visión más amplia de la filosofía y los objetivos de la Hermandad.
El conocimiento
le enseñó que formaba parte de una histórica batalla contra las fuerzas del desorden. La Hermandad y sus aliados se hallaban a punto de establecer una sociedad perfectamente controlada, pero el nuevo sistema no sobreviviría si a los Viajeros se les permitía salirse del mismo y regresar para poner en cuestión los principios. La paz y la prosperidad únicamente eran posibles si la gente dejaba de hacerse preguntas y aceptaba las respuestas adecuadas.
Los Viajeros introducían el caos en el mundo. Aun así, Boone no los odiaba. Un Viajero nacía con el poder de ir más allá. No había nada que pudieran hacer con esa extraña herencia. Los Arlequines eran diferentes. Aunque había familias Arlequines, cada hombre o mujer elegía personalmente proteger a los Viajeros. Su deliberada imprevisibilidad contradecía las normas que regían la vida de Boone.
Unos años antes, Boone había viajado a Hong Kong para matar a un Arlequín llamado Dragón de Bronce. Al registrar el cuerpo del hombre, había encontrado las armas y los pasaportes falsos de costumbre junto con un aparato llamado Generador de Números Aleatorios. El GNA era un ordenador en miniatura que producía números al azar cada vez que se apretaba un botón. A veces, los Arlequines utilizaban los GNA para tomar decisiones. Un número impar podía significar «sí»; y uno par, «no». Bastaba apretar un botón, y el GNA decía qué puerta había que abrir.
Boone recordaba haberse quedado en la habitación de su hotel examinando el aparato. ¿Cómo podía vivir alguien de ese modo? En lo que a él se refería, cualquiera que utilizara cifras aleatorias para orientar su vida merecía ser localizado y exterminado. El orden y la disciplina eran los valores que evitaban que la civilización occidental se desmoronara. Uno no tenía más que observar los márgenes de la sociedad para darse cuenta de lo que sucedería si la gente permitía que unas simples elecciones al azar determinaran su vida.
Ya habían transcurrido diez minutos. Apretó un botón de su reloj, y el mecanismo le mostró el pulso y la temperatura de su cuerpo. Aquélla era una situación estresante, y a Boone le complació saber que su pulso sólo se había acelerado seis décimas por encima de lo normal. Conocía sus pulsaciones en reposo y durante el ejercicio, así como el porcentaje de grasa de su cuerpo y su consumo diario de calorías.
Ardió una cerilla y, unos segundos después, Boone olió el humo del tabaco. Al darse la vuelta vio que el serbio daba caladas a un cigarrillo.
—Apaga eso.
—¿Por qué?
—Porque no me gusta respirar aire contaminado.
El serbio sonrió.
—No estás respirando nada, amigo. Se trata de mi cigarrillo.
Boone se puso en pie y se alejó de la ventana. Su rostro se mantuvo inexpresivo mientras evaluaba la oposición. ¿Era peligroso ese hombre? ¿Necesitaba ser intimidado por el bien de la operación? ¿Con cuánta rapidez reaccionaría?
Boone deslizó la mano en uno de los bolsillos superiores de su parka, palpó la cuchilla de afeitar y la agarró con fuerza con el índice y el pulgar.