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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (3 page)

—¿Y la familia de Montferrat? —añadió Blondel cautelosamente; sentía cierto temor a mencionarlo, pero había que discutirlo: no habían hablado de Montferrat desde Acre.

Ricardo se encogió de hombros.

—Debemos correr el riesgo. Supongo que todavía piensan que lo mandé asesinar, pero como yo declaré que no tuve nada que ver en el asunto, no hay más que decir. No creo que se atrevan a atacarme. Leopoldo tal vez, pero éstos no; además, eso significaría una guerra y no creo que ni Leopoldo ni el emperador quieran ahora una guerra.

Si, Ricardo estaba preocupado, pensó Blondel. Rara vez lo había oído hablar de este modo, minimizar el peligro con tal despreocupación.

—Me pregunto quién habrá matado a Montferrat —comentó de pronto Blondel, irreflexivamente. Nunca se había atrevido a preguntárselo antes a Ricardo, porque en verdad siempre había sospechado que era el culpable. El marqués de Montferrat había reñido abiertamente con Ricardo en Palestina, se había unido a su adversario Leopoldo, y finalmente había conspirado, alegaba Ricardo, contra la vida del rey. En momentos en que su enojo con el rey (una situación creada a raíz del reparto de un botín) estaba en su punto culminante, fue asesinado. Todos presumieron que Ricardo era el responsable y Leopoldo reclamó que lo juzgaran, un gesto no exento de gallardía teniendo en cuenta que Ricardo encabezaba el ejército cristiano más numeroso y era además el vencedor de Acre. El rey se apresuro a negar toda responsabilidad en el asesinato, pero no dejó de recalcar, sin embargo, que había sido harto oportuno y que él, desde luego, no lo lamentaba. Nada se hizo en Palestina, si bien muchos juraron venganza como era costumbre en esos casos, ya que los familiares de Montferrat eran muchos e influyentes. Uno de ellos, un hombre llamado Maynard, era señor de Goritz; ahora se acercaban a Gorítz y el rey no disponía de un ejército.

Ricardo miró a Blondel antes de contestar; la oscuridad le ennegrecía los ojos, que sólo refulgían cuando el súbito resplandor de una llama borraba las sombras y le alumbraba la cara.

—No —dijo al fin—, no sé quién lo mató. Posiblemente los sarracenos; tal vez su propia gente; tal vez Leopoldo: sabes que en realidad nunca fueron amigos, esos dos. No, no sé quién mató a Conrado. Pude haberlo hecho yo, pero no lo hice.

—¿Y qué pasará con Maynard de Goritz?

—¿Qué pasará? Estaremos en Goritz apenas unas horas; no hay razón para que sospeche de mi presencia, y si lo hace…

Se acarició la barba, se olvidó de completar la frase; sin duda pensaba en el peligro.

El hombre que cocinaba anunció que la comida estaba lista. Blondel, Baudoin, Guillermo y el rey comieron primero; hablaron muy poco, y cuando decían algo las voces eran quedas, ahogadas por la oscuridad y la floresta que los rodeaba. Luego comieron los servidores. Cuando terminaron con la caza, los hombres se tendieron alrededor del fuego, disponiéndose a dormir. Ricardo extendió en el suelo un amplio manto forrado de piel; Blondel puso su capa de lana al lado del rey. Ricardo se arrebujó en el manto, dejando a mano la espada desenvainada.

—Que duermas bien —le dijo a Blondel, y pese a no verle la cara, Blondel notó que había sonreído.

—Buenas noches… —Se arropó en la capa. Los caballos se movían nerviosamente y los hombres dormían, todos salvo el que estaba de guardia.

Blondel, boca arriba, escrutaba el cielo. La noche era diáfana y el cielo negro estaba perlado de estrellas. Como el ala borrosa de una luciérnaga, la Vía Láctea se arqueaba en la negrura, rodeada por otras estrellas dispuestas en diseños regulares, motas de luz que los antiguos alguna vez habían considerado partículas de fuego.

Un viento frío sopló entre los árboles desnudos del bosque, y el silencio fue perturbado por los crujidos y suspiros de las ramas: el eco de la soledad.

Blondel se sintió incorpóreo, irreal, al observar los astros, al pensar en ellos. Eran tan remotos e impersonales: las luces distantes de ciudades entrevistas en sueños, pero nunca holladas ni profanadas siquiera en sueños. La noche era vasta; el cielo era como una cúpula sobre él y él era el centro, el punto focal de la cúpula, y las estrellas existían fuera de él y él más allá de las estrellas; sin embargo, de un modo enigmático pero cierto, un vínculo los ligaba: él era el centro de la inmensidad y la percepción. Los puntos de fuego parecían fríos en la negrura, y al pensarlo sintió miedo, miedo de la muerte que de una manera aún desconocida reordenaría esa disposición, uniéndolo a él, despojado de toda percepción, a esas estrellas impersonales. Respiró profundamente y se tranquilizó un poco.

El aire olía a hojas muertas, a humedad, a leños quemados, y a la indefinible fragancia de la noche. Miró de reojo la durmiente figura de Ricardo; tenía la boca abierta y respiraba pesadamente, igual que un niño. Luego Blondel se durmió, también igual que un niño.

Cabalgaban lentamente por el camino duro, lleno de surcos. Los campos estaban desiertos; los labriegos permanecían en sus chozas, calentándose junto al fuego: delgadas volutas de humo se elevaban al cielo desde las casas. También sobre la ciudad planeaba una ondulante nube de humo. Blondel cabalgaba al lado de Ricardo. Los precedían Baudoin y Guillermo. Los seguían los servidores.

Blondel conversaba nerviosamente.

—Pronto volverás a ver a la reina. Ha pasado mucho tiempo, ¿no es así?

—Si. —Ricardo miró por encima del hombro, como temeroso de que los siguieran—. Sí, y ella ya no es joven.

Blondel sonrió.

—Me refería a tu esposa, la reina.

—Ah, si… Berengaria. —Ricardo se había casado el año anterior en Chipre, antes de zarpar para Palestina. Blondel sabía que se trataba de un curioso matrimonio. Se suponía que Ricardo iba a casarse con Alicia, hermana de Felipe Augusto, el rey de Francia, pero Ricardo riñó con él en Sicilia. Habían estado en desacuerdo con respecto a Tancredo, y Ricardo, ansioso de partir a la guerra, se había adueñado de Medina de Sicilia en su nombre y el de Tancredo, reafirmando los derechos de este último. Naturalmente, Felipe se había indignado. Luego Ricardo zarpó rumbo a Chipre y, necesitado de dinero y provisiones, conquistó la isla por su propia cuenta. Durante su estancia allí llegó un mensaje de su madre, la reina Leonor, recordándole crudamente que tal vez no regresara de esta cruzada y que era su deber dejar un heredero, en beneficio de la nación.

Tras examinar la lista (que ya le era conocida) de princesas disponibles escogió a Berengaria de Navarra, a cuyo padre sugirió la celebración inmediata de las bodas. Blondel recordaba el día en que la princesa llegó a Chipre.

Berengaria era menuda, muy joven, y tenía los ojos grandes y oscuros. Hasta recordaba su indumentaria: llevaba un pequeño velo redondo sobre la cabeza, sujeto con una corona de hojas de metal. La túnica era blanca, el color de las vírgenes, y la capa era púrpura, el color de la realeza. Ricardo la recibió sin efusividad pero con gentileza, y le concedió una semana para prepararse para la boda. Fue una ceremonia sencilla. Balduino de Canterbury ofició en una pequeña capilla de la fortaleza chipriota. Ricardo permaneció varios días con la desposada y luego, suponiendo (incorrectamente, según se demostró más tarde) que había dado un heredero a la corona, la embarcó en otra nave y, cumplido su deber para con la posteridad, zarpó para Tierra Santa. Más tarde, ese año, la princesa fue enviada a su hogar en Europa.

Blondel evocaba estos sucesos mientras cabalgaban hacia Goritz, sin decir palabra, alertas al peligro.

La ciudad era más extensa que Zara. Un amplio monasterio, benedictino, supuso Blondel, dominaba los aledaños de la ciudad. El castillo del conde de Goritz era poco imponente y parecía en mal estado. La ciudad misma parecía vieja y desgastada, no por la guerra o la violencia sino por el lento deterioro del diario vivir. Las calles no estaban atestadas y los pocos lugareños que los vieron no manifestaron interés ni hostilidad: muchos cruzados habían seguido el mismo camino.

Las casas eran pequeñas, con techumbre de tejas y pequeñas ventanas revestidas de cuero que impedían el paso del frío y mantenían el humo, dentro. Pronto encontraron una taberna y allí se detuvieron.

Dentro, el aire era caliente y sofocante; Blondel trató de no respirar muy profundamente, trató de no notar el espeso olor a humo, carne quemada y vino rancio. Sólo unos pocos viajeros ocupaban las mesas de caballetes. Clavaron los ojos en los recién llegados.

Un hombre fornido, vestido con una túnica mugrienta, se adelantó y se presentó como el dueño de la taberna. Ricardo, a través de uno de sus servidores, un intérprete que habían encontrado en Corfú, encargó comida para todos. Se sentaron en una mesa vacía: Ricardo de espaldas a la pared, Baudoin a su derecha y Blondel a su izquierda.

—Como una taberna en el infierno —dijo Baudoin, tosiendo. El humo se hizo más espeso mientras les preparaban la comida. Trozos de grasa caían de los cerdos que se doraban al fuego, y los leños siseaban y humeaban.

Ricardo asintió. Le lagrimeaban los ojos.

—No nos quedaremos mucho tiempo. Cuando terminemos enviaremos a nuestros hombres al mercado en busca de víveres; nos marcharemos sin pérdida de tiempo.

—¿No podemos pasar la noche aquí? —Pese al humo, Baudoin tenía un aire meditabundo.

—No, tenemos que evitar las ciudades. Además tú siempre prefieres el descampado, sin humo, el aire puro. —Ricardo lanzó una risita.

Les trajeron la comida y comieron vorazmente, desgarrando la carne con las manos, sin utilizar cuchillo. Cuando se hubieron saciado, y Blondel pudo oír los ruidos de su estómago al digerir, Baudoin ordenó a los servidores que fueran al mercado en busca de víveres: entonces descubrieron que ninguno llevaba dinero encima. Faltaba un cofre de monedas de oro que Ricardo había ordenado cargar en Zara, y lo más probable era que se lo hubiese llevado el otro grupo. Blondel casi pensó que Ricardo sugeriría tomar Goritz con ese puñado de hombres. Había conquistado Medina para contribuir a financiar la cruzada y tomado Chipre por la misma razón. El dinero nunca había preocupado al rey, pues robarlo era muy fácil.

—Tendremos que vender como mercaderes, después de todo —dijo al fin con aire divertido. Entregó a Baudoin un anillo de rubí que solía llevar en el indice—. Pregúntale a nuestro anfitrión si sabe dónde podemos venderlo. —Baudoin y el intérprete conferenciaron con el dueño de la taberna. Finalmente, tras mucho discutir, Baudoin regresó y dijo que un judío de la corte del conde pagaría un buen precio por el rubí, siempre que fuera legítimo. Ricardo lo envió al castillo mientras Blondel cogía la viola e improvisaba una balada para amenizar la espera.

Concluido el
envoi
, dejó de cantar, su propia voz aún vibrándole en los oídos; estaba satisfecho con las palabras que había combinado, con la música que había compuesto. En cuanto tuviera una oportunidad, trataría de escribirlas. Miró al rey buscando su aprobación y el rey sonrió.

—Me ha gustado: triste, pero así son siempre.

—Canta algo más —dijo Guillermo, quien era joven y creía en las baladas, amaba las mujeres, la tristeza y las batallas.

Blondel cantó otra para el muchacho y el rey tarareó un acompañamiento. Pasaron una hora cantando, y Blondel evitó que Ricardo pensara demasiado en Maynard, Leopoldo y su hermano Juan. El dueño de la taberna también escuchó con cierto placer.

Se abrió la puerta de la taberna y entró Baudoin, preocupado, acompañado por un hombre alto y flaco. Blondel se acercó a la ventana, corrió la cortina de cuero y vio una docena de hombres armados haciendo guardia.

—¿Tú eres el mercader, el jefe de estos hombres? —preguntó el hombre alto en correcto francés, acercándose a Ricardo, quien se había puesto de pie junto a la mesa.

—Si; mi nombre es Villiers y soy un mercader de Normandía, a tu servicio.

—Si, si. —El hombre alto sonrió, y las mejillas se le arrugaron—. Yo soy Maynard de Goritz, a tu servicio, maese Villiers. He sentido curiosidad por conocerte cuando mi joyero me ha comentado que le habían ofrecido un valioso rubí en venta. Colecciono joyas, ¿sabes?, y tu rubí me interesa. Es una piedra valiosa, por supuesto, pero creo que más interesante es su importancia histórica. Estoy muy al tanto de todas las joyas reales de Europa, no sólo de las piezas más grandes sino de fruslerías tan insignificantes como hebillas y juegos de mesa. Estoy seguro de que esas cosas te aburren, pues obviamente no compartes mi interés por las joyas históricas; de lo contrario nunca te separarías de semejante tesoro. Enrique, el difunto rey de Inglaterra, regaló a su esposa Leonor de Aquitania siete anillos con rubíes, uno por cada día de la semana (no, presumo, uno por cada pecado capital). En la banda de cada anillo hizo grabar una «E» y una «L» entrelazadas. Tu anillo pertenece a ese juego, maese Villiers, y confieso que siento curiosidad por saber dónde lo encontraste. —El conde se interrumpió y miró a Ricardo.

—Lo compré en Chipre —dijo Ricardo, pestañeando. Y Blondel se estremeció, pues el rey no era hábil para mentir.

—¿En Chipre, maese Villiers? ¿Al mismo rey inglés?

—No…, en el mercado de joyeros.

—Entonces no hay duda de que este anillo se lo robaron al rey y debo enviárselo a Londres. Me dicen que ahora se encuentra allí, o viajando de regreso. Incluso es posible que me ofrezca una recompensa, a pesar —Goritz rió con maliciade que somos enemigos jurados. Pertenezco a la familia Montferrat, ¿sabes? Admito que es un parentesco lejano, pero la sangre es la sangre, y el asesinato es el asesinato—. Las cicatrices de ambos lados de la boca se hicieron más profundas.

—Yo… —empezó Ricardo, y después él también rió.

—Entiendo —dijo el condeque el rey inglés aún está en camino pero, claro, quizá ya haya regresado. Me dicen que pensaba viajar por tierra a Normandía, pero estoy seguro de que nunca hará algo semejante. El otro día, Leopoldo me envió un mensaje preguntándome si tenía noticias de él. Le dije que había chismes, rumores, pero nada más.

—Muy interesante —dijo inexpresivamente Ricardo—, pero, sin querer ser impertinente, ¿qué precio me pagarás por ese anillo tan fuera de lo común?

—Pero querido Villiers, ¿cómo voy a pagarte si el anillo no nos pertenece a ninguno de nosotros? Debo enviarlo a Inglaterra, por supuesto.

Ricardo, lanzando una exclamación, dio un repentino paso hacia adelante, y el conde de Goritz retrocedió. Había dejado de sonreír.

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