El vizconde demediado (5 page)

Read El vizconde demediado Online

Authors: Italo Calvino

—Manchas sospechosas han aparecido no se sabe cómo sobre el rostro de una vieja sirvienta nuestra —dijo al doctor—. Todos tememos que sea lepra. Doctor, confiamos en las luces de su sabiduría.

Trelawney se inclinó balbuceando:

—Mi deber, milord…, siempre a sus órdenes, milord…

Dio media vuelta, salió, huyó fuera del castillo, cogió consigo un barrilete de vino «cancarone» y desapareció en los bosques. No se le vio durante una semana. Cuando regresó, la nodriza Sebastiana había sido enviada al pueblo de los leprosos.

Dejó el castillo un atardecer, vestida de negro y con velo, llevando bajo el brazo un paquete con sus cosas. Sabía que su suerte estaba echada: tenía que tomar el camino de Pratofungo. Dejó la habitación donde la habían tenido hasta entonces, y no había nadie ni en los pasillos ni en las escaleras. Bajó, atravesó el patio, salió al campo: todo estaba desierto, a su paso todos se apartaban y se escondían. Oyó un cuerno de caza modular una llamada de sólo dos notas: ante ella en el sendero estaba Galateo que alzaba al cielo la boca de su instrumento. La nodriza se encaminó a pasos lentos; el sendero seguía la dirección del sol del ocaso; Galateo la precedía un buen trecho, de vez en cuando se paraba como contemplando los avispones que zumbaban entre las hojas, alzaba el cuerno y elevaba un triste acorde; la nodriza miraba los huertos y las riberas que estaba abandonando, sentía detrás de los setos la presencia de la gente que se alejaba de ella, y volvía a tomar el camino. Sola, siguiendo de lejos a Galateo, llegó a Pratofungo, y las puertas del pueblo se cerraron tras ella, mientras las arpas y los violines comenzaron a sonar.

El doctor Trelawney me había defraudado mucho. No haber movido ni un dedo para que la vieja Sebastiana no fuera condenada a la leprosería —sabiendo además que sus manchas no eran de lepra—, era señal de vileza y experimenté por primera vez un impulso de aversión por el doctor. Añádase que cuando escapó a los bosques no me llevó consigo, aun sabiendo lo útil que le habría sido como cazador de ardillas y buscador de frambuesas. Ahora ir con él a la caza de fuegos fatuos ya no me gustaba como antes, y a menudo paseaba solo, en busca de nuevas compañías.

La gente que más me atraía ahora eran los hugonotes que vivían en Col Gerbido. Habían escapado de Francia donde el rey hacía cortar en pedazos a todos los que seguían su religión. En la travesía de las montañas habían perdido sus libros y sus objetos sagrados, y ahora ya no tenían ni Biblia que leer, ni misa que oficiar, ni himnos que cantar, ni oraciones que recitar. Recelosos como todos los que han pasado por persecuciones y que viven entre gente de fe distinta, no habían querido recibir ningún libro religioso, ni escuchar consejos sobre la manera de celebrar sus cultos. Si alguien llegaba hasta ellos diciéndose hermano hugonote, temían que fuese un emisario del Papa disfrazado, y se encerraban en el silencio. Así se habían puesto a cultivar las duras tierras de Col Gerbido, y se reventaban trabajando hombres y mujeres desde antes del alba hasta después del atardecer, en la esperanza de que la gracia les iluminara. Poco expertos de lo que fuera pecado, para no equivocarse multiplicaban las prohibiciones y se habían reducido a mirarse unos a otros con ojos severos espiando que algún mínimo gesto indicase una intención culpable. Recordando confusamente las disputas de su iglesia, se abstenían de nombrar a Dios y cualquier otra expresión religiosa, por miedo de hablar de ello de forma sacrílega. Así no seguían ninguna regla de culto, y probablemente ni siquiera osaban formular pensamientos sobre cuestiones de fe, aun conservando una seriedad absorta como si pensaran siempre en todo ello. En cambio, las reglas de su penosa agricultura habían adquirido con el tiempo un valor parecido al de los mandamientos, y lo mismo los hábitos de parsimonia a los que estaban constreñidos, como las virtudes domésticas de las mujeres.

Eran una gran familia llena de nietos y nueras, todos altos y nudosos, y trabajaban la tierra vestidos siempre de fiesta, negros y abotonados, con el sombrero de alas anchas y caídas los hombres y con la cofia blanca las mujeres. Los hombres llevaban largas barbas, e iban siempre con el fusil en bandolera, pero se decía que ninguno de ellos había disparado nunca, salvo a los gorriones, porque lo prohibían los mandamientos.

De los bancales calizos donde a duras penas crecían alguna mísera vid y un trigo escaso, se alzaba la voz del viejo Ezequiel, que chillaba sin descanso con los puños levantados al cielo, temblorosa la blanca barba de chivo, bailándole los ojos bajo el sombrero en forma de embudo: «¡Peste y carestía! ¡Peste y carestía!», e increpando a los familiares encorvados en su trabajo: «¡Dale con esa azada, Jonas! ¡Arranca la hierba, Susana! ¡Tobías, esparce el estiércol!», y daba mil órdenes y reprimendas con el rencor de quien se dirige a una pandilla de ineptos y destrozones, y cada vez después de haber gritado las mil cosas que tenían que hacer para que el campo no se arruinase, se ponía a hacerlas él mismo, echando fuera a los que le rodeaban, y siempre gritando: «¡Peste y carestía!»

Su mujer, en cambio, no gritaba nunca, y parecía, a diferencia de los demás, segura de una religión suya secreta, fijada hasta en los mínimos detalles, pero de la que no decía palabra a nadie. Le bastaba con mirar fijamente, con sus ojos todo pupila, y decir, con los labios tensos: «Pero ¿os parece bien, hermana Raquel? Pero ¿os parece bien, hermano Aarón?», para que las raras sonrisas desaparecieran de las bocas de los familiares y las expresiones pasaran a ser graves y absortas.

Llegué una noche a Col Gerbido mientras los hugonotes estaban rezando. No es que pronunciasen palabras y estuvieran con las manos juntas o arrodillados; estaban de pie en fila en la viña, los hombres a una parte y las mujeres a otra, y al fondo el viejo Ezequiel con la barba sobre el pecho. Miraban delante de ellos, con las manos recogidas que colgaban de los largos brazos nudosos, pero aunque parecían absortos no perdían el conocimiento de lo que les rodeaba, y Tobías alargó una mano y quitó un gusano de una vid, Raquel con la suela claveteada aplastó un caracol, y el mismo Ezequiel se quitó de repente el sombrero para espantar a los gorriones que habían bajado hasta el trigo.

Después entonaron un salmo. No recordaban la letra, solamente la melodía, y terminada una estrofa comenzaban otra, siempre sin pronunciar las palabras.

Sentí que me tiraban de un brazo y era el pequeño Esaú que me hacía señas para que callara y fuera con él. Esaú tenía mi edad; era el último hijo del viejo Ezequiel; de los suyos tenía sólo la expresión de la cara dura y tensa, pero con un fondo de astucia y picardía. A gatas nos alejamos por la viña, mientras me decía: «Tienen para media hora; ¡qué lata! Ven a ver mi guarida.»

La guarida de Esaú era secreta. Se escondía para que los suyos no le encontrasen y no le mandasen a pastorear las cabras o a quitar caracoles de las hortalizas. Pasaba allí días enteros ocioso, mientras su padre le buscaba chillando por el campo.

Esaú tenía una provisión de tabaco y, colgadas de una pared, dos largas pipas de mayólica. Llenó una y quiso que fumara. Me enseñó a encenderla y echaba grandes bocanadas con una avidez que no había visto nunca en un muchacho. Yo era la primera vez que fumaba; me encontré mal enseguida y lo dejé. Para reanimarme Esaú sacó una botella de «grappa» y me llenó un vaso que me hizo toser y retorcer las tripas. Él la bebía como si fuera agua.

—Para emborracharme necesito mucha —dijo.

—¿Dónde has cogido todas estas cosas que tienes en la guarida? —le pregunté.

Esaú hizo un gesto con los dedos como si agarrara algo:

—Robadas.

Se había convertido en el cabecilla de una banda de chicos católicos que saqueaban los campos de los alrededores; y no sólo despojaban los árboles de fruta, sino que entraban también en las casas y los gallineros. Y blasfemaban más fuerte y más a menudo que Maese Pietrochiodo: sabían todas las expresiones soeces católicas y hugonotas, y las intercambiaban entre ellos.

—Pero hago también muchos otros pecados —me explicó—, levanto falsos testimonios, me olvido de echar agua a las judías, no respeto al padre y a la madre, regreso a casa tarde por las noches. Ahora quiero cometer todos los pecados que existen; también esos que dicen que no soy lo bastante mayor para comprender.

—¿Todos los pecados? —le dije—. ¿Incluso matar?

Se encogió de hombros:

—Ahora matar ni me conviene ni me sirve para nada.

—Dicen que mi tío mata y hace matar por gusto —dije yo, para tener algo de mi parte que oponer a Esaú.

Esaú escupió.

—Un gusto de estúpidos —dijo. Luego tronó y fuera de la guarida empezó a llover.

—En casa te buscarán —dije a Esaú. A mí nunca me buscaba nadie, pero veía que a los otros chicos les buscaban siempre sus padres, especialmente cuando hacía mal tiempo, y creía que era una cosa importante.

—Esperemos aquí a que cese de llover —dijo Esaú—, mientras tanto jugaremos a los dados.

Sacó los dados y un montón de dinero. Como yo no tenía dinero, me jugué silbatos, navajas y hondas y lo perdí todo.

—No te desanimes —me dijo al final Esaú—, sabes: hago trampas.

Fuera: truenos y relámpagos y lluvia a cántaros. La gruta de Esaú se fue inundando. Puso a salvo el tabaco y sus otras cosas y dijo:

—Diluviará toda la noche: será mejor correr a guarecernos a casa.

Estábamos empapados y enfangados cuando llegamos al caserío del viejo Ezequiel. Los hugonotes estaban sentados alrededor de la mesa, a la luz de una lamparilla, e intentaban recordar algún episodio de la Biblia, tratando de contarlos como algo que les parecía haber leído en otro tiempo, de significado y verdad inseguros.

—¡Peste y carestía! —gritó Ezequiel dando un puñetazo en la mesa, que apagó la lamparilla, cuando su hijo Esaú apareció conmigo en el hueco de la puerta.

Empezaron a castañetearme los dientes. Esaú se encogió de hombros. Fuera parecía como si todos los truenos y relámpagos se descargasen sobre Col Gerbido. Mientras encendían de nuevo la lamparilla, el viejo con los puños alzados enumeraba los pecados de su hijo como los más nefandos que ningún ser humano hubiese cometido nunca, pero no conocía de ellos más que una pequeña parte. La madre asentía sin decir nada, y todos los otros hijos y yernos y nueras y nietos escuchaban con la barbilla en el pecho y el rostro escondido entre las manos. Esaú mordisqueaba una manzana como si aquel sermón no le concerniese. Yo, entre aquellos truenos y la voz de Ezequiel, temblaba como un junco.

La reprimenda fue interrumpida por el regreso de los hombres de guardia, con sacos por capuchas, todos empapados de lluvia. Los hugonotes hacían guardia por turnos durante toda la noche, armados con fusiles, podaderas y horcas de heno, para prevenir las incursiones traicioneras del vizconde, que ya era enemigo declarado suyo.

—¡Padre! ¡Ezequiel! —dijeron aquellos hugonotes—. Con esta noche tan mala seguro que el Cojo no vendrá. ¿Podemos retirarnos a casa, padre?

—¿No hay rastro alguno del Manco, alrededor? —preguntó Ezequiel.

—No, padre, si exceptuamos la peste a quemado que dejan los rayos. No es noche para el Tuerto, ésta.

—Quedaos en casa y cambiaos de ropa, entonces. Que la tempestad traiga paz al Roto y a nosotros.

El Cojo, el Manco, el Ciego, el Roto eran algunos de los apelativos con los que los hugonotes nombraban a mi tío: nunca oí que le llamaran por su verdadero nombre. Ostentaban en estas conversaciones una especie de confianza con el vizconde, como si supieran mucho sobre él, casi como si fuera un antiguo enemigo. Se lanzaban entre sí breves frases acompañadas de guiños y risitas: «Je, je, el Manco… Precisamente así, el Medio Sordo…», como si todas las tenebrosas locuras de Medardo fueran para ellos claras y previsibles.

Estaban hablando así, cuando en la tormenta se oyó el golpear de un puño sobre la puerta.

—¿Quién llama con este tiempo? —dijo Ezequiel—. Pronto, que se le abra.

Abrieron y en el umbral estaba el vizconde, de pie sobre su única pierna, envuelto en la negra capa que goteaba, con el sombrero de plumas empapado por la lluvia.

—He atado mi caballo en vuestra cuadra —dijo—. Dadme hospitalidad también a mí, os lo ruego. La noche es mala para el caminante.

Todos miraron a Ezequiel. Yo me había escondido bajo la mesa, para que mi tío no descubriera que frecuentaba aquella casa enemiga.

—Sentaos al fuego —dijo Ezequiel—. El huésped en esta casa siempre es bien venido.

Cerca del umbral había un montón de sábanas de las que se extienden bajo los árboles para recoger las aceitunas; Medardo se tendió en ellas y se durmió.

En la oscuridad, los hugonotes se juntaron en torno a Ezequiel.

—¡Padre, lo tenemos en nuestras manos, ahora, al Cojo! —murmuraron—. ¿Debemos dejarlo escapar? ¿Vamos a permitir que cometa otros delitos contra los inocentes? ¿No ha llegado, Ezequiel, la hora de que pague el Desnalgado?

El viejo alzó los puños contra el techo.

—¡Peste y carestía! —gritó, si puede decirse que grite quien habla sin emitir casi sonido alguno pero con toda su fuerza—. En nuestra casa ningún huésped ha sido mal recibido. Montaré guardia yo mismo para proteger su sueño.

Y con el fusil en bandolera se colocó junto al vizconde acostado. El ojo de Medardo se abrió.

—¿Qué hacéis ahí, Maese Ezequiel?

—Protejo vuestro sueño, huésped. Muchos os odian.

—Lo sé —dijo el vizconde—, no duermo en el castillo porque temo que los criados me maten durante el sueño.

—Tampoco en mi casa os amamos, Maese Medardo. Pero esta noche seréis respetado.

El vizconde calló durante un momento, luego dijo:

—Ezequiel, quiero convertirme a vuestra religión.

El viejo no dijo nada.

—Estoy rodeado de gente infiel —continuó Medardo—. Querría deshacerme de todos ellos, y llamar a los hugonotes al castillo. Vos, Maese Ezequiel, seréis mi ministro. Declararé Terralba territorio hugonote e iniciaré la guerra contra los príncipes católicos. Vos y vuestros parientes seréis los jefes. ¿Estáis de acuerdo, Ezequiel? ¿Podéis convertirme?

El viejo estaba rígido e inmóvil con el amplio pecho atravesado por la correa del fusil.

—He olvidado demasiadas cosas de nuestra religión —dijo— para que pueda osar convertir a alguien. Yo me quedaré en mis tierras según mi conciencia. Vos en las vuestras según la vuestra.

Other books

The Midnight Swimmer by Edward Wilson
The Still by David Feintuch
No Accident by Emily Blake
Clapham Lights by Tom Canty
Meet Mr Mulliner by P.G. Wodehouse