El vizconde demediado

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Authors: Italo Calvino

 

El vizconde demediado
es la primera incursión de Italo Calvino en lo fabuloso y lo fantástico. Cuenta Calvino la historia del vizconde de Terralba, quien fue partido en dos por un cañonazo de los turcos y cuyas dos mitades continuaron viviendo por separado. Símbolo de la condición humana dividida, Medardo de Terralba sale a caminar por sus tierras. A su paso, las peras que colgaban de los árboles aparecen todas partidas por la mitad. Cada encuentro de dos seres en el mundo es un desgarrarse, le dice la mitad mala del vizconde a la mujer de quien se ha enamorado. Pero ¿es seguro que se trate de la mitad mala? Esta magnífica fábula plantea la búsqueda del ser humano en su totalidad, quien suele estar hecho de algo más que de la suma de sus mitades.

Italo Calvino

El vizconde demediado

ePUB v1.1

Doña Jacinta
15.09.11

Corrección de erratas por jugaor

Título original:
Il visconte dimezzato

Primera edición: febrero de 1952, Editorial Einaudi, Turín

Presente edición: Editorial Bruguera

Traducción: Francesc Miravitlles

Nota preliminar: tomada de la cuarta edición de Ediciones Siruela, octubre de 2000

Nota preliminar

A continuación se reproducen extractos de una entrevista con los estudiantes de Pésaro del 11 de mayo de 1983 (transcrita y publicada en
Il gusto dei contemporanei
, cuaderno número 3, Italo Calvino, Pésaro 1987, pág, 9).

Cuando empecé a escribir
El vizconde demediado
quería ante todo escribir una historia entretenida para entretenerme yo mismo, y, acaso, para entretener a los demás; tenía la imagen de un hombre partido en dos, del hombre demediado, era un tema significativo, con significación contemporánea: todos nos sentimos, de algún modo, incompletos, todos realizamos una parte de nosotros mismos y no la otra. Para lograrlo procuré crear una historia congruente, una historia con simetría, con ritmo de cuento y de aventura a la vez, pero también como de ballet. Para diferenciar las dos mitades, me pareció que con una mala y otra buena conseguía el mayor contraste. Se trataba de una elaboración narrativa basada en los contrastes. Por lo tanto, la historia se basa en una serie de efectos sorpresa: en el hecho de que, en lugar del vizconde entero, regrese al pueblo un vizconde demediado muy cruel, vislumbré el mayor efecto sorpresa posible; y en el de que luego, en un momento dado, se descubra un vizconde absolutamente bueno en lugar del malo, otro efecto sorpresa. Que esas dos mitades fuesen igualmente insoportables, la buena y la mala, era un efecto cómico y a la vez significativo, porque a veces los buenos, las personas demasiado programáticamente buenas y llenas de buenas intenciones, son terribles chinches. En algo así, lo importante es lograr una historia que funcione precisamente como técnica narrativa, que se apodere del lector. Por lo demás, siempre presto mucha atención a los significados: procuro que al final la historia no se interprete al revés de como la concebí; por tanto, también los significados son muy importantes, aunque en un cuento como éste el aspecto de funcionalidad narrativa y, por qué no decirlo, de diversión tiene gran importancia. Yo creo que divertir es una función social, encaja en mi moral; siempre pienso en el lector que tiene que aguantar todas esas páginas, es necesario que se divierta, que tenga también una gratificación; ésa es mi moral: uno compra el libro, le cuesta dinero, invierte su tiempo, se tiene que divertir. No soy el único que piensa así; también un escritor muy preocupado por los contenidos como Bertolt Brecht, por ejemplo, decía que la primera función social de una obra de teatro era la diversión. Yo creo que la diversión es una cosa seria.

A continuación se reproduce parte de una carta de fecha 7 de agosto de 1952 que Calvino escribió a Carlo Salinari en respuesta a una reseña publicada por éste en
L’Unità
el 6 de agosto de 1952.

A mí me importaba el problema del hombre contemporáneo (del intelectual, para ser más exacto) demediado, es decir, incompleto, «alienado». Si opté por demediar a mi personaje siguiendo la línea de fractura «bien-mal», fue porque eso me permitía plasmar mejor las imágenes contrapuestas, y se enlazaba con una tradición literaria ya clásica (por ejemplo, Stevenson), de modo que podía jugar con ella sin temor. En cambio, mis guiños moralizantes, por llamarlos así, apuntaban menos al vizconde que a los personajes marginales, que son los que mejor ejemplifican mi enfoque: los leprosos (esto es, los artistas decadentes), el doctor y el carpintero (la ciencia y la técnica desvinculadas de la humanidad), los hugonotes, contemplados un poco con simpatía y un poco con ironía (que son, en cierta medida, una alegoría autobiográfica-familiar, una especie de epopeya genealógica imaginaria de mi familia), y también una imagen de toda la línea del moralismo idealista de la burguesía. (Carta a C. Salinari del 7 de agosto de 1952, publicada en I. Calvino,
I libri degli altri, Lettere 1947-1981
.)

I

Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.

—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adónde vuelan?

Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.

—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.

El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.

—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? —preguntó.

—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.

Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.

—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adónde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.

El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. «A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado», e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.

—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio.

Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos.

Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban.

—¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero.

—Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas.

Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo.

—¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo.

—Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—, trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente.

—¿Así que en esta guerra son sobre todo los caballos los que mueren?

—Las cimitarras turcas parecen hechas expresamente para hendir de un solo golpe sus vientres. Más adelante verá los cuerpos de los hombres. Primero les toca a los caballos y después a los jinetes. Pero he allí el campamento.

En el límite del horizonte se alzaban los pináculos de las tiendas más altas, y los estandartes del ejército imperial, y el humo.

Siguieron galopando y vieron que los caídos de la última batalla habían sido casi todos apartados y sepultados. Sólo podía descubrirse algún miembro desparramado, especialmente dedos, entre los rastrojos.

—De vez en cuando hay un dedo que nos indica el camino —dijo mi tío Medardo—. ¿Qué significa?

—Dios les perdone: los vivos mutilan los dedos a los muertos para sacarles los anillos.

—¿Quién vive? —dijo un centinela con un capote recubierto de moho y musgo como la corteza de un árbol expuesto a la tramontana.

—¡Viva la sagrada corona imperial! —gritó Curcio.

—¡Y muera el sultán! —replicó el centinela—. Pero os ruego que cuando lleguéis al mando les digáis que se decidan a mandarme el relevo, ¡que estoy echando raíces!

Los caballos ahora corrían para huir de la nube de moscas que envolvía el campo, zumbando sobre las montañas de excrementos.

—El estiércol de ayer de muchos valientes —observó Curcio— todavía está en la tierra, y ellos ya están en el cielo —y se santiguó.

A la entrada del campamento, flanquearon una hilera de baldaquines, bajo los cuales mujeres gruesas con tirabuzones, con largos vestidos de brocado y los senos desnudos, los acogieron con gritos y risotadas.

—Son los pabellones de las cortesanas —dijo Curcio—. Ningún otro ejército las tiene tan bellas.

Mi tío cabalgaba con el rostro hacia atrás, para mirarlas.

—Tenga cuidado, señor —agregó el escudero—, son tan sucias y están tan apestadas que no las querrían ni los turcos como presa de un saqueo. No están solamente cargadas de ladillas, chinches y garrapatas, sino que ya anidan en ellas los escorpiones y los lagartos.

Pasaron ante las baterías de campaña. Por la noche, los artilleros cocinaban su rancho de agua y nabos en el bronce de las espingardas y de los cañones, encandecido por los muchos disparos del día.

Llegaban carros llenos de tierra y los artilleros la pasaban por un tamiz.

—Ya escasea la pólvora —explicó Curció—, pero la tierra en donde se han desenvuelto las batallas está tan impregnada que, si se quiere, puede recuperarse alguna carga.

Luego venían las cuadras de la caballería, donde, entre las moscas, los veterinarios remendaban sin descanso la piel de los cuadrúpedos con cosidos, cinchas y emplastos de alquitrán hirviente, relinchando y dando coces todos, hasta los doctores.

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