El Viajero (14 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El teléfono de su escritorio sonó, y Lawrence se apartó de la pantalla.

—¿Cómo está reaccionando nuestro invitado? —preguntó Boone.

—Parece agitado y un tanto asustado.

—No hay nada de malo en eso —contestó Boone—. El general Nash acaba de llegar. Coja a Richardson y llévelo al Cuarto de la Verdad.

Lawrence tomó el ascensor hasta la tercera planta. Al igual que Boone, tenía un chip de seguridad implantado bajo la piel. Pasó la mano ante el sensor de la puerta, ésta se abrió, y entró en la suite.

El doctor Richardson se dio la vuelta rápidamente y se le acercó agitando el dedo índice furiosamente.

—¡Esto es un ultraje! El señor Boone me dijo que me iba a reunir con los directores de la Fundación, y en cambio me han tenido encerrado aquí igual que un prisionero.

—Le pido disculpas por el retraso —contestó Lawrence—. El general Nash acaba de llegar y está impaciente por hablar con usted.

—¿Se refiere a Kennard Nash, su director ejecutivo?

—Exacto. Estoy seguro de que lo habrá visto en la televisión.

—No desde hace años. —Richardson bajó el tono y se tranquilizó levemente—. De todas maneras lo recuerdo de su época de asesor presidencial.

—El general siempre se ha dedicado al servicio público, así que su incorporación a la Fundación Evergreen fue una transición natural. —Lawrence se metió la mano en un bolsillo y sacó un detector de metales portátil—. Por razones de seguridad nos gustaría que dejase en la habitación todos los objetos de metal que lleve. Eso incluye su reloj de muñeca, las monedas y el cinturón. No es más que un procedimiento habitual de nuestro centro de investigación.

Si Lawrence le hubiera dado una orden directa, Richardson podría haberse negado, así que dejó que éste asumiera que quitarse el reloj era lo normal cuando uno iba a reunirse con alguien importante. Richardson depositó sus cosas encima de la mesa, y Lawrence le pasó el detector de metales por todo el cuerpo. Luego, los dos hombres salieron del cuarto y caminaron por el pasillo hasta el ascensor.

—¿Leyó el material que le di anoche?

—Sí.

—Confío en que lo encontrara interesante.

—Resulta increíble. ¿Cómo es que esos estudios tan recientes no han sido publicados? Nunca había oído hablar de los Viajeros ni de la máquina MEN.

—Por el momento la Fundación Evergreen quiere mantener en secreto esa información.

—Así no es como trabaja la ciencia, señor Takawa. Los principales descubrimientos se producen porque los científicos de todo el mundo tienen acceso a las mismas fuentes.

Tomaron el ascensor hasta el sótano y fueron por un pasillo hasta una puerta blanca sin manija ni tirador alguno. Cuando Lawrence alzó la mano, la puerta se abrió deslizándose dentro de la pared; hizo un gesto a Richardson para que entrara, y el neurólogo se encontró en una habitación sin ventanas. No había ningún mueble salvo una mesa y dos sillas de madera.

—Esto es una sala especial de seguridad —explicó Lawrence—. Todo lo que aquí se diga será confidencial.

—¿Y dónde está el general Nash?

—No se preocupe. Estará aquí dentro de unos minutos.

Lawrence agitó la mano, y la puerta se cerró dejando a Richardson encerrado en el Cuarto de la Verdad. Durante los últimos seis años, la Fundación Evergreen había financiado una investigación destinada a averiguar si alguien mentía. El procedimiento no recurría a analizadores de voz ni a artefactos poligráficos que registrasen el ritmo respiratorio o la presión sanguínea del sujeto. El miedo podía distorsionar los resultados de esas pruebas, y un buen actor era capaz de eliminar esas señales de engaño.

Descartando los cambios externos, los científicos de la Fundación Evergreen habían examinado directamente en el interior del cerebro mediante imágenes obtenidas con resonancia magnética. El Cuarto de la Verdad no era más que una enorme cámara de resonancia magnética en cuyo interior una persona podía hablar, comer y moverse. El hombre o mujer allí encerrado no tenía que saber lo que estaba sucediendo, lo cual daba pie a un abanico más amplio de reacciones.

Al observar el cerebro de una persona mientras ésta respondía preguntas se podía ver el modo en que las distintas zonas del tejido cerebral reaccionaban ante lo que decía. Los científicos de la Fundación habían descubierto que al cerebro le resultaba más fácil decir la verdad. Cuando alguien mentía, su córtex prefrontal y las circunvalaciones anteriores se encendían como manchas de roja lava.

Lawrence siguió por el pasillo hasta otra puerta sin identificar. Un cierre se descorrió, y entró en una sala en sombras. Había cuatro monitores de televisión instalados en la pared frente a una serie de ordenadores y una larga mesa donde se hallaba el panel de control. Un hombre rechoncho y con barba tecleaba instrucciones en el teclado del ordenador. Gregory Vincent había diseñado e instalado los equipos que iban a ser usados ese día.

—¿Le has quitado todos los objetos metálicos? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué no has entrado? ¿Tenías miedo de decir algo mientras yo estaba observando?

Lawrence hizo rodar una silla hasta el panel de control y se sentó.

—Simplemente obedecía órdenes.

—Sí, claro. —Vincent se rascó el estómago—. Nadie quiere entrar en el Cuarto de la Verdad.

Al observar los monitores, Lawrence vio que el cuerpo de Richardson se había convertido en una imagen borrosa compuesta por distintas manchas de luz. La luz cambiaba de color e intensidad a medida que el neurólogo respiraba, tragaba saliva o pensaba en el apuro en que se había metido: era un hombre digitalizado que podía ser cuantificado y analizado por los ordenadores que Lawrence tenía tras de sí.

—Tiene buen aspecto —dijo Vincent—. Esto va a ser fácil. —Echó un vistazo al pequeño monitor de seguridad que colgaba del techo. Un hombre calvo iba por el pasillo—. La hora exacta. Aquí llega el general.

Lawrence creó la máscara apropiada —aplicada, decidida— y miró fijamente los monitores cuando Kennard Nash entró en el Cuarto de la Verdad. El general rondaba la sesentena, tenía una nariz chata y su espalda adoptaba una rígida posición militar. Lawrence admiraba el modo en que Nash ocultaba su dureza bajo la amistosa apariencia de un entrenador personal.

Richardson se levantó, y Nash le estrechó la mano.

—¡Doctor Richardson! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de conocerlo! Soy Kennard Nash, director ejecutivo de la Fundación Evergreen.

—Es un honor encontrarme con usted, general. Le recuerdo de su etapa en el gobierno.

—Sí. Aquello fue un gran reto, pero me llegó el momento de cambiar. Dirigir Evergreen ha sido toda una experiencia.

Los dos hombres se sentaron frente a frente a la mesa. En la sala de control, Vincent tecleó las instrucciones oportunas para el ordenador. En las pantallas aparecieron distintas imágenes del cerebro de Richardson.

—Tengo entendido que ha leído lo que llamamos el
Libro verde
. Se trata de un resumen de todo lo que sabemos acerca de los Viajeros.

—La información me pareció increíble —dijo Richardson—. ¿Es cierta?

—Sí. Cierta gente tiene la habilidad de proyectar su energía neural fuera de sus cuerpos. Se trata de una anomalía genética que puede transmitirse de padres a hijos.

—¿Y adónde va esa energía?

Kennard Nash separó las manos, las ocultó bajo la mesa y durante unos segundos se quedó mirando fijamente a Richardson. Sus ojos se movían rápidamente mientras examinaban el rostro del neurólogo.

—Según indican nuestros informes, se traslada a otra dimensión y después vuelve.

—Eso es imposible.

El general parecía divertirse.

—Bueno, hace años que sabemos de la existencia de otras dimensiones. Es uno de los fundamentos de la teoría cuántica. Siempre hemos tenido la demostración matemática, pero no los medios para hacer el viaje. Fue una sorpresa descubrir que esos individuos llevaban haciéndolo desde hace siglos.

—Debería hacer públicos sus descubrimientos. Los científicos de todo el mundo se lanzarían a verificarlos.

—Eso es exactamente lo que no queremos hacer. Nuestro país está sometido a ataques de terroristas y de elementos subversivos. Tanto en la Fundación como nuestros amigos alrededor del mundo estamos preocupados por la posibilidad de que ciertos grupos puedan utilizar el poder de los Viajeros para destruir el sistema económico. Los Viajeros tienen tendencia a mostrarse antisociales.

—Ustedes necesitan más información sobre esa gente.

—Ésa es la razón de que estemos desarrollando un nuevo proyecto de investigación aquí, en el centro. En estos momentos estamos poniendo a punto el equipo y buscando un Viajero dispuesto a cooperar. Es posible que consigamos dos, dos hermanos. Nos hace falta un neurólogo con sus antecedentes para que les implante sensores en el cerebro. Entonces podremos utilizar nuestro ordenador cuántico para averiguar adónde se dirige su energía.

—¿A otra dimensión?

—Exacto. Y también cómo llegar hasta allí y volver. El ordenador cuántico nos permitirá observar lo que ocurra. Usted no necesita saber cómo funciona el ordenador, doctor. Sólo ha de implantar los sensores en el cerebro de nuestros viajeros y dejar que emprendan el viaje. —El general Nash alzó ambas manos como si estuviera invocando una deidad—. Nos hallamos muy cerca de un gran descubrimiento que cambiará nuestra civilización. No hace falta que le diga lo emocionante que resulta, doctor Richardson. Me sentiría muy honrado si se uniera a nuestro equipo.

—¿Y todo se desarrollaría en secreto?

—A corto plazo, sí. Por razones de seguridad, usted deberá trasladarse al centro de investigación y trabajar con nuestro personal. Si tenemos éxito, se le permitirá publicar los resultados de su investigación. Verificar la existencia de otros mundos significaría automáticamente el premio Nobel. De todas maneras, usted comprende que es más que eso. Se trataría de un descubrimiento de una magnitud equivalente al trabajo de Albert Einstein.

—¿Y qué pasa si fallamos? —preguntó Richardson.

—Nuestras medidas de seguridad nos protegen de las intromisiones de la prensa. Si el experimento no tiene éxito, nadie tiene por qué enterarse, y los Viajeros podrán seguir siendo una leyenda folclórica sin respaldo científico.

El cerebro de Richardson mostraba un brillante color rojo mientras analizaba las posibilidades.

—Creo que me sentiría más cómodo trabajando en Yale.

—Sé lo que ocurre en la mayoría de los laboratorios universitarios —comentó Nash—. Uno se ve obligado a enfrentarse a infinidad de comités de supervisión y a rellenar un montón de papeleo. En nuestro centro de investigación no existe la burocracia. Si alguien desea el equipo que sea, se le entrega en un plazo de cuarenta y ocho horas. No tendrá que preocuparse por el costo. Nosotros lo pagamos todo. Además, estaremos encantados de abonarle una sustanciosa cantidad a cambio de su contribución personal.

—En la universidad tengo que rellenar tres formularios para conseguir un simple juego nuevo de tubos de ensayo.

—Ese tipo de tonterías supone malgastar su inteligencia y creatividad. Nosotros le daremos todo lo que necesite para llevar a cabo tan importante descubrimiento.

El cuerpo de Richardson se relajó, y su lóbulo frontal mostró unas pequeñas manchas rosas de actividad.

—Todo esto resulta muy tentador.

—Mire, doctor, estamos sometidos a las premuras del tiempo. Me temo que necesito una respuesta en este mismo momento. Si no lo tiene claro consultaremos con otros neurólogos. Creo que ese colega suyo, Mark Beecher, está en nuestras listas.

—Beecher no tiene la experiencia clínica necesaria —contestó Richardson—. ¿En quién más habían pensado?

—En David Shapiro, de Harvard. Según parece ha realizado importantes experimentos en el córtex.

—Sí, pero sólo con animales. —El neurólogo intentaba parecer reticente, pero su cerebro mostraba gran actividad—. Supongo que yo soy la persona adecuada para este proyecto.

—¡Estupendo! Sabía que podía contar con usted. Regrese de inmediato a New Haven y dispóngalo todo para abandonar la universidad durante unos meses. Descubrirá que la Fundación Evergreen tiene muchos contactos de alto nivel en la universidad, así que el tiempo no será problema. Lawrence Takawa será su contacto. —El general Nash se levantó y estrechó la mano de Richardson—. Vamos a cambiar el mundo para siempre, doctor; y usted va a formar parte del esfuerzo.

Lawrence siguió mirando mientras el luminoso cuerpo del general salía de la estancia. Otro de los monitores seguía mostrando a Richardson agitándose en su asiento. Las demás pantallas mostraban grabaciones digitales de la conversación. Una retícula verde que aparecía superpuesta al cráneo del neurólogo analizaba las reacciones de su cerebro mientras él hablaba.

—No aprecio indicios de engaño en ninguna de las manifestaciones de Richardson —anunció Vincent.

—Bien. Eso era lo que estaba previsto.

—El único engaño provino del general Nash. Echa un vistazo.

Vincent tecleó algo, y uno de los monitores mostró la grabación del cerebro de Nash. Una vista cercana del córtex indicaba que el general había estado ocultando algo durante casi toda la conversación.

—Por razones técnicas, siempre obtengo imágenes de las dos personas presentes en el Cuarto de la Verdad —comentó Vincent—. Me permite averiguar si hay algún problema con los sensores.

—Eso no ha sido autorizado. Por favor elimina del sistema todas las imágenes del general Nash.

—Claro. No hay problema.

Vincent tecleó una nueva orden, y el mentiroso cerebro de Nash desapareció de la pantalla.

Un guardia de seguridad escoltó al doctor Richardson fuera del edificio. Cinco minutos más tarde, el neurólogo se hallaba en el asiento trasero de una larga limusina que lo llevaba de vuelta a New Haven. Lawrence volvió a su oficina y envió un correo electrónico a un miembro de la Hermandad que tenía contactos en la Facultad de Medicina de Yale. Luego, abrió un archivo con el nombre de Richardson al que incorporó toda su información personal.

La Hermandad daba una calificación de seguridad a todos sus empleados en un nivel de cero a diez. Kennard Nash se hallaba en el Nivel Uno y tenía pleno conocimiento de todas las operaciones. Richardson había recibido un Nivel Cinco, sabría de la existencia de los Viajeros, pero nunca oiría hablar de los Arlequines. Lawrence era un fiable empleado de Nivel Tres que podía acceder a gran cantidad de información pero que nunca llegaría a conocer las grandes estrategias de la Hermandad.

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