Ella, Drácula (43 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ahí, en aquella pintura que ya rezumaba el color de la sangre cuando se coagula, sus dedos parecían en exceso gordos y desproporcionados, cuando en realidad sus manos eran tan bellas. Tampoco el cuadro consiguió retratar su pensamiento. Eso le pertenecía únicamente a ella, y nadie podría robárselo.

Porque ella seguía teniendo sus posesiones pese a esas paredes de piedra que levantaban entre su persona física y el mundo. Por ella, a diferencia de lo que sucedió con Gilles de Rais, nadie entonaría un
De profundis
, ni el
Dies Irae
, ni siquiera el
Réquiem
. Llevaba las más abismales profundidades en su memoria, llevaba los días de ira en la conciencia, llevaba un réquiem en la sangre, y esto, ¿quién podría quitárselo?

En todo ello piensa János Pirgist al escribir. Él pretendió reconstruir la monstruosidad incomprensible, darle forma, por nauseabunda que ésta fuese, para entenderla siquiera sesgadamente, desde un punto de vista que le ayudase a él y a quienes leyeran su testimonio. Aunque era consciente de que moriría sin saber si lo logró o no.

Se había enfrentado al Mal para acabar descubriendo que éste, cuando late en estado perfectamente embrionario, carece de discurso y de lógica.

Los albañiles, usando piedras y mortero, comenzaron a tapiar la habitación en la que Erzsébet seguía sentada con aire solemne en un gran sillón de cuero. Aún les observaba altiva. Tenía que hacerlo.

Quedaban ya las últimas piedras por poner. La miraron por última vez aquellos hombres rústicos y atemorizados, al parecer mucho más que ella misma.

—¡Pudríos, vosotros y vuestra descendencia! —les gritó Erzsébet con una fuerza tal que se oyó por todo el castillo.

Luego empezó a recitar algo en dialecto
tôt
, que ellos no entendían. Seguramente les hablaba de plantas, de animales, de intrincadas conjunciones de las estrellas en la bóveda celeste, que ya nunca más podría ver. Eso pensaron. Pero en realidad declamaba:


Éjzsaka bál jövök, hol-ba medjek tovabb
… —«Vengo de la noche y hacia la Luna voy…».

Todavía unas piedras más, y el ruido de sus herramientas sellando por completo la estancia. Y la oscuridad.

Sobre su corazón, sujeta a la pechera por una fíbula, llevaba un broche de oro con la letra inicial del escudo de su familia.

La última mirada de uno de los albañiles, al que le costaba colocar esa definitiva piedra que encajaba en las otras, le mostró a una mujer vestida de negro con su capa granate, apoyados sobre la mesa del escritorio sus brazos que acababan en unas amplias mangas de fino lino blanco. Llevaba el cabello recogido en un moño y, sobre la frente, un gran rubí que ya apenas se veía. Parecía aguardar la visita de alguien.

Cerca de ella estaba su espejo negro en forma de ocho, que no reflejaba ninguna imagen que no fuese la de las sombras.

Colocaron la última ristra de mortero y, por piedad, uno de los albañiles le dijo, agachándose y poniendo el rostro cerca de la ranura que estaba a nivel del suelo, por la que apenas cabía una mano, que dentro de una semana o dos, él no podía saberlo con certeza, le llevarían comida y bebida.

Pero como respuesta sólo obtuvo silencio. Se irían de allí con la mayor prisa posible, casi a la carrera. Nadie quedaba en el castillo. Tampoco en el pueblo.

Ellos no lo sabían, pero la dejaban como quizá siempre quiso estar. Sola. Con sus fantasmas.

Y allí se quedó ella, en espera de la noche y aullando, aunque no emitiese ningún sonido.

Expectante con las nuevas formas que veía por primera vez en su vida y que, cómo no, ya intentaba dominar.

Aguardando en la densa y fría penumbra de su tumba.

CSEJTHE

El águila ya no podía volar, pues le habían cortado las alas. La loba ya no podía morder, pues le habían arrancado los dientes.

La serpiente ya no podía reptar, pues le habían aplastado el cuerpo.

El dragón ya no podía aterrorizar con su flamígera mirada, pues le habían privado de la vista.

El escudo de los Báthory estaba deshecho.

Se quedaba sola, y aun así, más sola y más loca que nunca, seguiría siendo una Báthory. Era justo ahora cuando debía demostrarles a todos hasta qué punto lo era.

Debía tomar ejemplo de su primo András, aquel bravo András cuya cabeza estuvo en un glaciar de Transilvania, cortada por sus enemigos pero, dicen, con los ojos muy abiertos, llenos de cólera, desafiante. En él debía mirarse, en el espejo de sus ojos, ya que no en ese otro Segismundo tan cobarde que nunca iría a salvarla de su reclusión.

Ya jamás la claridad del día. No había lumbre, ni velas. Sólo oscuridad y silencio. Pero siempre, al menos, esa grata compañía que nunca le faltó, el sonido de los milanos y el viento.

¿Dónde estaban sus estuches con material para conjuros, dónde? ¿Dónde los dientecillos de gamuza, que salta entre los riscos y tiene la piel amarilla y pálida? ¿Dónde los bulbos de tulipanes silvestres? ¿Dónde aquellos corazones de madréporas que se hacía traer desde las lejanas Sarichioi y Badadag, junto al lago Razelm y el mar Muerto?

Por fin ahora estaba ya en el mar Muerto, y quizá viese allí a su diosa predilecta.

El frío era insoportable, más insoportable aún que el hambre o la sed. Cien veces más insoportable que su soledad.

Deambulando de un lado a otro de la estancia, no moviéndose más allá que a unos pocos pasos de donde estaba, iban consumiéndose sus días, que se parecían tanto a las noches. Porque por el orificio del techo apenas le llegaba luz. Incluso en eso se hizo fuerte: ya le había perdido el miedo a la total oscuridad. Sólo escuchaba el sordo rumor de las pieles al arrastrarse. Pero sintió que pasaba un poco aquel frío que parecía dispuesto a matarla y contra el que de nada valían todas las pieles, pues lo sentía en los huesos. Pronto oyó nuevos ruidos, que fueron su única compañía. Serían ratas que se habían colado allí a saber por dónde. Al fin las ratas. No le importaban. A más de una tuvo que apartar de sendas patadas. En su absoluto y oscuro silencio hasta llegó a escuchar el sonido neutro de la carcoma devorando la madera del dosel de su lecho, al que apenas conseguía llegar a tientas, ya sin candelabros que guiasen sus pasos. Oyó a la lepisma devorando el cuero de su sillón y a los ácaros royendo cuanto había en la habitación. Oyó a los murciélagos que, uno tras otro, acabaron colándose por la ranura del techo y haciendo de la estancia su habitáculo.

Era tanta la paz que allí tenía, cuando ella nunca quiso paz, que se consolaba pensando que afuera todo seguiría igual: el autillo acosando a la oropéndola, la lechuza, su amiga, helando al jerbo antes de acabar con él. Disecándolo en vida, como ella estaba.

Caían gotas de lluvia en los días de tormenta, pero tan pocas que parecían evaporarse antes de golpear en su rostro, antes de poderlas recoger entre sus manos, arrugadas por el frío y la mugre. Hasta eso se le negaba.

Es posible que una mañana, ya pasado lo más virulento del frío, llegase una golondrina a la ranura del techo. Es posible, sí, que durante breves momentos los ojillos de esa golondrina, desconcertados por el súbito cambio de luz, de la claridad total a la negrura absoluta, se movieran inquietos. Entonces es posible que fijaran su atención en aquella figura que la aguardaba allá abajo, que le hablaba. Indecisa, el ave permaneció ahí unos instantes. Pero no le gustó lo que vio.

Y huyó también la golondrina. Hasta esto se le negaba. Allí seguía ella, en sus heces.

Porque pisaba éstas allí doquiera se moviese. Despedían un hedor enorme, pero incluso a eso se acostumbró. Llevaba el resentimiento cubriéndole el cuerpo como una loriga, como si fuesen escamas, pero apenas alcanzaba a verse las manos. ¿Cuál sería el modo de ver lo que quedaba de su enjuto y sucio cuerpo, cuál?

Pero Erzsébet era anfibia y por eso, pese a ser atacada por herpes y pústulas a causa de la suciedad, pese a las liendres y la sarna, supo desenvolverse en el líquido amniótico de aquella hedionda penumbra.


En vagyok vér savanyú

«Yo soy la sangre amarga…», recitaba a modo de anáfora una voz cavernosa en la oscuridad.

Así durante horas, días, semanas, meses. Y de nuevo oraba:


Ejszaka nélkül rége, éjszaka baratnó

«Noche sin fin, noche amiga…», y seguía recitando para un inexistente auditorio, pues nada respondían las ratas, ni los murciélagos, ni los invisibles insectos.

Prohibido tenían dirigirle la palabra quienes una vez cada quince días, según pudo calcular por los cambios de luz que veía en la ranura del techo, le depositaban el pan y el agua.

Nada les dijo nunca. Iba a ser Báthory hasta el final y ya ni siquiera le amedrentaba la oscuridad. Se había hecho a ésta. Era su imperio. Tampoco la acosaba la claustrofobia, porque seguía haciendo volar su imaginación, que era la misma de otrora, cuando fue la niña Alžbeta y muchos la miraban con ojos de deseo o miedo.

Aun en la inmundicia, era la luciérnaga que siempre soñó. Se equivocaría con ella Thurzó, el Palatino, sí, augurándole pocos meses de vida en aquellas condiciones. Ella, la última superviviente de su linaje, no iba a rendirse fácilmente. Y, para sorpresa de todos, la alimaña sobreviviría en su clausura de Csejthe. Así lo indicaba que desaparecieran puntualmente las raciones de pan que se le dejaban en el hueco del suelo.

Una Báthory no debía rendirse. No ahora.

¿Podían acaso ser animales, que cogían ávidos la comida? No. Se oyeron pasos que iban a recogerla. ¡Seguía viva! Pero el mundo continuaba acosándola. Una vez por año recibía la visita de alguien que debía de ser un clérigo llegado quizá desde Presburgo. Le leía algo en latín, preguntándole luego si se arrepentía de sus pecados. A lo que ella, escueta, respondía:


Enyém föld… enyém szenély

«Eran mis tierras, eran mis gentes».

Más horrorizado que impresionado, aquel hombre que acudía a hablarle de pecado y perdón, se iba de allí con una nueva derrota. Entonces Erzsébet, para darse fuerzas, volvía a pensar en la cabeza decapitada de su primo András, en el glaciar. Estaría orgulloso de ella.

Y si ahora la llamaba la Luna, donde por fin hallaría a András, ¿resolvería el misterio de las anfisbenas, los cinocéfalos y los conjuros? Lo deseaba con todas sus energías.

Se equivocó Thurzó en sus previsiones. Se equivocó el mundo. Erzsébet sobrevivió aquel invierno, y luego otro, y después aún otro, y todavía otro más. Nadie lo entendía.

Al final de todos y cada uno de esos inviernos, de nuevo la voz del clérigo solicitando su arrepentimiento, y de nuevo la seca frase: «Eran mis tierras, eran mis gentes».

¿Por qué Dios o el Diablo no se la llevaban de una vez? ¿Por qué?, se preguntaban todos.

¿Dónde estaría ahora su clámide de seda, que usaba para dormir? ¿Dónde las alhajas? ¿Dónde la hornacina en que guardaba sus potes con ungüentos? Porque estaban ahí, muy cerca, pero era imposible ver. ¿Seguirían ahí los zócalos de jaspe con olambrillas floreadas? ¿Y la cornucopia que heredase de su madre?

Preferible no ver su propia imagen reverberando a la luz de imposibles bujías en espejo alguno. Mejor la oscuridad. Así aguantó la loba herida tres años y medio. Le faltaron pocos meses para cumplir cuatro desde su emparedamiento. Así hasta que, es posible, ella misma se hartó del juego. Ese agotamiento no era tanto físico como anímico. Sencillamente, comprendió al fin que su ciclo se había cumplido. Sólo en una cosa se equivocó también ella: no era inmortal. Lo presentía.

Y de ese modo se desprendió de la placenta que aún la unía a su infame existencia. Cuando quiso.

Para sorpresa de todos, a comienzos de un mes de agosto, con voz firme pidió retocar su testamento. Junto a la ración de comida le pasaron papel de pergamino y pluma. Ya había aprendido a ver en la oscuridad, pues nadie se explicaba cómo, con total ausencia de claridad, fue capaz de redactar con letra bonita y precisa un testamento que otorgaba parte de sus bienes a su hija Katherine y a su marido, György Homonna, aunque especificaba que éste debía cumplirse si seguían procurándole comida y si restituían parte de esos bienes y posesiones a su hijo Pál en el futuro.

Seguramente, y mientras lo redactaba, la traicionó el impulso por seguir viva. De ahí que aludiera al alimento. Pero fue sólo un instante. Lo que acababa de escribir en aquellas líneas demostrando una lucidez completa en sus razonamientos, pues incluso mencionaba su castillo de Kerezstúr ubicándolo en la zona exacta en que se hallaba, en Abaujra, era síntoma de que había intuido su final.

Karpelich András y Egry Imre fueron testigos de la licitud de ese testamento, escrito a comienzos de verano del año 1614, en Csejthe.

Todavía otra vez fueron a depositar comida y agua. Ocurrió a mitad de agosto de ese año. Se oyó una tos pero, como siempre, ni una palabra. Nada. Aún vivía.

Una semana más tardó Erzsébet en sentirse definitivamente dispuesta para su viaje, por fin, a ese más allá que tanto anhelaba. Ya les había demostrado, y con creces, que era una Báthory, y que éstos jamás ceden.

Ya nunca más el croar de las ranas, ni el galope sobre
Visar
por tupidas florestas, ni el sol bruñendo las copas de los árboles, ni las cabrilleantes aguas del Vág, ni soñar con náyades, ninfas y hénides. Ya nunca más oscuridad.

Ya nunca más nada. ¡Por fin veía la luz!

Así se mantuvo durante aquellas largas horas del final.

Ella, hija del Trueno y de la Noche.

Ella, amante de la Luna.

Ella, madre del Grito y hermana del Miedo.

Ella, soberana de la Oscuridad.

Ella, emperatriz de las Sombras y diosa de la Sangre.

Ella, guía del Abismo y de los sueños Carcelera.

Ella, sonámbula del Horror.

Ella, sacerdotisa del Martirio y de la Pureza verdugo.

Ella, maldición de las Bienaventuradas y de las almas limpias Llaga.

Ella, de la iniquidad Pontífice.

Ella, de la vida Sepulcro.

Ella, de la muerte Señora.

Ella, la Muerte.

Así expiró Erzsébet Báthory, viuda de Nádasdy. Suavemente y sin ruido. Quién sabe si en algún momento, entre sus letanías y conjuros, rogó:


Kell nekera segitseg
… —«Necesito ayuda». Si la necesitó, no la pediría. Y si lo hizo, sólo lo oirían los milanos y el viento.

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