Read En El Hotel Bertram Online
Authors: Agatha Christie
—Sí. Hacía muchísimo frío. No esperé a las dos últimas carreras. Un día desastroso. La potranca de Harry es un jamelgo.
—Me lo suponía. ¿Qué hizo
Swanhilda
?
—Acabó cuarta. —Luscombe se levantó—. Voy a preguntar por mi habitación.
Cruzó el vestíbulo hacia la recepción. Mientras caminaba, se fijó en las mesas y sus ocupantes. Era asombrosa la cantidad de gente que venía a tomar el té aquí. Como en los viejos tiempos. El té como merienda era algo que había pasado de moda desde la guerra. Pero, evidentemente, no era éste el caso en el Bertram's. ¿Quiénes eran todas estas personas? Dos canónigos y el deán de Chislehampton. Se veían un par de polainas en un rincón. ¡Nada menos que un obispo! Escaseaban los simples vicarios. «Hay que ser por lo menos un canónigo para permitirse el Bertram's», pensó. Los clérigos de a pie desde luego no podían permitírselo, pobres diablos. Claro que también cabía preguntarse cómo demonios podían permitírselo personas como la vieja Selina Hazy. No tenía más que una renta miserable. También estaba la vieja lady Berry, Mrs. Posselthwaite de Somerset y Sybil Kerr, todas más pobres que las ratas.
Sin dejar de pensar en el tema, llegó al mostrador y fue recibido amablemente por miss Gorringe, la recepcionista. Era una vieja amiga. Conocía a toda la clientela y, como la Realeza, nunca olvidaba un rostro. Tenía el aspecto de una persona desaliñada, pero digna. Rizos amarillentos (obra de las viejas tenacillas), vestido de seda negra y un pecho prominente donde reposaban un relicario y un camafeo.
—La número catorce —dijo miss Gorringe—. Creo que tuvo la catorce la última vez, coronel Luscombe, y le gustó. Es tranquila.
—No sé cómo se las arregla para recordar estas cosas, miss Gorringe.
—Nos gusta que nuestros viejos amigos estén cómodos.
—Venir a este lugar me hace revivir el pasado. No parece haber cambiado nada.
Se interrumpió al ver que Mr. Humfries salía de su despacho para saludarlo.
La mayoría de los no iniciados confundían a Mr. Humfries con Mr. Bertram en persona. ¿Quién era el verdadero Mr. Bertram? Si alguna vez había existido un Mr. Bertram era algo que ahora se perdía en la niebla de los tiempos. El Bertram's llevaba funcionando desde 1840, pero nadie se había tomado el trabajo de bucear en su pasado. Sencillamente estaba allí, sólido como siempre. Cuando le confundían con Mr. Bertram, Mr. Humfries nunca corregía al interlocutor. Si los huéspedes querían que fuera Mr. Bertram, él no tenía ninguna inconveniente. El coronel Luscombe sabía su nombre, aunque no tenía muy claro si era el director o el dueño. Suponía que era esto último.
Mr. Humfries era un hombre de unos cincuenta años. Tenía muy buenos modales y la prestancia de un miembro del gobierno. En cualquier momento podía ser lo que hiciera falta. Podía hablar de carreras de caballos, partidos de cricket, política exterior, narrar anécdotas de la familia real e informar sobre el salón del automóvil; conocía las obras más interesantes que se estaban representando y aconsejaba a los norteamericanos sobre los lugares que no podían dejar de visitar en Inglaterra por breve que fuera su estancia. Por propia experiencia conocía muy bien lugares donde cenar que se acomodaban a todos los presupuestos y gustos. Alguien dotado de tanta sabiduría no podía derrochar su sapiencia alegremente. No siempre estaba disponible. Miss Gorringe disponía de la misma información y podía suministrarla con eficacia. Mr. Humfries, como el sol, aparecía de vez en cuando por encima del horizonte y halagaba a alguien muy especial con su atención personal.
Esta vez era el coronel Luscombe el honrado. Intercambiaron unas cuantas opiniones sobre las carreras, pero el coronel seguía preocupado con su problema y aquí tenía al hombre que le daría la respuesta.
—Dígame, Humfries, ¿cómo se las arreglan todas estas abuelas para venir y alojarse aquí?
—Ah, ¿le intriga el tema? —Mr. Humfries mostró una expresión risueña—. La respuesta es muy sencilla. No pueden permitírselo. A menos...
Hizo una pausa.
—¿A menos que usted les haga un precio especial? ¿Es eso?
—Más o menos. Por lo general, no saben que hay precios especiales o, si lo saben, creen que es porque son antiguos clientes.
—¿No es así?
—Coronel Luscombe, dirijo un hotel. No puedo permitirme perder dinero.
—Entonces, ¿cuál es su beneficio?
—Se trata de una cuestión de ambiente. Los extranjeros que vienen a este país (sobre todo los norteamericanos, porque son los que tienen el dinero) tienen unas ideas un tanto raras sobre cómo es Inglaterra. No me refiero, compréndalo, a los ricos empresarios que van y vienen. Ellos prefieren alojarse en el Savoy o en el Dorchester. Quieren una decoración moderna, los platos de su país y todo aquello que les haga sentirse como en su casa. Pero hay muchas otras personas que vienen, quizá por una vez en su vida, y que esperan que este país sea... (bueno, no me remontaré hasta Dickens, pero sí que han leído
Cranford
y a Henry James), y no quieren encontrarse con un país idéntico al suyo. Son los que vuelven a casa y dicen: «En Londres, hay un lugar maravilloso; se llama el hotel Bertram’s. Es como volver cien años atrás. ¡Es la vieja Inglaterra rediviva! ¡Tienes que ver a las personas que se alojan allí! Personas a las que nunca te cruzarías en ninguna otra parte. Unas viejas duquesas increíbles. Sirven todos los viejos platos ingleses. Un pastel de carne como los que hacían las abuelas. En tu vida has probado nada parecido; unos solomillos enormes, patas de cordero, un té a la antigua y un fantástico desayuno inglés. También tienes todo lo demás, por supuesto. Por si fuera poco, es comodísimo y caliente. Unas chimeneas inmensas con auténticos fuegos de troncos.»
Mr. Humfries acabó con su interpretación del turista entusiasmado y se permitió algo parecido a una sonrisa.
—Comprendo —dijo Luscombe pensativo—. ¿Todas estas personas, aristócratas decadentes, miembros de familias de la aristocracia rural sin un penique, forman parte de la
mise en scéne
?
Mr. Humfries asintió.
—La verdad es que me pregunto cómo nadie más lo ha pensado también. Desde luego, me encontré con el Bertram's puesto en bandeja. Lo único que hacía falta era invertir dinero en su restauración. Todos los que vienen aquí creen que es su propio descubrimiento, que nadie más lo conoce.
—Supongo que la restauración habrá costado lo suyo.
—Desde luego. El lugar tiene que parecer de época, pero necesita todas las comodidades modernas que todos consideramos normales en estos tiempos. Nuestras queridas veteranas, si me permite llamarlas así, tienen que sentir que nada ha cambiado desde principios de siglo, y a nuestros clientes viajeros les hacemos sentir que viven en un ambiente de época y que, al mismo tiempo, disponen de las mismas cosas que tienen en casa y de las que no pueden prescindir.
—Algunas veces será difícil de conseguir, ¿no?
—No lo crea. Le pongo el ejemplo de la calefacción central. Los norteamericanos reclaman por lo menos seis grados más que los ingleses. En realidad, tenemos dos alas de dormitorios diferentes. A los ingleses los ponemos en una y a los norteamericanos en la otra. Las habitaciones parecen todas iguales, pero hay muchas diferencias; máquinas de afeitar eléctricas, duchas y también bañeras en algunos de los cuartos de baño y, si quiere un desayuno norteamericano, lo tiene: cereales, zumo de naranja helado y todo lo demás o, si lo prefiere, puede tomar el desayuno inglés.
—¿Huevos con beicon?
—Sí, y mucho más si le apetece. Arenques, riñones con beicon, gelatina de faisán, jamón de York, mermeladas...
—Trataré de no olvidarlo mañana por la mañana. Ya no se comen esas cosas en casa.
Humfries sonrió.
—La mayoría de los caballeros sólo piden huevos con beicon. Ya no piensan en las cosas que antes comían.
—Sí, sí. Recuerdo, cuando era niño, los aparadores cargados con platos calientes. Sí, era una manera de vivir muy lujosa.
—Procuramos dar a la gente todo lo que pide.
—Incluidos los muffins y el pastel de sésamo, sí, ya lo veo. A cada uno lo que prefiera. Muy marxista.
—¿Perdón?
—Sólo era una reflexión, Humfries. Los extremos se tocan.
El coronel Luscombe se volvió para coger la llave que le ofrecía miss Gorringe. Un botones acudió presuroso para acompañarle hasta el ascensor. Al pasar, vio que lady Selina Hazy estaba sentada ahora con su amiga Jane no-sé-cuantos.
Supongo que continúa viviendo en el querido St. Mary Mead —comentó lady Selina—. Un pueblo encantador para el que no pasa el tiempo. Lo recuerdo a menudo. Estará como siempre, ¿no?
—No tanto. —Miss Marple pensó en algunos aspectos de su lugar de residencia. La nueva urbanización, las reformas en el edificio del ayuntamiento, los cambios en High Street con los nuevos comercios. Suspiró—. Supongo que debemos aceptar los cambios.
—El progreso —señaló lady Selina vagamente—. Aunque a menudo tengo la impresión de que no es un progreso. Todas esas cosas nuevas que hay actualmente en los sanitarios. Toda esa gama de colores y con eso que llaman «accesorios». Nunca sé si hay que «tirar» o «empujar» en todos esos aparatos. Cada vez que vas a casa de un amigo, te encuentras con un cartelito en el baño: «Presione fuerte y suelte», «Tire hacia la izquierda», «Suelte rápidamente». En los viejos tiempos, no tenías más que tirar de la cadena de cualquier manera y caía una catarata de agua en el acto. Ah, allí está nuestro querido obispo de Medmenham —exclamó la anciana cambiando bruscamente de tema, cuando un elegante clérigo ya mayor cruzaba el vestíbulo—. Creo que está casi ciego del todo. Un espléndido sacerdote en activo.
Las dos ancianas hablaron unos minutos de temas clericales, intercalados con el reconocimiento por parte de lady Selina de diversos amigos y conocidos, la mayoría de los cuales no eran las personas que ella creía que eran. Lady Selina y miss Marple conversaron sobre los «viejos tiempos» aunque la crianza de miss Marple, por supuesto, había sido muy diferente a la de la aristócrata, y sus recuerdos se limitaban casi exclusivamente a los pocos años en que lady Selina, que acababa de enviudar y pasaba por apuros económicos, había alquilado una pequeña casa en St. Mary Mead durante el tiempo en que su segundo hijo había estado destinado a la base aérea cercana.
—¿Siempre se aloja aquí cuando viene a la ciudad, Jane? Es extraño que no nos hayamos visto antes.
—No, no podría permitírmelo y, en cualquier caso, casi nunca salgo de casa en estos tiempos. Estoy aquí gracias a que una muy generosa sobrina mía creyó que me gustaría disfrutar de una breve visita a Londres. Joan es una chiquilla (bueno, chiquilla es un decir) muy amable. —Miss Marple pensó con cierto desasosiego que Joan debía rondar los cincuenta—. Es pintora. Una pintora bastante conocida. Joan West. Hizo una exposición no hace mucho.
Lady Selina tenía muy poco interés en los pintores o en cualquier otra manifestación artística. Consideraba a los escritores, artistas y músicos como algo parecido a animales bien amaestrados. Estaba dispuesta a ser indulgente con ellos, pero se preguntaba para sus adentros por qué querían hacer lo que hacían.
—Supongo que pintará esas cosas modernas —comentó mientras su mirada continuaba barriendo el vestíbulo—. Allí está Cicely Longhurst. Veo que ha vuelto a teñirse el pelo.
—Mucho me temo que mi querida Joan es un tanto moderna.
Miss Marple no podía estar más equivocada. Joan West había sido moderna unos veinte años atrás, pero ahora era considerada por los jóvenes artistas como absolutamente clásica.
La anciana miró fugazmente el pelo de Cicely Longhurst, y después se sumió en los placenteros recuerdos de su sobrina y lo amable que había sido. Joan le había dicho a su marido:
»—Desearía que hiciéramos algo por la vieja tía Jane. Casi nunca sale de su casa. ¿Crees que le gustaría ir a pasar una o dos semanas a Bournemouth?
»—Buena idea —respondió Raymond West. Su último libro se estaba vendiendo muy bien, y se sentía generoso.
»—Creo que disfrutó con el viaje a las Antillas, aunque fue una lástima que se viera mezclada en un caso de asesinato. No es lo más adecuado a su edad.
»—A ella parecen sucederle esta clase de cosas.
Raymond quería mucho a su vieja tía y le hacía objeto de continuos agasajos. También le enviaba libros que a su juicio podían interesarle. Se sorprendía cuando la mayoría de las veces, ella rechazaba cortésmente sus ofrecimientos y, aunque la anciana siempre comentaba que los libros eran «muy interesantes», tenía la sospecha de que ella no los leía. Claro que ya no veía como antes.
En esto se equivocaba. Miss Marple conservaba una vista muy buena para su edad y, en este momento, tomaba buena cuenta de todo lo que pasaba en el vestíbulo del hotel con gran interés y placer.
Al escuchar el ofrecimiento de Joan para que fuera a pasar una o dos semanas en cualquiera de los mejores hoteles de Bournemouth, había vacilado para después acabar contestando:
»—Es muy, pero que muy amable de tu parte, querida, pero no creo que deba...
»—Pero será bueno para usted, tía Jane. Es conveniente que salga de casa de vez en cuando. Le dará nuevas ideas y nuevas cosas en las que pensar.
»—Sí, en eso tienes razón, y sí que me gustaría hacer una breve visita a alguna parte, sólo para cambiar de aires, pero no precisamente a Bournemouth.
Joan se había llevado una sorpresa. Estaba segura de que Bournemouth sería la Meca de tía Jane.
»—¿Eastbourne? ¿Torquay?
»—Lo que me gustaría de verdad... —Miss Marple titubeó.
»—¿Sí?
»—Creo que a ti te parecerá una ridiculez.
»—No, le aseguro que no. —(¿Dónde querría ir?)
»—Me gustaría ir al hotel Bertram's en Londres.
»—¿Al hotel Bertram's? —El nombre le sonaba vagamente.
Miss Marple se había apresurado a dar una explicación.
»—Me alojé allí en una ocasión, cuando tenía catorce años. Con mis tíos. El tío Thomas era el canónigo de Ely. Nunca olvidé aquella estancia. Si pudiera ir allí... Una semana estaría muy bien. Dos podría ser demasiado caro.
»—No se preocupe por eso. Claro que puede ir allí. Tendría que haber pensado que quizá querría ir a Londres. Ir de compras y todo lo demás. Nos encargaremos de todo si es que el Bertram's todavía existe. Hay tantos hoteles que han desaparecido. Algunos fueron bombardeados durante la guerra y otros han cerrado.