El vizconde demediado (10 page)

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Authors: Italo Calvino

—Tened este frasco. Contiene algunas onzas, las últimas que me quedan, del ungüento con el que los eremitas bohemios me curaron y que me ha sido hasta ahora de gran ayuda cuando, al cambiar el tiempo, me duele la desmesurada cicatriz. Llevádselo al vizconde y decidle solamente: es el regalo de uno que sabe lo que significa tener las venas que terminan en un tapón.

Los esbirros fueron hasta el vizconde con el frasco y el vizconde les condenó al patíbulo. Para salvar a los esbirros, los otros conjurados decidieron sublevarse. Desmañados, descubrieron los nexos de la revuelta, que fue sofocada con sangre. El Bueno llevó flores a las tumbas y consoló a viudas y huérfanos.

Quien nunca se dejó conmover por la bondad del Bueno fue la vieja Sebastiana. Yendo hacia sus celosas empresas, el Bueno se detenía a menudo en la cabaña de la nodriza y se estaba de visita, siempre amable y atento. Y ella cada vez se ponía a sermonearle. Debido quizás a su indistinto amor materno, o porque la vejez empezaba a ofuscarle los pensamientos, la nodriza no tenía muy en cuenta la separación de Medardo en dos mitades: reprendía a una mitad por las fechorías de la otra, daba consejos a una que sólo la otra podía seguir, y así sucesivamente.

—¿Y por qué les has cortado la cabeza al gallo de la abuela Bigin, pobrecita, si sólo tenía ése? Con lo mayor que eres, y haces estas locuras…

—Pero ¿por qué me lo dices a mí, nodriza? Sabes que no he sido yo…

—¡Ésta sí que es buena! Y a ver, ¿quién ha sido?

—Yo. Pero…

—¡Ah! ¿Lo ves?

—Pero no exactamente yo…

—¿Y porque soy vieja crees que tengo que ser también tonta? Cuando oigo contar alguna pillería enseguida sé si es una de las tuyas. Y digo para mí: juraría que aquí tiene algo que ver la pata de Medardo…

—¡Pero os equivocáis siempre!

—Que me equivoco… Los jóvenes nos decís a los viejos que nos equivocamos… ¿Y vosotros? ¿No le has regalado la muleta al viejo Isidoro…?

—Sí, éste sí que he sido yo…

—¿Y te jactas de ello? La utilizaba para golpear a su mujer, pobrecita…

—Él me dijo que no podía caminar a causa de la gota…

—Lo simulaba… Y tú enseguida le regalas la muleta… Pues la ha roto en la espalda de su mujer y tú andas apoyándote en una rama horcada… ¡No tienes cabeza! ¡Siempre el mismo! ¿Y cuando emborrachaste al toro de Bernardo con aguardiente?

—Ése no era…

—Ah, sí, ¡no eras tú! Si lo dicen todos: ¡siempre es él, el vizconde!

Las frecuentes visitas del Bueno a Pratofungo se debían, aparte de a su apego filial por la nodriza, al hecho de que en esa época se dedicaba a socorrer a los pobres leprosos. Inmunizado al contagio (al parecer por las curaciones misteriosas de los eremitas), iba por el pueblecito informándose minuciosamente de las necesidades de cada uno, y sin darles tregua hasta que no se había prodigado en ellos de todas las maneras. A menudo, a lomos de su mulo, iba y venía de Pratofungo a la casucha del doctor Trelawney, pidiendo consejos y medicinas. No era que el doctor ya tuviese el valor de acercarse a los leprosos, pero parecía que comenzase, con el buen Medardo como intermediario, a interesarse por ellos.

Pero la intención de mi tío iba más lejos: no se había propuesto curar sólo los cuerpos de los leprosos, sino también las almas. Y estaba siempre con ellos amonestándoles, metiendo las narices en sus asuntos, escandalizándose y echándoles sermones. Los leprosos no lo podían aguantar. Los tiempos felices y licenciosos de Pratofungo habían terminado. Con este flaco tunante erguido sobre una sola pierna, vestido de negro, ceremonioso y sabelotodo, nadie podía obrar a sus anchas sin verse recriminado en el pueblo suscitando malignidad y despechos. Incluso la música, a fuerza de oírsela reprobar como fútil, lasciva y no inspirada en buenos sentimientos, acabó fastidiándolos, y sus extraños instrumentos se cubrieron de polvo. Las mujeres leprosas, sin ya aquel desahogo de estar de jaleo, se encontraron de pronto solas frente a la enfermedad, y pasaban las noches llorando y desesperándose.

—De las dos mitades es peor la buena que la amarga —se empezaba a decir en Pratofungo.

Pero no era sólo entre los leprosos que había ido menguando la admiración por el Bueno.

—Menos mal que la bala de cañón lo partió sólo en dos —decían todos—, si lo hubiese hecho en tres pedazos, quién sabe qué nos quedaría aún por ver.

Los hugonotes hacían ahora los turnos de guardia para protegerse también de él, que ya había perdido todo respeto hacia ellos e iba a todas horas a espiar cuántos sacos había en sus graneros y a sermonearles sobre los precios demasiado altos, y luego lo contaba por ahí perjudicando sus ventas.

Así transcurrían los días en Terralba, y nuestros sentimientos se hacían incoloros y obtusos, puesto que nos sentíamos como perdidos entre perversidad y virtud igualmente inhumanas.

X

No hay noche de luna en que en las almas malvadas las ideas perversas no se enmarañen como nidadas de serpientes, y en que en las almas caritativas no nazcan lirios de renuncia y dedicación. Así, entre los despeñaderos de Terralba, las dos mitades de Medardo vagaban atormentadas por rencores opuestos.

Tomada por ambos una decisión, por la mañana se dieron prisa para ponerla en práctica.

La madre de Pamela, yendo a por agua, cayó por un escotillón y se precipitó al pozo. Colgada de una cuerda, gritaba: «¡Socorro!», cuando vio en el círculo del pozo, contra el cielo, el perfil del Amargado que le dijo:

—Sólo quería hablaros. He aquí lo que he pensado: en compañía de vuestra hija Pamela se ve a menudo a un vagabundo demediado. Debéis obligarle a desposarla; ya la ha comprometido y si es un caballero tiene que repararlo. Esto es lo que he pensado; no me pidáis que os explique más.

El padre de Pamela llevaba al molino un saco de aceitunas de su olivo, pero el saco tenía un agujero, y un reguero de aceitunas le seguía por el sendero. Al sentir la carga más ligera, el papá se quitó el saco del hombro y advirtió que estaba casi vacío. Pero detrás vio que venía el Bueno: recogía las aceitunas una por una y las metía en la capa.

—Os seguía para hablaros y he tenido la suerte de salvaros las aceitunas. Os diré lo que he pensado. Desde hace tiempo creo que la infelicidad ajena, que es mi intención socorrer, quizás está alimentada justamente por mi presencia. Me iré de Terralba. Pero sólo si mi partida puede devolver la paz a dos personas: a vuestra hija que duerme en una guarida mientras le corresponde un noble destino, y a mi desdichada parte derecha que no debe quedarse tan sola. Pamela y el vizconde tienen que unirse en matrimonio.

Pamela estaba amaestrando una ardilla cuando se encontró con su madre que fingía ir por piñas.

—Pamela —dijo la mamá—, ha llegado la hora de que ese vagabundo llamado el Bueno se case contigo.

—¿De dónde ha salido esta idea? —dijo Pamela.

—Él te ha comprometido, debe pues casarse. Es tan amable que si se lo dices no querrá decir que no.

—Pero ¿cómo se te ha metido en la cabeza este cuento?

—Cállate; si supieras quién me lo ha dicho no harías tantas preguntas: el Amargado en persona me lo ha dicho, ¡nuestro ilustrísimo vizconde!

—¡Demonio…! —dijo Pamela dejando caer la ardilla del regazo—, quién sabe qué trampa quiere tender.

Al poco rato, estaba aprendiendo a silbar con una hoja entre las manos, cuando se encontró con su padre que simulaba ir por leña.

—Pamela —dijo el papá—, es hora de que digas que sí al vizconde Amargado, con la única condición de que te despose en la iglesia.

—¿Es una idea tuya o te lo ha dicho alguien?

—¿No te gusta convertirte en vizcondesa?

—Contéstame a lo que te he preguntado.

—Bien; piensa que lo dice el alma mejor intencionada que existe: el vagabundo que llaman el Bueno.

—Ah, no tiene nada más en que pensar ése. ¡Verás lo que voy a preparar!

Yendo con el flaco caballo entre la maleza, el Amargado reflexionaba sobre su estratagema: si Pamela se casaba con el Bueno, ante la ley era la esposa de Medardo de Terralba, o sea que era su mujer. Con el derecho de su parte, el Amargado podría quitársela fácilmente al rival, tan dócil y poco combativo.

Pero se encuentra con Pamela que le dice:

—Vizconde, he decidido que si estáis de acuerdo, nos casamos.

—¿Tú y quién? —dice el vizconde.

—Yo y vos, e iré al castillo y seré la vizcondesa.

El Amargado esto no se lo esperaba, y pensó: «Entonces ya no es necesario montar toda la comedia de hacerla casar con mi otra mitad: me caso yo con ella y asunto terminado.»

Así que dijo:

—De acuerdo.

Y Pamela:

—Entendeos con mi padre.

Al poco rato, Pamela se encontró al Bueno en su mulo.

—Medardo —dijo ella—, he comprendido que estoy enamorada de ti y si quieres hacerme feliz debes pedir mi mano.

El pobrecillo, que por el bien de ella había hecho aquella gran renuncia, se quedó con la boca abierta. «Pero si es feliz casándose conmigo, ya no puedo hacerla casar con el otro», pensó, y dijo:

—Querida, corro a prepararlo todo para la ceremonia.

—Ponte de acuerdo con mi madre, te lo ruego —dijo ella.

Terralba toda fue un desbarajuste, cuando se supo que Pamela se casaba. Había quien decía que se casaba con uno, y quien que con el otro. Los padres de ella parecía que lo hicieran a propósito para confundir a la gente. Ciertamente, el castillo lo estaban limpiando y adornando como para una gran fiesta. Y el vizconde había encargado un traje de terciopelo negro con un gran ahuecado en la manga y otro en el calzón. Pero también el vagabundo había hecho almohazar el pobre mulo y remendar el codo y la rodilla. Finalmente, en la iglesia brillaron todos los candelabros.

Pamela dijo que no pensaba dejar el bosque hasta el momento del cortejo nupcial. Yo hacía los encargos para el ajuar. Se cosió un vestido blanco con velo y una cola larguísima y se hizo una corona y un cinto con espigas de espliego. Como le sobraban algunos metros de velo, hizo un vestido de novia para la cabra y otro para el pato, y corrió así por el bosque, seguida por los animales, hasta que el velo se desgarró entre las ramas, y la cola recogió todas las agujas de pino y los erizos de castaña que se secaban por los senderos.

Pero la noche antes del casamiento estaba pensativa y un poco asustada. Sentada en lo alto de una colina sin árboles, con la cola enrollada en torno a los pies, la coronita de espliego torcida, apoyaba la barbilla en una mano y miraba los bosques de alrededor suspirando.

Yo estaba siempre con ella porque tenía que hacer de pajecillo, junto con Esaú que sin embargo nunca se dejaba ver.

—¿Con quién te casarás, Pamela? —le pregunté.

—No lo sé —dijo—, no sé qué ocurrirá. ¿Saldrá bien? ¿Saldrá mal?

De los bosques se elevaba ya una especie de grito gutural, ya un suspiro. Eran los dos pretendientes demediados que, presa de la excitación de la vigilia, vagaban por quebradas y peñascos del bosque, envueltos en las negras capas, el uno en su flaco caballo, el otro en su mulo pelado, y bramaban y suspiraban apresados en sus anhelantes desvaríos. Y el caballo saltaba por peñas y derrumbes, el mulo trepaba por pendientes y declives, sin que los dos caballeros se encontraran nunca.

Hasta que, al alba, el caballo galopando se cayó por un barranco; y el Amargado no pudo llegar a tiempo a la boda. El mulo en cambio andaba poco a poco, y el Bueno llegó puntual a la iglesia, justo en el momento en que lo hacía la novia con la cola sostenida por mí y Esaú que se hacía el remolón.

Al ver llegar como novio sólo al Bueno, que se apoyaba en su muleta, la muchedumbre quedó un poco desilusionada. Pero el matrimonio se celebró regularmente; los novios dieron el sí y se cambiaron la alianza, y el cura dijo:

—Medardo de Terralba y Pamela Marcolfi, yo os uno en matrimonio.

En esto, del fondo de la iglesia, sosteniéndose en la muleta, entró el vizconde, con el traje nuevo de terciopelo con ahuecados, empapado y desgarrado. Y dijo:

—Medardo de Terralba soy yo y Pamela es mi mujer.

El Bueno renqueó hasta él.

—No, el Medardo que se ha casado con Pamela soy yo.

El Amargado tiró la muleta y echó mano a la espada. El Bueno no podía hacer sino lo mismo.

—¡En guardia!

El Amargado se lanzó abiertamente; el Bueno se cerró en defensa, pero ya habían rodado los dos por el suelo.

Convinieron que era imposible batirse manteniendo el equilibrio con una sola pierna. Había que aplazar el duelo para poderlo preparar mejor.

—¿Y sabéis lo que hago yo? —dijo Pamela—. Me vuelvo al bosque.

Y salió corriendo de la iglesia, ya sin pajecillos que le sostuvieran la cola. En el puente encontró la cabra y el pato que la estaban esperando y se colocaron junto a ella trotando a pasos cortos.

El duelo fue fijado para el día siguiente al amanecer en el Prado de las Monjas. Maese Pietrochiodo inventó una especie de pata de compás, que fijada a la cintura de los demediados les permitía mantenerse erguidos y moverse y también inclinar el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, con la punta clavada en el suelo para estar firmes. El leproso Galateo, que antes de caer enfermo había sido un gentilhombre, hizo de juez; los padrinos del Amargado fueron el padre de Pamela y el jefe de los esbirros; los padrinos del Bueno dos hugonotes. El doctor Trelawney aseguró su asistencia, y llegó con un fardo de vendas y una damajuana de bálsamo, como si tuviera que curar una batalla. Lo que fue bueno para mí que, teniendo que ayudarle a llevar todo aquello, pude asistir al encuentro.

El alba era verdusca; en el prado los dos sutiles duelistas negros estaban firmes con las espadas prontas. El leproso hizo sonar el cuerno: era la señal; el cielo vibró como una membrana tensa, los lirones en sus madrigueras hundieron las uñas en la tierra, las urracas sin sacar la cabeza de debajo del ala se arrancaron una pluma de la axila produciéndose dolor, y la boca de la lombriz comió su propia cola, y la víbora se mordió con sus dientes, y la avispa rompió su aguijón en la piedra, y cada cosa se volvía contra sí misma, la escarcha de los charcos se helaba, los líquenes se volvían piedra y las piedras líquenes, la hoja seca se volvía tierra, y la resina espesa y dura mataba sin salvación los árboles. Así el hombre se lanzaba contra sí mismo, con ambas manos armadas con una espada.

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