Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (12 page)

Por mi parte, aun cuando soy un socialista tan convencido como el más ardoroso marxista, no considero el socialismo como un evangelio de la venganza proletaria, ni aun, primordialmente, como un medio para asegurar la justicia económica. Lo considero, en principio, como un ajuste a la producción mecanizada exigido por consideraciones de sentido común y calculado para incrementar la felicidad no sólo de los proletarios, sino de todos, excepto una exigua minoría de la raza humana. El que ello no pueda realizarse ahora sin un violento cataclismo, ha de atribuirse, en gran parte, a la violencia de sus defensores. Pero todavía tengo cierta esperanza de que una defensa más prudente ablande a la oposición y haga posible una transición menos catastrófica.

Empecemos por una definición del socialismo. La definición debe comprender dos partes: la económica y la política. La parte económica consiste en la propiedad estatal del poder económico fundamental, que abarca, como mínimo, la tierra y los minerales, el capital, la banca, el crédito y el comercio exterior. La parte política requiere que el poder político fundamental sea democrático. El mismo Marx, y prácticamente todos los socialistas antes de 1918, hubieran estado de acuerdo, sin discutirlo, con esta parte de la definición; pero desde que los bolcheviques disolvieron la asamblea constituyente rusa se ha desarrollado una doctrina diferente, según la cual, cuando un gobierno socialista ha llegado al poder por medio de una revolución, solamente sus más ardientes defensores han de tener el poder político. Hemos de admitir, desde luego, que tras una guerra civil no siempre es posible conceder el derecho al voto a los vencidos inmediatamente; pero, en tanto sea éste el caso, no es posible establecer inmediatamente el socialismo. Un gobierno socialista que ha puesto en práctica la parte económica del socialismo no habrá completado su tarea hasta que haya conseguido suficiente apoyo popular para que resulte posible un gobierno democrático. La necesidad de democracia es evidente si tomamos un caso extremo: un déspota oriental puede decretar que todos los recursos naturales de su territorio han de ser suyos; pero no está, al hacer esto, estableciendo un régimen socialista; ni puede aceptarse como modelo a imitar el régimen de Leopoldo II en el Congo. A menos que exista fiscalización popular, no hay razón para esperar que el estado conduzca sus empresas económicas con miras a algo distinto de su propio enriquecimiento, y, en consecuencia, la explotación simplemente tomará otra forma. La democracia, por tanto, debe ser aceptada como una parte de la definición del régimen socialista.

Con respecto a la parte económica de la definición, se hace necesaria cierta elucidación más amplia, ya que existen formas de empresa privada que algunos considerarían compatibles con el socialismo y otros no. ¿Deberíamos permitir a un colonizador que edificase por sí mismo una choza en un trozo de terreno alquilado al estado? Sí; pero de ello no se sigue que debiéramos permitir a todo individuo que construya rascacielos en Nueva York. De modo semejante, un hombre puede prestar un chelín a un amigo; pero un financiero no puede prestar diez millones a una compañía o a un gobierno extranjero. La cuestión es de grado, y es fácil de ajustar, ya que en las grandes transacciones son necesarias varias formalidades legales, pero no en las pequeñas. Cuando tales formalidades son indispensables, procuran al estado oportunidad de ejercer un control. Para tomar otro ejemplo: las joyas no son capital, en el sentido económico, ya que no son un medio de producción; pero, tal y como son las cosas, un hombre que posee diamantes puede venderlos y comprar acciones. Bajo el régimen socialista podrá continuar poseyendo diamantes, pero no podrá venderlos para comprar acciones, puesto que no habrá acciones que comprar. No será necesario prohibir legalmente la riqueza privada, sino solamente la inversión privada, con el resultado de que, al no recibir nadie intereses, la riqueza privada se disolverá gradualmente, excepto en lo que se refiere a una cantidad razonable de posesiones personales. El poder económico sobre otros seres humanos no debe pertenecer a individuos, pero la propiedad privada que no confiere poder económico puede sobrevivir.

Las ventajas que pueden esperarse del establecimiento del socialismo, suponiendo que esto sea posible sin una devastadora guerra revolucionaria, son de muy distintos tipos, y en modo alguno se limitan a las clases asalariadas. Estoy muy lejos de confiar en que todas o alguna de tales ventajas resulten de la victoria de un partido socialista tras un largo y difícil conflicto de clases, que exacerbaría los ánimos, daría protagonismo a un tipo militarista cruel, aniquilaría por la muerte, el exilio o la prisión los talentos de muchos expertos de valía y daría al gobierno victorioso una mentalidad de cuartel. Todos los méritos que voy a reivindicar para el socialismo presuponen que éste haya triunfado por la persuasión y que toda la fuerza que pueda resultar necesaria sirva solamente para neutralizar pequeñas bandas de descontentos. Estoy convencido de que si la propaganda socialista se llevara a efecto con menos odio y acritud, haciendo un llamamiento, no a la envidia, sino a la evidente necesidad de organización económica, la tarea de persuasión se facilitaría enormemente y la necesidad de fuerza disminuiría en proporción. Desapruebo el recurso a la fuerza, excepto en defensa de lo que, por medio de la persuasión, haya llegado a establecerse legalmente, porque: a) se puede fracasar, b) la lucha ha de ser desastrosamente destructiva, y c) es posible que los vencedores, tras una lucha obstinada, hayan olvidado sus propósitos originales e instituyan algo completamente distinto, probablemente una tiranía militar.

Doy por supuesta, en consecuencia, como condición para un socialismo venturoso, la persuasión pacífica de una mayoría para la aceptación de sus doctrinas.

Voy a exponer nueve argumentos en favor del socialismo, ninguno de ellos nuevo, y no todos de la misma importancia. La lista podría alargarse indefinidamente, pero creo que estos nueve son suficientes para mostrar que el socialismo no es el evangelio de una sola clase:

1. LA QUIEBRA DEL BENEFICIO COMO MOTIVAClON

El beneficio, como categoría económica aislada, sólo se hace claro en cierto estadio del desarrollo industrial. Su germen, sin embargo, puede verse en las relaciones de Robinson Crusoe con su criado Viernes. Supongamos que, en el otoño, Robinson Crusoe, por medio de su rifle, ha adquirido el control de toda la provisión de alimentos de su isla. Se hallará entonces en situación de obligar a Viernes a trabajar en la preparación de la cosecha del año siguiente, en el entendimiento de que Viernes se mantendrá con vida mientras todo el excedente vaya a su patrono. Lo que Robinson Crusoe recibe de acuerdo con este contrato puede ser considerado como interés sobre su capital, constituido éste por sus escasas herramientas y el alimento almacenado que posee. Pero el beneficio, tal y como se produce en condiciones más civilizadas, implica la circunstancia más avanzada del intercambio. Un fabricante de algodón, por ejemplo, no hace algodón para él y para su familia solamente; el algodón no es lo único que necesita, y tiene que vender el grueso de su producción para satisfacer sus restantes necesidades. Pero antes de poder fabricar algodón tiene que comprar otras cosas: algodón en bruto, maquinaria, mano de obra y energía. Su beneficio consiste en la diferencia entre lo que paga por todas esas cosas y lo que recibe por el producto terminado. Pero si dirige su fábrica por sí mismo, hemos de deducir lo que habría de representar el salario de un director contratado para hacer el mismo trabajo; es decir, el beneficio del fabricante consiste en sus ganancias totales, menos el sueldo del hipotético director. En las grandes empresas, donde los accionistas no se ocupan de la dirección, lo que reciben es el beneficio de la empresa. Los que tienen dinero para invertir son impulsados por la expectativa del beneficio, que es, por tanto, el móvil determinante por el que nuevas empresas han de ponerse en funcionamiento y las antiguas han de expansionarse. Suponen los defensores de nuestro sistema actual, que la expectativa de beneficio conducirá, en general, a que se produzcan los artículos que verdaderamente se necesitan y en la cantidad que se necesitan. En alguna medida, esto ha sido cierto en el pasado, pero ya no lo es.

Ello es el resultado del carácter complejo de la producción moderna. Si yo soy un anticuado remendón de aldea y los vecinos me traen sus zapatos para que se los arregle, sé que el producto de mi trabajo será requerido; pero si soy un fabricante de zapatos en gran escala, que utiliza maquinaria costosa, tengo que conjeturar cuántos pares de zapatos seré capaz de vender, y es fácil que mi conjetura sea errada. Otro fabricante puede disponer de mejor maquinaria y estar en condiciones de vender zapatos más baratos; o mis antiguos clientes pueden haber empobrecido y haber aprendido a hacer durar más sus viejos zapatos; o puede cambiar la moda, y la gente puede pedir una clase de zapatos que mis máquinas son incapaces de fabricar. Si ocurre alguna de estas cosas, no solamente dejaré de obtener beneficios, sino que mis máquinas permanecerán inactivas y mis empleados quedarán sin trabajo. El trabajo empleado en la construcción de mis máquinas fracasó en la producción de artículos útiles, y fue tan absolutamente baldío como si hubiera consistido en arrojar arena al mar. Los hombres que quedan sin trabajo dejan de crear cosas que sirvan a las necesidades humanas, y la comunidad se empobrece en la medida de lo que se gaste para salvarlos de morir de hambre. Los hombres al pasar a depender de los subsidios de paro en lugar de depender de sus salarios, gastan mucho menos que antes y, en consecuencia, generan paro entre los que fabricaban los productos que ellos compraban. Y así, el mal cálculo original acerca del número de zapatos que se podía vender con beneficio produce círculos cada vez más amplios de paro, con la consiguiente disminución de la demanda. En cuanto a mí, estoy atado a mi costosa maquinaria, que probablemente haya absorbido todo mi capital y mi crédito; ello me impide cambiar de pronto la fabricación de zapatos por alguna otra industria más próspera.

O tomemos otro negocio más lucrativo: la construcción de barcos. Durante la guerra, y hasta algún tiempo después, había una inmensa demanda de barcos. Como nadie sabía cuánto podía durar la guerra ni cuánto éxito podrían tener los submarinos, se hicieron preparativos enormemente elaborados para construir un número de barcos sin precedentes. En 1920, las pérdidas de guerra habían sido compensadas, y la necesidad de barcos, a causa de la disminución del comercio marítimo, se había hecho súbitamente mucho menor. Casi todas las instalaciones de astilleros quedaron inútiles y la gran mayoría de los hombres empleados quedaron sin trabajo. No se puede decir que merecieran esta desgracia, puesto que el gobierno les había instado frenéticamente a que construyeran barcos tan de prisa como pudieran. Pero bajo nuestro sistema de empresa privada, el gobierno no reconoció responsabilidad alguna para con aquellos que se habían sumido en la indigencia. E inevitablemente, la miseria se extendió. Había menos demanda de acero, y, en consecuencia, las industrias del hierro y del acero también sufrieron. Hubo menos demanda de carne australiana y argentina, porque los obreros en paro hubieron de contentarse con una dieta frugal. Como resultado, hubo menos demanda para las manufacturas que Australia y Argentina tomaban a cambio de su carne. Y así sucesivamente hasta el infinito.

Pero hay una razón aún más importante para el fracaso del beneficio como móvil en los tiempos actuales, y es el fracaso de la escasez. Suele ocurrir que artículos de ciertas clases puedan producirse en enormes cantidades más baratos que en escala más modesta. En este caso, podría ser que el sistema de producción más económico consistiera en tener una sola fábrica en todo el mundo para cada una de estas clases de productos. Pero como a este estado de cosas se ha ido llegando gradualmente, hay, de hecho, muchas fábricas. Cada una sabe que si fuera la única en el mundo, podría suministrar a todos y conseguir un gran beneficio; pero, en la realidad, existen competidores, ninguno trabaja a plena capacidad y, por consiguiente, ninguno obtiene un beneficio seguro. Esto conduce al imperialismo económico, puesto que la única posibilidad de beneficio radica en el control exclusivo de algún inmenso mercado. Entre tanto, los competidores más débiles se hunden, y cuanto más importante es cada uno de ellos, mayor es la dislocación que se produce cuando alguno quiebra. La competencia conduce a una producción tan excesiva, que no se puede vender con beneficio; pero la reducción de la oferta es excesivamente lenta, ya que donde hay maquinaria muy costosa puede resultar menos desastroso producir durante años con pérdidas que no producir en absoluto.

Todas estas confusiones y dislocaciones resultan de permitir que la moderna industria a gran escala esté dirigida al beneficio privado como principal finalidad.

En un régimen capitalista, el costo que determina el que un producto sea o no fabricado por determinada firma es el costo para tal firma, no para la comunidad. Ilustremos la diferencia con un ejemplo imaginario. Supongamos que alguien —digamos Henry Ford— encuentra el modo de fabricar automóviles tan baratos que ningún otro pueda competir, con el resultado de que todas las demás firmas dedicadas a la fabricación de automóviles quiebren. Para calcular el costo para la comunidad de uno de los nuevos coches baratos, habríamos de añadir a lo que el señor Ford tiene que pagar, la parte proporcional del costo de todas las instalaciones, ahora inútiles, pertenecientes a las demás firmas y del costo de la preparación y educación de los trabajadores y directores antes empleados por otras firmas, pero que ahora están en paro. (Algunos encontrarían trabajo con Henry Ford, pero probablemente no todos, puesto que el nuevo proceso es más barato y requiere, por tanto, menos mano de obra.) Muy bien puede haber también otros gastos para la comunidad —litigios laborales, huelgas, motines, policía suplementaria, procesos y encarcelamientos. Cuando todas estas partidas se toman en cuenta, puede resultar que el costo de los nuevos automóviles para la comunidad sea, para empezar, considerablemente mayor que el de los antiguos. Ahora bien: es el costo para la comunidad lo que determina qué es lo socialmente ventajoso, en tanto que es el costo para el fabricante individual lo que determina, en nuestro sistema, lo que verdaderamente ocurre.

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