En casa. Una breve historia de la vida privada (8 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

Lo preocupante es que al estar las cosechas diseñadas para un estado de perfección genética uniforme, acaban perdiendo su variabilidad protectora. Cuando hoy en día pasamos en coche por al lado de un campo de maíz, vemos que cada tallo es igual a su vecino, y no solo extremadamente similar, sino idéntico de forma inquietante, a nivel molecular. Los replicantes viven en perfecta armonía porque ninguno puede superar a los demás. Pero tienen también idénticas vulnerabilidades. En 1970, el mundo del maíz sufrió una auténtica conmoción cuando una enfermedad conocida como tizón del sur empezó a matar el maíz de todo Estados Unidos y los especialistas se dieron cuenta de que prácticamente toda la cosecha del país se había plantado a partir de semillas con un citoplasma genéticamente idéntico. Si el citoplasma se hubiera visto afectado directamente o si la enfermedad hubiera sido más virulenta, los científicos del mundo entero estarían ahora calentándose la cabeza con las mazorcas de teosinte y estaríamos comiendo patatas fritas y helados de sabor bastante desagradable.

La patata, el otro gran cultivo del Nuevo Mundo, presenta otra hornada de misterios igualmente intrigantes. La patata es de la familia de la belladona, que es altamente tóxica, y en su estado salvaje está llena de glicoalcaloides venenosos, el mismo elemento, en menores dosis, que aporta energía a la cafeína y la nicotina. Convertir la patata salvaje en un producto comestible exigía disminuir su contenido de glicoalcaloides entre un 50 % y un 20 %. Esto suscita muchas preguntas, empezando por la más obvia: ¿cómo lo hicieron? Y mientras lo hacían, ¿cómo
sabían
que estaban haciéndolo? ¿Cómo saber que el contenido venenoso se ha reducido, por ejemplo, un 20 %, o un 35 %, o una cifra similar? ¿Cómo valorar los avances en el proceso? Y, sobre todo, ¿cómo sabían que todo ese ejercicio merecería la pena y que, como resultado de ello, conseguirían un alimento inocuo y nutritivo?

Claro está, que siempre podría haber mutado una patata tóxica de forma espontánea, ahorrando con ello generaciones de cultivo experimental selectivo. Pero de haber sido así, ¿cómo sabían que había mutado y que de entre todas las patatas salvajes venenosas había una que se podía comer?

El hecho es que la gente del mundo antiguo hacía a menudo cosas que no solo resultan sorprendentes, sino que son además incomprensibles.

III

Mientras los mesoamericanos cultivaban maíz y patatas (y aguacates, tomates, judías y un centenar más de plantas distintas de las que ahora a duras penas podríamos prescindir), los habitantes del otro lado del planeta construían las primeras ciudades. Que no son para nada menos misteriosas y sorprendentes.

Y hasta qué punto, se hizo patente gracias a un descubrimiento realizado en Turquía en 1958. Un día, a finales de ese año, un joven arqueólogo británico llamado James Mellaart, estaba conduciendo junto con dos colegas por un rincón desértico del centro de Anatolia cuando se fijó en un terraplén de aspecto poco natural —un «montículo cubierto de cardos»— que se elevaba por encima de la árida planicie. En su conjunto ocupaba algo más de trece hectáreas, una superficie misteriosamente inmensa. Cuando regresó a la zona al año siguiente, Mellaart realizó unas cuantas excavaciones de sondeo y, asombrado, descubrió que el montículo escondía los restos de una antigua ciudad.

Supuestamente, aquello era imposible. Las ciudades antiguas, como todo profano sabía, eran un fenómeno de Mesopotamia y el Levante mediterráneo. No tenían que existir en Anatolia. Pero aquella era de las más antiguas —posiblemente
la
más antigua—, justo en medio de Turquía y de un tamaño sin precedentes, Çatal Höyük (que significa «montículo en forma de horca») tenía nueve mil años de antigüedad. Había estado habitada con continuidad durante más de mil años y en su momento álgido había albergado una población de ocho mil habitantes.

Mellaart clasificó a Çatal Höyük como la primera ciudad construida en el mundo, una conclusión a la que Jane Jacobs dio peso y publicidad en su influyente trabajo
La economía de las ciudades
, pero que es incorrecta en dos sentidos. En primer lugar, no era una ciudad, sino un pueblo muy grande. (Para los arqueólogos la distinción radica en que las ciudades no tienen solo tamaño, sino también una estructura administrativa apreciable.) Más relevante es el hecho de que hoy en día existen comunidades considerablemente más antiguas: Jericó en Palestina, Mallaha en Israel, Abu Hureyra en Siria. Ninguna, sin embargo, resultó ser tan curiosa como Çatal Höyük.

Vere Gordon Childe, padre de la revolución neolítica, no vivió lo suficiente como para conocer el descubrimiento de Çatal Höyük. Poco antes del hallazgo, realizó su primera visita en treinta y cinco años a su país natal, Australia. Había estado ausente durante más de la mitad de su vida. Caminando por las Blue Mountains se cayó por un precipicio o saltó al vacío. En cualquier caso, fue hallado muerto en el fondo de un barranco conocido como el Salto de Govett. Trescientos metros más arriba, un excursionista encontró su chaqueta cuidadosamente doblada, junto con sus gafas, su brújula y su pipa dispuestas encima.

A buen seguro Çatal Höyük le habría fascinado, pues prácticamente nada tenía sentido en aquel lugar. La ciudad estaba construida sin calles ni callejuelas. Las casas se apiñaban en un amasijo más o menos sólido. El acceso a las viviendas situadas en medio de aquel amasijo solo era posible trepando por los tejados de otras muchas casas, todas ellas de distintas alturas, y entrando a través de escotillas abiertas en los tejados, una componenda de lo más inconveniente. No había plazas ni mercados, ni edificios municipales o administrativos, ningún signo de organización social. Los constructores se limitaban a levantar cuatro nuevas paredes, incluso cuando edificaban junto a paredes ya existentes. Es como si aún no le hubieran cogido el tranquillo a la vida colectiva. Y podría muy bien ser así. Çatal Höyük constituye un apasionante recordatorio de que la naturaleza de las comunidades y los edificios que hay en ellas no está decretado por nadie. A nosotros tal vez nos parezca natural tener puertas a nivel del suelo y casas separadas entre sí mediante calles y callejuelas, pero es evidente que los habitantes de Çatal Höyük tenían una visión del asunto completamente distinta.

Tampoco había carreteras o caminos que llegaran o partieran de la comunidad. Estaba construida sobre terreno pantanoso, en una llanura aluvial. En kilómetros a la redonda no había otra cosa que espacio, pero aun así la gente vivía apiñada, como si las mareas les acosaran por todos lados. Nada indica por qué aquella gente se congregó allí a millares cuando podía haberse diseminado por el paisaje que rodeaba el asentamiento.

Aquella gente cultivaba… pero en granjas que estaban como mínimo a once kilómetros de distancia. La tierra alrededor del pueblo proporcionaba malos pastos y no ofrecía nada en absoluto en forma de frutas, frutos secos u otras fuentes naturales de alimento. Tampoco había madera ni combustible. En resumen, no había ninguna razón muy evidente por la que instalarse allí, pero lo hicieron, y en grandes cantidades.

Çatal Höyük no era ni mucho menos un lugar primitivo. Era sorprendentemente avanzado y sofisticado para su época, lleno de tejedores, cesteros, carpinteros, fabricantes de cuentas, fabricantes de arcos y muchos más artesanos especializados de todo tipo. Los habitantes practicaban un arte de primera categoría, y no solo conocían la tela, sino que tenían una amplia gama de tejidos. Producían incluso tejidos a rayas, algo que no es en absoluto fácil de conseguir. Tener buen aspecto era importante para ellos. Y es curioso que pensaran antes en tejidos a rayas que en construir puertas y ventanas.

Todo esto no es más que un nuevo recordatorio de lo poco que sabemos, o que podemos siquiera empezar a imaginar, sobre el estilo de vida y las costumbres del pasado antiguo. Y con esto en mente, entremos de una vez por todas en la casa y empecemos a ver lo poco que también sabemos de ella.

III
 
EL HALL
I

Ninguna estancia se remonta más atrás en la historia que el recibidor o hall. Espacio actualmente destinado a limpiarse los zapatos y colgar el sombrero, fue en su día la habitación más importante de la casa. De hecho, durante mucho tiempo
fue
la casa. Cómo se ha producido este curioso cambio es una historia que se remonta a los inicios de Inglaterra y a una época, hace mil seiscientos años, en la que embarcaciones cargadas de gente procedente de tierra firme llegaron a nuestras costas y estas personas empezaron, de un modo del todo misterioso, a ocupar territorio. Sabemos poquísimo acerca de quién era esa gente, y lo poco que sabemos carece a menudo de sentido, pero con ellos se inicia la historia de Inglaterra y de la casa moderna.

Según el relato convencional, los acontecimientos fueron muy simples: en el 410 d. C., con su imperio derrumbándose, los romanos se retiraron de Britania con prisas y confusión, y las tribus germanas —los anglos, los sajones y los jutos que aparecen en miles de libros de texto— se hacinaron para ocupar su lugar. Pero, por lo que parece, es muy posible que la cosa no funcionara así.

En primer lugar, los invasores no tenían por qué hacinarse. Se estima que tal vez fueran unos diez mil los extranjeros que llegaron a Britania durante el siglo posterior a la retirada de los romanos, lo que equivale a una media de solo un centenar de personas al año. La mayoría de los historiadores la considera una cifra muy pequeña, pero nadie es capaz de sustituirla por un número más acertado. Ni tampoco, de hecho, puede decir nadie cuántos británicos nativos estaban allí para recibir u oponerse a los invasores. La cifra se sitúa, de modos diversos, entre un millón y medio y cinco millones —en lo que de por sí es una gráfica demostración de lo extraordinariamente vago que es el periodo que estamos tratando—, pero lo que parece casi seguro es que los invasores eran inferiores en número a los conquistados.

El porqué los británicos vencidos no encontraron los medios o el vigor necesarios para resistir con más efectividad sigue siendo un profundo misterio. Estaban, al fin y al cabo, renunciando a muchas cosas. Durante cuatro siglos habían formado parte de la civilización más poderosa de la tierra y habían disfrutado de beneficios —agua corriente, calefacción central, buenas comunicaciones, gobiernos ordenados, baños calientes— con los que sus toscos conquistadores se sentían incómodos o con los que no estaban familiarizados. Se hace difícil concebir la sensación de indignidad que los nativos debieron de sentir al encontrarse superados por paganos analfabetos y sucios procedentes de los boscosos confines de Europa. Bajo el nuevo régimen, tuvieron que prescindir de casi todas sus ventajas materiales y no las recuperarían hasta pasados mil años.

Fue un periodo generalizado de
Völkerwanderung
, «las grandes migraciones», en el que grupos de todo el mundo antiguo —hunos, vándalos, godos, visigodos, ostrogodos, magiares, francos, anglos, sajones, daneses, alamanes y muchos más— desarrollaron una inquietud extraña, aparentemente insaciable, y los invasores de Britania formaron parte de todo ello. El único relato escrito que nos ha llegado de lo sucedido es el que nos dejó un monje conocido como Beda el Venerable, que escribió tres siglos después de los hechos. Es Beda quien nos cuenta que la fuerza invasora estaba integrada por anglos, sajones y jutos, pero se desconoce quiénes eran exactamente esos pueblos y qué tipo de relación mantenían entre ellos.

Los jutos son un misterio insondable. Normalmente se supone que venían de Dinamarca porque allí existe una provincia denominada Jutlandia. Pero un problema apuntado por el historiador F. M. Stenton es que Jutlandia se conoció por su nombre mucho después de que los jutos hubieran partido supuestamente de allí, y darle a un territorio el nombre de un pueblo que ya no habita en él sería un hecho tan excepcional que resultaría incluso único. En cualquier caso,
Jótar
, la palabra escandinava de la que deriva Jutlandia, no tiene necesariamente, ni plausiblemente, nada que ver con ningún tipo de grupo o raza. La referencia de Beda es en realidad la única mención conocida de los jutos, y en ningún momento vuelve a citarlos. Algunos eruditos piensan que la referencia es un comentario añadido
a posteriori
por otra mano y que nada tiene que ver con Beda.

Los anglos son solo un poco menos oscuros. Aparecen mencionados de vez en cuando en textos europeos, por lo que como mínimo tenemos la seguridad de que existieron, pero nada sugiere que tuvieran cierta importancia. Si fueron temidos o admirados, fue en el seno de círculos muy pequeños. Por lo tanto es casi una ironía que fuera su nombre el que, por mayor o menor casualidad, acabara vinculándose a un país en cuya formación tal vez estuvieran solo levemente involucrados.

Eso nos deja solo con los sajones, que sin lugar a dudas estuvieron presentes en el continente —la existencia en la Alemania moderna de varias Sajonias, Sajonia-Coburgo y cosas similares lo atestigua—, aunque tampoco fueron, por lo visto, especialmente poderosos. Lo mejor que Stenton puede decir a su favor es que fueron «los menos oscuros» de los tres. En comparación con los godos, que saquearon Roma, o con los vándalos, que asolaron Hispania, fueron un pueblo insignificante. Britania, por lo que parece, fue conquistada por campesinos, no por guerreros.

No aportaron prácticamente nada nuevo, simplemente un idioma y su ADN. Ningún aspecto de su tecnología o forma de vida ofrecía ni siquiera un adelanto moderado con respecto a lo ya existente. No debieron de ser muy populares. Tampoco muy impresionantes. Pero por alguna razón, su impacto fue tan profundo que su cultura sigue con nosotros, más de un milenio y medio después, de un modo extraordinario y fundamental. Tal vez no sepamos nada acerca de sus creencias, pero seguimos rindiendo homenaje a tres de sus dioses —Tiw, Woden y Thor— en el nombre en inglés de los tres días intermedios de la semana, y cada viernes conmemoramos eternamente a la esposa de Woden, Frig
[6]
. Un fuerte vínculo de cariño.

Borraron por completo la cultura existente. Los romanos habían permanecido en Britania durante 367 años y los celtas al menos mil, pero era como si no hubieran estado nunca. En ningún lado se produjo un fenómeno similar. Cuando los romanos abandonaron la Galia e Hispania, la vida en esos lugares continuó prácticamente igual que hasta entonces. Sus habitantes siguieron hablando sus propias versiones del latín, que empezaban a evolucionar ya hacia lo que luego sería el francés y el castellano. Los gobiernos continuaron. Los negocios prosperaron. Las monedas circulaban. Las estructuras sociales se conservaron. En Britania, sin embargo, los romanos dejaron apenas cinco palabras y los celtas no más de veinte, en su mayoría términos geográficos para describir características concretas del paisaje británico.
Crag
[7]
, por ejemplo, es una palabra celta, igual que
tor
, que significa «saliente rocoso».

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