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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (4 page)

—Mis guardias están afuera —dijo el conde sin perder la calma—. Debes marcharte inmediatamente de Goritz, y agradéceme que no te haya apresado. —El conde se volvió y abandonó la sala. Blondel lo observó montar a caballo.

Ricardo lanzó un furioso juramento, golpeó la mesa e hizo rodar un taburete de un puntapié. El dueño de la taberna, asustado y perplejo por la reciente aparición del conde, salió corriendo de la sala. Tras esta explosión de violencia, Ricardo se calmó y convocó a sus hombres.

—Baudoin, Guillermo, Blondel y yo viajaremos juntos. El resto debe arreglárselas como mejor pueda para regresar. Presentaos a mi al llegar a Londres y conoceréis mi gratitud. Ahora debemos separarnos. En nombre de Dios.

Abandonaron la taberna, dejando que el señor de Goritz se encargara de saldar la cuenta; montaron, se dividieron en dos grupos y abandonaron la ciudad, galopando por las tortuosas calles de Goritz hacia los fríos campos poblados de rastrojos, hacia los bosques ventosos del oeste.

3

Al cabo de un tiempo, el camino se transformó en un sendero angosto que parecía a punto de desaparecer por completo en el intrincado suelo del bosque.

Cabalgaban en fila de a uno. Las oscuras ramas de los árboles altos se entrelazaban sobre sus cabezas. Abundaba la maleza, que ocultaba rocas y troncos podridos. Blondel nunca había visto árboles tan grandes: columnas pardas que sustentaban el cielo sobre un techo de ramas retorcidas. Impregnaba el aire un olor húmedo, a setas y podredumbre, a hojas secas y a lluvia. El invierno aguardaba en el linde del bosque y los pájaros se habían ido.

—¿Sabes —dijo Guillermo, quien cabalgaba directamente detrás de él— lo que comentó el tabernero de Goritz acerca de este bosque? —Hablaba en voz baja, para que no lo oyeran ni el bosque ni el rey.

Blondel meneó la cabeza y lo miró.

—Dijo que estaba encantado.

—No me cuesta creerlo —Blondel sonrió.

—Según él antes era una gran ciudad, pero vino un dragón y la transformó en bosque.

Blondel asintió; no era la primera vez que oía una historia semejante. Nunca creía ni dejaba de creer demasiado en ellas. De poseer ese poder y odiar una ciudad, él la habría transformado en algo: un bosque era una posibilidad más bien obvia, pero no por ello menos eficaz. Esas cosas parecían posibles.

—El dragón —continuó Guillermo vive aún en el bosque, y nadie que conozca la comarca viaja por el centro del bosque como lo hacemos nosotros. El dragón devora a la gente.

El joven Guillermo parecía innecesariamente fascinado por la idea, pensó Blondel.

Sabía que un viajero le había hecho a Ricardo advertencias con respecto al bosque el día anterior; aunque no de un modo tan específico, por supuesto. Ricardo, no obstante, había resuelto correr el riesgo, desdeñando el peligro de los encantamientos, consciente de las ventajas de atravesar un bosque hechizado donde las gentes del lugar no se atreverían a seguirlos.

A mediodía se detuvieron en un pequeño claro, de origen natural, pensó Blondel, después de examinarlo cuidadosamente. El terreno era rocoso y crecían pocos arbustos al pie de los árboles que circundaban el claro. Las ramas apenas se entrelazaban en lo alto: a través de la abertura el sol brillaba con intensidad. Tal como esperaban, había un manantial entre las rocas, donde burbujeaba agua fría y traslúcida como el diamante. Bebieron y luego comieron algunos alimentos que habían robado de una de las granjas del conde, en el linde del bosque.

—Extraño lugar —dijo Ricardo, enjugándose el agua de la barba.

—Dicen que todo el bosque está encantado, señor. Se supone que aqui vive un dragón —repitió Blondel, y Guillermo asintió.

—Espero que no sea cierto —dijo Ricardo con una sonrisa—. Ya he tenido bastantes problemas con los sarracenos y los políticos; siempre he dejado los dragones para los caballeros andantes y los trovadores.

—¿Alguna vez has visto alguno?

Ricardo meneó la cabeza.

—No, pero cuando era niño se suponía que había un dragón cerca de Guyenne, y de vez en cuando, creo que para el día de San Juan, llevaban un adolescente al bosque. Nadie volvía a ver al adolescente, ni tampoco al dragón.

—Recuerdo —dijo Blondel haber visto cráneos de dragón en Artois. El conde de Blois, mi antiguo amo, tenía varios huesos de dragón. Eran tan viejos, sin embargo, que parecían piedras.

Por un rato se olvidaron de la política y hablaron de dragones, y luego montaron nuevamente y se alejaron del claro.

Las tinieblas del bosque eran sofocantes, pues ahora ninguna luz se filtraba entre las ramas estrechamente entrelazadas. No se oía ni un ruido mientras cabalgaban hacia el centro del encantamiento, salvo el redoble de los cascos y el tintineo de las bridas.

Luego, detrás de un grupo de enormes peñascos, apareció la cabeza del dragón: parecía la de una serpiente, pero era grande como la de un caballo, verde azulada y reluciente como el metal. Los ojos eran pequeños, y estaban fijos. Una lengua de serpiente silbó frente a ellos: hileras de dientes blancos y afilados como agujas. Con horror y fascinación, incapaces de moverse, observaron cómo la criatura se acercaba lentamente desde los peñascos.

El cuello era largo y delgado y el cuerpo arrastraba pesadamente una cola gruesa y larga, cubierta de escamas que destellaban reflejando la pálida luz que penetraba entre las hojas. El dragón avanzó con lentitud, meciendo la cabeza, triturando ramas y matorrales.

Ricardo lanzó un grito y el hechizo se quebró. Los caballos corcovearon y retrocedieron; luego, al galope, Ricardo los guió entre las rocas en busca de un refugio. A sus espaldas, oían que el dragón se aproximaba.

Ricardo les ordenó desmontar. Los caballos, ahora totalmente espantados, fueron empujados a un rincón de modo que no pudieran escapar. Luego Ricardo, espada en mano, condujo a los tres hombres entre las rocas.

Hicieron frente al dragón.

La criatura los observaba expectante, meciendo la cabeza. Al fin, como ellos no se movían, el dragón se acercó abriendo y cerrando las fauces. Los minutos siguientes fueron tan confusos que Blondel nunca entendió qué había ocurrido exactamente. Ricardo atacó al dragón, y él estaba junto a Ricardo: lo siguiente que recordaba era haber volado por los aires y aterrizar en el suelo con violencia, sin respiración. Por un instante permaneció tendido en el terreno pedregoso. Al no poder respirar se retorció en el suelo, sofocado, tratando de devolver el aire a los pulmones, jadeando como un pez fuera del agua. Al fin pudo respirar, con dolor, y entonces recordó al dragón. Se incorporó trabajosamente y vio a Baudoin cerca de él, gruñendo en el suelo. Buscó a Ricardo con la mirada: con la espalda contra una roca, contenía el ataque de la bestia. Blondel advirtió que el rey no podía escabullirse, sólo podía impedir que la criatura le asestara un zarpazo. Blondel buscó frenéticamente su espada. Vio a Guillermo al otro lado del dragón, con el acero desenvainado y listo para atacar.

Blondel encontró su espada a varios pasos de distancia; empuñándola con fuerza, se abalanzó contra el dragón. Al mismo tiempo, Guillermo atacó por el otro lado. La hoja se hundió casi hasta la empuñadura en las carnes de la bestia, rozando una costilla y lacerando la zona inmediata al corazón. La criatura se retorció, fustigó el aire con la cola, golpeando a Guillermo y arrojándolo por los aires. Blondel se apartó de un brinco antes que la cola lo alcanzara, y Ricardo traspasó al monstruo con su acero.

El cuello se contorsionó y la cola se agitó de un lado al otro en semicírculo. La punta golpeó a Ricardo, derribándolo. La criatura avanzó hacia él, dispuesta a aplastarlo. Blondel, lanzando un grito, se precipitó sobre el costado del dragón. Una sangre oscura manaba de las heridas abiertas en el pellejo verde, y el dragón, dolorido, se contorsionaba dispuesto a apresar a Blondel entre sus afilados dientes.

Pero en ese momento, Baudoin y Guillermo lo atacaron, y el dragón, chorreando sangre por los costados, huyó por el bosque tropezando ciegamente con los árboles, triturando los arbustos con su enorme cuerpo.

Blondel ayudó a Ricardo a ponerse de pie. El rey estaba algo aturdido. Tenía la túnica desgarrada y la capa cubierta de polvo y sangre del dragón. Todos estaban cubiertos de polvo, las caras y los cuerpos sudorosos, empapados de sangre que empezaba a secarse.

—Se acabó la caza del dragón —dijo débilmente Ricardo. Y Blondel se puso a temblar de alivio.

Ninguno tenía heridas de consideración, pero todos estaban magullados, rasguñados y sucios. A Blondel le dolían las costillas cuando respiraba profundamente; esperaba no haberse roto ningún hueso.

—Busquemos agua —dijo Ricardo.

—Lejos de aquí —dijo Baudoin, y volvieron a montar y se internaron en el bosque.

Antes del anochecer encontraron un gran manantial, en realidad una laguna, en cuyas aguas, tersas como un cristal oscuro, se reflejaban árboles y fragmentos de cielo; un arroyo silencioso fluía desde la laguna, entre árboles y riberas pedregosas. Encendieron una fogata cerca de allí; luego, una vez preparado el campamento, se quitaron las ropas y se metieron en el agua fresca. El bosque estaba callado y más extraño que nunca. No soplaba viento y, aunque el invierno ya flotaba en el aire y se cernía sobre la región, allí estaban protegidos, incluso calientes, resguardados por los árboles de ese bosque inmóvil, esa ciudad transformada, gobernada por las sombras y custodiada por el dragón. El agua era placenteramente fresca, no fría como convenía a un día de invierno. Tal vez, pensó Blondel, provenía de una cálida caverna subterránea. Había visto manantiales semejantes en Sicilia. Algunos alegaban que había fuego en las entrañas de la tierra: esas aguas debían de brotar cerca del fuego.

Se estremeció al meterse en el agua, no de frío sino de alivio. Fue internándose cuidadosamente. Rocas lisas y legamosas cubrían el lecho de la laguna y, en el agua, caminó con cuidado de una roca a otra, como si corriera en sueños. Guillermo se quedó en la orilla, flaco como un adolescente. Baudoin nadó ágilmente en la laguna mientras Ricardo permanecía de pie, con el agua hasta la cintura, y se enjuagaba la cara y el pecho: era un hombre fornido, con abultados músculos en los hombros y músculos cortos y vigorosos en los brazos; en el pecho le crecía una mata cobriza de vello en forma de cruz.

Blondel miró su propio cuerpo flotando en la superficie de las aguas negras. Era fuerte, aunque no tanto como el del rey. Sus músculos eran más largos y el vello le formaba una mata angosta en el pecho. Sus piernas eran más largas que las del rey; las flexionó, obligó a sus músculos a contraerse bajo el agua, pero esto le causó dolor y se relajó, dejando que el agua lo sostuviera.

Los cuatro hombres nadaban en el agua negra como cuatro pálidos espectros. ¿Así era el Leteo?, se preguntó Blondel. No había problemas ahora; ni memoria, casi. Miró de soslayo a Ricardo, quien nadaba serenamente por el estanque, olvidando las preocupaciones habituales en los reyes. Cuatro figuras blancas, despojadas de sus recuerdos y sus historias, moviéndose en las aguas negras de un bosque encantado donde no gorjeaba ningún pájaro, donde no se movía criatura alguna salvo ellos y las imágenes creadas por la magia: Esto era mejor que la vida, y tal vez era semejante a la muerte. Cuatro espectros, pálidos como el hielo, callados como el aire, deslizándose en un paraje hechizado.

Poco después del mediodía del día siguiente llegaron al linde del bosque y se encontraron en un campo abierto, parcialmente cultivado; una carretera bien trazada, romana, sin duda, corría en línea recta sobre los campos y entre suaves colinas.

Baudoin suspiró y se volvió a Blondel casi con cordialidad, diciendo:

—Gracias al cielo que hemos salido de allí.

Blondel quería decir algo: siempre era difícil responder al comentario imprevistamente cordial de alguien que no era del propio agrado; por fortuna, fue Guillermo quien habló.

—Al menos matamos un dragón —dijo con una sonrisa.

—No estoy tan seguro de que haya muerto —dijo Blondel—. Después de todo, se supone que tiene poderes mágicos.

—Tonterías —dijo Baudoin—. Era sólo un animal como cualquier otro.

He conocido a gentes que han estado en África y han visto animales mucho más extraños. Y mucho más grandes, también.

—Es posible —dijo Guillermo sin convicción—. Pero el nuestro era un auténtico dragón. Los viejos dicen que en un tiempo los hubo por millones en Europa, pero que la gente los mató a todos excepto a unos cuantos.

—He visto sus huesos en Sicilia —dijo Blondel. Espoleó su montura y se unió al rey, quien los precedía a poca distancia.

—Ojalá hubiera más árboles —murmuró Ricardo mientras cabalgaban. Ahora eran visibles en millas a la redonda. Blondel escudriñó la campiña buscando señales de vida. A lo lejos pudo ver, con intervalos irregulares, chozas de campesinos, y muy hacia el este, en una colina similar a las colinas circundantes, distinguió el perfil de un castillo con torres, situado en la cima como una corona.

—¡Mira! —exclamó, señalándoselo al rey.

Ricardo asintió.

—Tengo referencias de ese lugar; pertenece a un rico caballero, un pariente de Leopoldo; todas estas tierras son suyas… Si al menos no estuviéramos tan a la vista…

Habían cabalgado algunas millas más, el sol de invierno acariciándoles oblicuamente la cara, cuando Guillermo lanzó un grito de advertencia. Se volvieron y divisaron un grupo de gentes armadas, vestidas como cruzados, cabalgando hacia ellos al galope. Los hombres formaron un cerco alrededor de ellos.

—¡Ríndete, Ricardo! —gritó el jefe en francés.

Ricardo desenvainó la espada y los otros lo imitaron. Echó una mirada en torno, midiendo su posición. Luego vociferó una orden y cargó contra el jefe del grupo. Blondel lo siguió muy de cerca. Con un fragor del metal rompieron el cerco, el jefe de los frustrados capturadores cayó y Ricardo, aún seguido por Blondel, galopó hacia las colinas. Guillermo lo siguió. Se volvió una vez y vio a Guillermo detrás de él; Baudoin peleaba con los soldados austríacos cerca de la carretera.

Con el viento que le azotaba en la cara, las piernas empapadas por la transpiración del caballo, la boca reseca de miedo, Blondel cabalgó a la zaga del rey, entre las colinas, hasta que por fin se sintieron a salvo, fuera del alcance de los soldados; cuando estaban a punto de detenerse en el lecho rocoso de un río seco, el caballo de Ricardo tropezó y lo arrojó sobre las piedras.

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