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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (7 page)

Ricardo, desarmado y sorprendido, estaba de pie frente al hogar con un sirviente atemorizado: había estado reparando el asador.

—Este hombre nos dice que eres el rey Ricardo —dijo el oficial.

Blondel trató de incorporarse, de decir algo, cualquier cosa con tal de dar una explicación, pero Ricardo, al ver sangre en la espalda de la túnica, dijo en inglés:

—Comprendo. —Luego se volvió al oficial y dijo friamente, con esa voz ronca que siempre intimidaba a los hombres—: ¿Cómo te has atrevido a tocar a mi trovador? ¿Cómo? ¡Respóndeme!

—Era… era necesario, señor —dijo el oficial, reaccionando como todos los hombres ante la cólera de Ricardo—. No quería admitir que estabas aquí.

—¿Y por qué iba a admitirlo? ¿Qué os importa si yo estoy viajando por Austria? ¿Por orden de quién estás aquí? —Del duque Leopoldo, señor—. ¿Y cuáles son tus instrucciones? —Arrestarte, señor, y llevarte a Viena.

Hubo un silencio. Ricardo clavó los ojos en el oficial hasta que el infeliz desvió la mirada; luego, dijo con serenidad:

—Me niego a dejarme arrestar. Ni tú ni Leopoldo ni el emperador tenéis derecho a arrestarme.

—Entonces… Debemos llevarte de todos modos, señor.

Ricardo cogió el asador, una pieza de metal puntiaguda y peligrosa, no menos eficaz que una espada.

—Inténtalo —dijo. Llamó a Guillermo y el muchacho acudió a su lado con la espada desenvainada.

—Nos estás poniendo las cosas muy difíciles, señor —dijo el oficial.

—Esa es mi intención —convino Ricardo—. Guillermo y yo mataremos a unos cuantos de vosotros antes de caer prisioneros. Me pregunto a quiénes mataremos…

—Pero estás en Austria, señor, con todo un país contra ti. Sería muy fácil matarte.

—Oh, no, de ninguna manera —dijo Ricardo—. Si yo fuera huésped en un castillo, sí; seria fácil pues podrían envenenarme y dirían al mundo que me abatió una enfermedad; pero aquí, en un pequeño pueblo, con tantos testigos, no sería nada sencillo. Eres un hombre culto. Sabes lo que significa la palabra regicidio… y cómo se castiga. —Lo sé.

—Toda Austria sería excomulgada a causa de mi muerte, y por supuesto que mi país le declararía la guerra.

—Todo esto lo sé, señor. El duque me ha dado instrucciones de llevarte con vida.

—Muy sagaz de su parte. Mi rescate saldaría todas sus deudas. Sin embargo, me niego a rendirme ante ti. Ve a decirle a Leopoldo que venga en persona, y tal vez así me persuada de rendirme. En verdad, para ser estrictos, sólo puedo rendirme a un emperador, pero, lamentablemente, el emperador más cercano se encuentra en Francfort; así que tráeme un duque. —Ricardo sonrió burlonamente, blandiendo el asador.

El oficial, incapaz de manejar la situación, finalmente se encogió de hombros y dijo:

—La posada quedará cerrada hasta que yo reciba instrucciones de Viena, de modo que no trates de escapar. Buenos días, señor. —El oficial saludó y se fue.

Ricardo y Guillermo llevaron a Blondel al dormitorio. Guillermo trajo agua y tiras de tela que le había dado el posadero; Ricardo le lavó suavemente la espalda.

—Me encargaré de esos hombres —dijo con tono amenazador—. Me encargaré de todos ellos, incluido Leopoldo. Nunca pensé que se atreviera, a hacerme esto y, por otra parte, jamás se atrevería por cuenta propia. El emperador dio su consentimiento y eso significa… ¿Cómo te sientes?

—Mejor. —Blondel hundió la cara en la manta—. Lo siento —dijo. Quería llorar como un niño, y Ricardo, como un padre, dijo:

—Está bien. Debiste admitirlo en cuanto te lo preguntaron. Lo mismo daba: tarde o temprano iban a encontrarme. —Le ciñó los vendajes con extraordinaria suavidad, le dio a beber un poco de vino y luego le dijo que durmiera, y Blondel se durmió. Lo despertaron unas voces.

Tenía dolorido el cuerpo entero. Al moverse le dolía cada articulación, y tenía los labios resecos, inflamados por la fiebre. En el cuarto contiguo oyó que unos hombres hablaban. Cuidadosa y dolorosamente, se levantó de la cama y se arrastró (apenas podía tenerse en pie) hasta la puerta de su habitación; una tela basta colgaba en la entrada. Levantó un extremo y vio a Ricardo y Guillermo otra vez frente al fuego, las espadas desenvainadas. El posadero caminaba desolado de un lado al otro, y, afuera, Blondel pudo oír ruido de muchos hombres y caballos.

Golpearon la puerta del frente y el posadero, con las manos entrelazadas debajo de la barba, sin duda para rezar, abrió la puerta. Un hombre alto y rubio, joven todavía, vestido con un manto oscuro y una túnica carmesí, entró en la sala seguido por servidores y guardias. Blondel lo reconoció de inmediato: era Leopoldo, un hombre de cara lánguida y barbilla menuda, más bien apuesto. Sonrió agradablemente al ver a Ricardo, se inclinó con ceremoniosidad y lo saludó en un exquisito latín, enumerando sus títulos con reverencia y exactitud. Ricardo le devolvió el saludo en forma igualmente ceremoniosa.

—Me ha perturbado profundamente, Majestad —dijo con soltura el duque—, que rechazaras mi invitación a visitarme en Viena. Entiendo que dicha invitación ha sido formulada con torpeza, por lo cual te pido disculpas. Hace varias semanas me enteré de que estabas en mi país, pero hace sólo unos días que supe con exactitud dónde te encontrabas. ¿Te has recobrado totalmente de tu enfermedad?

—Así es.

—Me alegro. Me agradaría mucho que fueras mi huésped en Viena. No nos hemos visto desde Acre, si mal no recuerdo.

—Me gustaría saber si el emperador está al tanto de todo esto.

Leopoldo pareció sorprendido.

—Naturalmente que sí. —Habló con excesivo apresuramiento—. Pienso que tal vez luego venga a visitarnos en Viena.

Ricardo frunció el ceño pensativamente. Los hombres de Leopoldo lo miraban con curiosidad: ése era el legendario rey inglés. Lo examinaban como si fuera una bestia salvaje, un león.

—Acepto tu invitación —dijo por fin Ricardo.

Leopoldo sonrió satisfecho.

—Me haces un gran honor —dijo, sonrojándose como una niña.

—Déjame arreglar ciertos asuntos —dijo Ricardo, y se encaminó hacia el dormitorio—. Oh, ¿por casualidad tienes dinero austriaco? Necesito pagarle al posadero.

Leopoldo lanzó una risita, cogió una bolsa de uno de sus acompañantes y se la ofreció a Ricardo.

—Te será devuelta —dijo Ricardo.

—Oh, supongo que sí —dijo Leopoldo.

Ricardo entró en el dormitorio.

—Toma —le susurró a Blondel, y dejó sobre la cama la mitad de las monedas—. Las necesitarás; hay alguna posibilidad de que no te lleven con nosotros. En ese caso, vuelve a Inglaterra y… toma, ten este anillo: me lo dio Berengaria; muéstraselo a ella y cuéntale todo a Longchamp, dile que me han hecho prisionero y que debe pagar el rescate no bien se entere…, ¿comprendes?

Blondel asintió. Ricardo lo ayudó a ponerse de pie y lo abrazó.

—Buena suerte —susurró. Luego cogió su grueso manto y su yelmo y antes de que Blondel pudiera pronunciar palabra había salido de la habitación.

—¿Listo, Majestad?

—Listo, Leopoldo. Mi caballero, Guillermo de l'Etoug, vendrá conmigo, por supuesto.

—Por cierto…, ¿no había…?

—¿Cuándo viste por última vez al emperador? —se apresuró a preguntar Ricardo.

—¿A quién? ¿Al emperador? Déjame pensar. Hace sólo unos meses… Creo que en octubre. Si, en octubre: estuve unos días en Francfort.

—¿Y cómo estaba de salud?

—Oh, ahora muy bien. Es una familia muy sana, ¿sabes? Pero claro que lo sabes, si tú eres pariente suyo.

—Todos somos parientes —dijo Ricardo con sequedad.

—Es verdad, primo —dijo Leopoldo, sonriendo—. ¿Nos vamos?

—Primero le pagaré al posadero.

Blondel permaneció apoyado en la pared contigua a la puerta. Luego regresó temblando a la cama y cayó sobre ella. Oyó el ruido de los cascos de los caballos al golpear el suelo. Se desvaneció y, durante largo rato, existió en un lugar sin sueños ni conciencia, sin Ricardo, sin dolor y sin memoria.

II

LA BÚSQUEDA

(Invierno de 1192-1193)

1

l día siguiente a la captura del rey, Blondel pagó al posadero, fue a una casa cerca del límite de la ciudad y allí permaneció oculto varios días. La ciudad aún seguía llena de soldados del duque y Blondel comprendió que había tenido mucha suerte: excitados por la captura de Ricardo, se habían olvidado de él. Pero ahora acababan de leer una proclama en la plaza, ofreciendo una recompensa por Blondel, el trovador.

Se sentó junto a un pequeño fuego e hizo planes: La casa pertenecía a la viuda de un herrero, una mujer alta y corpulenta, madre de varios hijos; había aceptado a Blondel a cambio de una generosa suma, y había jurado no entregarlo a los soldados. El se alojó en la casa durante varios días. La viuda le curó la espalda con diversas hierbas y compresas de barro y telarañas, y de día, mientras ella trabajaba en la herrería, Blondel se quedaba solo junto al fuego y ordenaba sus ideas.

Ante todo, por supuesto, debía llevar a Inglaterra la noticia de que habían apresado a Ricardo. ¿Pero debía ir personalmente? Sin duda alguien tenía que ir y pronto. A Ricardo no lo esperaban de vuelta hasta dentro de un mes, y en un mes… Blondel rehusaba pensar en Ricardo muerto. No, los ingleses tenían que enterarse de inmediato, y cuanto antes iniciaran las negociaciones con Leopoldo y, de ser necesario, formaran un ejército y apelaran al papa, mejor para Ricardo. No obstante, y aquí hizo una pausa en sus reflexiones, él no tenía la menor idea de dónde tenían preso al rey o siquiera del motivo: salvo, obviamente, que buscaban una especie de rescate. Si Leopoldo quería un rescate, Ricardo estaba a salvo, pero si intentaba escapar podían matarlo, y el rey sin duda iba a intentar la fuga. O quizá Leopoldo ordenara matar a Ricardo una vez recibido el rescate, para luego declarar que había muerto a causa de una enfermedad. Las posibilidades eran innumerables y le dolía la cabeza de pensar en ellas, pues comprendía sus propias limitaciones, su responsabilidad. ¿Qué debía hacer? Miró fijamente el fuego pero no recibió ninguna respuesta: las llamas, rojas, azules y amarillas, centellearon sin sugerirle nada.

—Tendrás que marcharte hoy —dijo la mujer. Blondel se sobresaltó; no se había dado cuenta de que ella estaba en la habitación.

—Estoy listo —dijo, feliz de que lo obligaran a ponerse en acción.

—Los soldados están registrando todo el pueblo para encontrarte. Esta noche o mañana vendrán aquí.

—De todas maneras, debo irme —dijo. Ahora hablaba un poco de alemán—. Has sido amable —empezó a decir, turbado.

—Puedes pagar esa amabilidad —repuso ella sin rodeoscon un poco más de dinero y la promesa de que si te capturan, y probablemente lo harán, nunca mencionarás mi nombre.

Le dio su palabra y el dinero. Sonrió al hacer la promesa, pues nunca había sabido cuál era el nombre de la mujer.

Ella le había remendado pulcramente la capa y, unos días antes, le había comprado una gruesa túnica de lana. Al menos no sentiría frío al caminar: su caballo se lo habían llevado los hombres del duque. Se puso la capa, ciñéndosela estrechamente con la hebilla. Parpadeó, más por hábito que de dolor, cuando la gruesa tela cayó sobre sus hombros surcados de cicatrices apenas curadas. Gracias a la mujer y a sus hierbas, la espalda había sanado sin que se infectara. Se echó la viola al hombro y se sujetó el talego alrededor del cuello, debajo de la túnica. Por un momento sostuvo en la mano el anillo de Ricardo: era un pesado anillo de oro que, en lugar de una piedra, lucía las armas de los Plantagenet; luego, casi sin pensarlo, se lo deslizó en el dedo. Decidió que primero encontraría al rey, y luego, con esa información, regresaría a Inglaterra. Si no podía encontrar al rey en pocas semanas, tendría que enviar el mensaje por boca de otro mientras él continuaba la búsqueda.

Fuera hacía frío, pero no tanto como días atrás; no soplaba viento y el caminar le hacía entrar en calor. Emprendió de inmediato la marcha hacia Viena: la carretera estaba cerca de la casa y, por suerte, no era necesario atravesar el pueblo.

Había poco tránsito. Un caballero y su escudero pasaron al galope. Dos sacerdotes iban al trote, perezosamente, y un mercader y su cortejo, al paso, avanzaban lentamente hacia Viena. Los bosques que bordeaban la carretera le infundían una sensación de seguridad: eran un sitio donde ocultarse.

La carretera, notó, era romana, y al caminar pensó en Roma; se preguntó cómo un pueblo podía haber sido tan poderoso. Por ejemplo, ninguna nación actual había podido construir carreteras la mitad de buenas que las que Roma había distribuido por Europa como una red de piedra. Por supuesto, no podía imaginar a ninguna nación controlando a toda Europa como lo había hecho Roma. El alemán Enrique se autodenominaba Sacro Emperador Romano pero, como solía decir la gente, no era ni sacro, ni romano ni —si se lo examinaba de cerca— demasiado imperial. Felipe, el rey francés, se autodenominaba, no sin optimismo, Augusto y era, hasta cierto punto, heredero de Carlomagno, si bien su poder no era comparable al del gran Carlos y mucho menos al de los césares. A veces pensaba que Ricardo tal vez llegara a ser el nuevo amo de Europa, pero lo ponía en duda: primero tenía que consolidar su poder en las Islas Británicas, algo que podía llevarle toda una vida y, quizá, finalmente, fuera imposible. Por los demás, no estaba muy seguro de que a Ricardo le interesara demasiado el poder político, ser un césar. Mucho más le interesaban la guerra y el dinero. Al acceder al trono había vendido episcopados, había confiscado propiedades de nobles que no le caían en gracia para venderlas en provecho propio. Por una suma de dinero, prácticamente le había cedido Escocia a Guillermo, también conocido como el León. Había emprendido esta cruzada con el claro propósito de enriquecerse personalmente, y en esto había demostrado más sentido práctico que cualquiera de sus predecesores. Si lo juzgaba de interés práctico (y disponía de los medios) tal vez un día se decidiera a conquistar Europa, pero Blondel, que no se hacía ilusiones acerca del rey, sabía que no era un estadista como Felipe o Enrique, y que en cuestiones políticas y diplomáticas el temperamento de Ricardo le deparaba notables desventajas. Ricardo combatía a los sarracenos por sus riquezas y porque le gustaba combatir; hombres semejantes rara vez construían imperios, y llegado el caso, éstos solían desmoronarse a la muerte del soldado.

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