Read En El Hotel Bertram Online
Authors: Agatha Christie
La mujer volvió a reír.
—Debo seguir con mis cartas.
Se apartó de la ventana y ahora fue el portero quien asomó la cabeza.
—No he olvidado Ballygowlan —dijo con un tono malintencionado—. Alguna veces he pensado en escribirte.
—¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Bess inmediatamente con voz desabrida.
—Sólo digo que no he olvidado nada. No pretendía otra cosa que recordártelo.
—Si quieres decir lo que yo creo —señaló Bess con el mismo tono de antes—, te daré un consejo. Si me buscas las cosquillas, te mataré como quien mata a una rata. Ya he matado a otros hombres.
—En el extranjero.
—En el extranjero o aquí. Me da lo mismo.
—No me cabe ninguna duda de que eres muy capaz de hacerlo. —La voz de Micky reflejó su admiración—. En Ballygowlan...
—En Ballygowlan —le interrumpió la mujer—, te pagaron para que mantuvieras la boca cerrada y te pagaron muy bien. Cogiste el dinero. No pienses en sacarme ni un penique porque no te lo daré.
—Sería una bonita historia romántica para los dominicales.
—Ya has oído lo que he dicho.
—Ah. —El portero se echó a reír—. No lo decía en serio. Sólo era una broma. Nunca se me ocurriría hacer nada para perjudicar a mi Bessie. Mantendré la boca cerrada.
—Más te vale.
Lady Sedgwick cerró la ventana. Miró la carta a medio escribir que tenía sobre el escritorio. Cogió el papel, hizo una bola y lo arrojó al cesto. Después se levantó bruscamente y salió de la sala sin preocuparse ni por un instante de mirar atrás.
Las pequeñas salas de lectura del Bertram's tenían a menudo el aspecto de estar vacías incluso cuando no lo estaban. Había dos escritorios con el recado de escribir junto a las ventanas, una mesa con las revistas de la semana a la derecha y, a la izquierda, dos comodísimos sillones orejeros vueltos hacia la chimenea. Estos eran los lugares favoritos de los ancianos hombres de armas para acomodarse y dormir la siesta hasta la hora del té. Cualquiera que entrara dispuesto a leer o a escribir una carta casi nunca se daba cuenta de su presencia. Los sillones no tenían una gran demanda durante la mañana.
Sin embargo, se daba el caso de que precisamente esa mañana ambos estaban ocupados. En uno se sentaba una señora mayor y en el otro una joven. La muchacha se levantó. Miró en dirección a la puerta por la que acaba de salir lady Sedgwick como si estuviera totalmente desconcertada, y después caminó hacia la puerta con paso lento. El rostro de Elvira Blake mostraba una palidez cadavérica.
Pasaron otros cinco minutos antes de que la anciana hiciera movimiento alguno. Entonces, miss Marple decidió que el breve descanso que siempre se tomaba después de vestirse y bajar las escaleras había durado más que suficiente. Había llegado la hora de salir a disfrutar los placeres de Londres. Podía ir caminando hasta Picadilly y coger el autobús número 9 hasta High Street, en Kensington, o ir hasta Bond Street y tomar el 25 hasta Marshall & Snelgrove, o también coger el 25 pero en dirección contraria que, si no recordaba mal, la dejaría delante mismo del economato del Ejército y la Marina. Atravesó la puerta giratoria pensando en lo mucho que se divertiría. El portero irlandés, atento a su trabajo, tomó la decisión final.
—Le pediré un taxi, señora —dijo con firmeza.
—No quiero un taxi. Creo que puedo coger el 25 por aquí cerca, o si no también el 2 en Park Lane.
—No le recomiendo el autobús —insistió el portero—. Es muy peligroso tener que subir de un salto a un autobús cuando ya se tiene cierta edad. Además, esa manera tan brusca que tienen de arrancar y de frenar. Tienes que ir agarrado con cuatro manos para no caerte. Los tipos que conducen no tienen corazón. Tocaré el silbato para que venga un taxi y usted irá donde más le apetezca como una reina.
Miss Marple consideró la oferta y mordió el anzuelo.
—De acuerdo, creo que cogeré un taxi.
El portero ni siquiera utilizó el silbato. Se limitó a chasquear los dedos y un taxi apareció como por arte de magia. Miss Marple subió al taxi ayudada con todo mimo por el portero y, llevada por un impulso, decidió ir hasta Robinson Cleaver y echar una ojeada a su espléndida oferta de sábanas de hilo. Se arrellanó en el asiento, sintiéndose como una reina, tal como le había prometido el portero. En su mente ya disfrutaba con la visión de las sábanas y las fundas de almohada de hilo y los paños de cocina sin dibujos de plátanos, higos, perros y otros dibujos que te distraían cuando secabas la vajilla.
Lady Sedgwick se acercó al mostrador de recepción.
—¿Está Mr. Humfries en su despacho?
—Sí, lady Sedgwick —respondió miss Gorringe sorprendida.
La mujer pasó al otro lado del mostrador, llamó a la puerta del despacho y entró sin esperar respuesta.
Mr. Humfries se quedó boquiabierto ante la intromisión.
—¿Sí?
—¿Quién contrató a Michael Gorman?
Mr. Humfries tartamudeó ligeramente al responder a la pregunta.
—Parfitt se marchó, sufrió un accidente de coche hará cosa de un mes. Tuvimos que reemplazarlo con urgencia. Este hombre parecía el más adecuado. Buenas referencias, una excelente hoja de servicios en el ejército. No demasiado inteligente, pero eso a veces es una ventaja. ¿Sabe usted algo que nosotros no sepamos de sus antecedentes?
—Lo suficiente para no querer que esté aquí.
—Si usted insiste —señaló Humfries lentamente—, le daremos el aviso de despido.
—No —contestó lady Sedgwick—, no, ya es demasiado tarde. No se moleste.
—¡Elvira!
—Hola, Bridget.
Elvira Blake cruzó el umbral de la casa del 180 de Onslow Square. Su amiga Bridget, que la había visto a través de la ventana de su habitación, había bajado corriendo para abrirle la puerta.
—Subamos a tu habitación.
—Sí, será lo mejor. De lo contrario, nos encontraremos con mi madre.
Las dos muchachas corrieron escaleras arriba, con lo que consiguieron evitar a la madre de Bridget, que salió de su dormitorio para asomarse al rellano cuando ya era demasiado tarde.
—La verdad es que no sabes la suerte que tienes de no tener madre —comentó Bridget un tanto agitada, mientras metía a su amiga en el dormitorio y cerraba la puerta con llave—. Me refiero a que mamá es un encanto y todo lo que tú quieras, pero las preguntas que hace... mañana, tarde y noche: ¿Adonde vas? ¿Con quién has estado? ¿Son los primos de alguien del mismo nombre que vive en Yorkshire? Hablo de lo molesto que es todo esto.
—Supongo que no tiene otra cosa en qué pensar —señaló Elvira, vagamente—. Escucha, Bridget, tengo que hacer algo terriblemente importante, y necesito que me ayudes.
—Lo haré si puedo. ¿De qué se trata? ¿De un hombre?
—No, no es eso. —Bridget pareció desilusionada—. Tengo que ir a Irlanda durante veinticuatro horas o algo más y necesito que me cubras.
—¿A Irlanda? ¿Para qué?
—Ahora no te lo puedo decir. No tengo tiempo. A la una y media tengo que estar en el Prunier’s para comer con mi tutor, el coronel Luscombe.
—¿Qué has hecho con la Carpenter?
—Le di esquinazo en Debenham's.
Bridget se echó a reír.
—Después de comer, me llevarán con los Melford. Voy a vivir con ellos hasta que cumpla los veintiuno.
—¡Qué espanto!
—Creo que podré soportarlo. A la prima Mildred la puedes engañar como a un niño. Han dispuesto que debo asistir a clases y no sé cuantas cosas más. Hay un lugar llamado World of Today. Te llevan a conferencias, museos, galerías de pintura, al Parlamento y cosas así. Lo importante es que nadie sabe si estás o no en el lugar donde tendrías que estar. Podremos hacer lo que nos venga en gana.
—Eso espero. —Bridget soltó una risita—. Lo hicimos en Italia, ¿no? La vieja Macarroni que se creía tan estricta. Nunca se enteró de nada de lo que hacíamos.
Las jóvenes rieron alegremente al recordar el éxito de sus correrías.
—En cualquier caso, hay que planearlo todo muy bien —manifestó Elvira.
—Además de mentir como los ángeles —le recordó Bridget—. ¿Has tenido noticias de Guido?
—Sí, me escribió una carta muy larga y la firmó con el nombre de Ginebra como si se tratara de una amiga. Pero, por favor, Bridget, no hables tanto. Tenemos muchísimas cosas que hacer y sólo disponemos de una hora y media. Ahora, escucha atentamente. Mañana vendré para mi cita con el dentista. Eso es sencillo, puedo llamar por teléfono y cancelarla, o tú puedes llamar desde aquí. Luego, hacia el mediodía, llamas a los Melford haciéndote pasar por tu madre y les explicas que el dentista quiere verme otra vez pasado mañana y que me quedaré a dormir contigo.
—Se lo tragarán sin rechistar. Dirán que es muy amable de nuestra parte y todas esas paparruchas. Pero, ¿supongamos que pasado mañana todavía no has vuelto?
—Entonces, tendrás que hacer unas cuantas llamadas más.
Bridget no pareció muy convencida.
—Tendremos muchísimo tiempo para pensar algo antes de que llegue ese momento —dijo Elvira, impaciente—. Lo que me preocupa ahora es el dinero. Supongo que no tienes, ¿verdad? —añadió sin muchas esperanzas.
—Creo que tengo un par de libras.
—Eso es calderilla. Necesito comprar el billete de avión. He consultado los horarios. Sólo se tardan unas dos horas. Todo depende de lo que tarde cuando llegue allí.
—¿No puedes decirme qué tienes que hacer?
—No, no puedo, pero es muy importante, importantísimo.
La voz de Elvira sonó tan diferente que Bridget la miró alarmada.
—¿Es algo grave, Elvira?
—Sí, lo es.
—¿Es algo que nadie debe saber?
—Sí, algo así. Es una cosa muy secreta. Necesito averiguar si una cosa es realmente cierta o no. Esto del dinero es una auténtica lata y, lo que más me enfada es que soy muy rica. Mi tutor me lo dijo. Pero lo único que me dan es una cantidad miserable para vestidos, que vuela en cuanto la recibo.
—¿Tu tutor no te prestaría el dinero?
—Ni soñarlo. Querría saber con pelos y señales para qué lo necesito.
—Sí, eso es lo que haría. No entiendo porqué todos siempre están preguntando esto o lo otro. ¿Sabes que, cada vez que alguien llama por teléfono, mamá quiere saber quién es? Cuando está bien claro que no es asunto suyo.
Elvira asintió, pero su atención estaba puesta en otro tema.
—¿Alguna vez has empeñado algo, Bridget?
—Nunca. No creo que supiera cómo hacerlo.
—Me parece que es bastante sencillo. Tienes que ir a una tienda que tenga tres bolas encima de la puerta, ¿no es así?
—No creo que tenga nada que pueda interesar a una casa de empeños —opinó Bridget.
—¿Tu madre no tiene por aquí ninguna joya?
—No creo que debamos pedirle ayuda.
—No, quizá no. Pero podríamos cogerla sin decirle nada.
—No creo que sea correcto —afirmó Bridget sorprendida.
—¿No? Quizá tengas razón. Aunque estoy segura de que no se daría cuenta. Se la devolveríamos antes de que la echara en falta. Ya lo tengo. Iremos a Mr. Bollard.
—¿Quién es Mr. Bollard?
—Es algo así como el joyero de la familia. Siempre que necesito arreglar mi reloj lo llevo allí. Me conoce desde que tenía seis años. Venga, Bridget, iremos allí ahora mismo. Tenemos el tiempo justo.
—Lo mejor será salir por la puerta de atrás y así evitaremos que mamá nos pregunte adonde vamos.
Las dos jóvenes ultimaron los detalles de su plan delante mismo de la vieja joyería de Bollard y Whitley en Bond Street.
—¿Estás segura de que lo has entendido bien, Bridget?
—Eso creo —contestó la otra con una voz muy poco animada.
—Primero, sincronicemos los relojes.
Bridget se animó inmediatamente. La frase típica de las películas le infundió nuevos bríos. Sincronizaron los relojes con expresión solemne. El reloj de Bridget llevaba casi un minuto de atraso.
—La hora cero será exactamente a «y veinticinco» —dijo Elvira—. Eso me dará un margen bastante amplio. Quizá más incluso de lo que necesite, pero será mejor así.
—Supongamos... —comenzó Bridget.
—¿Supongamos qué?
—Me refiero a que supongamos que me atropellan de verdad.
—Claro que no te atropellarán. Sabes muy bien que eres agilísima, y que todos los conductores de Londres están acostumbrados a frenar bruscamente. No te pasará nada.
Bridget no pareció compartir la confianza de su amiga.
—No me dejarás colgada, ¿verdad, Bridget?
—De acuerdo. No te dejaré colgada.
—Bien.
Bridget cruzó Bond Street para ir a la otra acera, y Elvira abrió la puerta de Messrs Bollard y Whitley, reputados joyeros y relojeros. En el interior, se respiraba un ambiente de sosiego y elegancia. Un dependiente con levita se acercó para preguntarle a Elvira en qué podía servirla.
—¿Puede ver a Mr. Bollard?
—¿Mr. Bollard? ¿A quién debo anunciar?
—Miss Elvira Blake.
El dependiente desapareció y Elvira se acercó a uno de los mostradores donde, protegidos por un cristal, se exhibían valiosos broches, anillos y brazaletes sobre un fondo de terciopelo. Mr. Bollard hizo su aparición casi de inmediato. Era el socio principal de la joyería, un hombre bien plantado de unos sesenta y tantos años. Saludó a Elvira afectuosamente.
—Ah, miss Blake, otra vez usted por Londres. Es un gran placer verla. ¿Qué puedo hacer por usted?
Elvira sacó del bolsillo un elegante reloj de pulsera.
—Este reloj no va bien. ¿Podría usted arreglarlo?
—Por supuesto. No creo que sea nada difícil. —Mr. Bollard cogió el reloj—. ¿A qué dirección debo enviarlo?
Elvira le dio la dirección.
—Hay algo más —añadió—. Mi tutor, el coronel Luscombe, ya sabe usted quién es.
—Sí, desde luego, faltaría más.
—Me preguntó qué me gustaría como regalo de Navidad. Me propuso que viniera aquí a elegir alguna cosilla. Se ofreció a venir conmigo si yo quería, pero le respondí que prefería venir primero sola, porque siempre me ha parecido un tanto embarazoso, ¿a usted no? Me refiero a los precios y esas cosas.
—Sí, eso es algo a tener en cuenta —asintió Mr. Bollard, con un tono paternal—. ¿Qué tenía pensado, miss Blake? ¿Un broche, un anillo, algún brazalete?
—Creo que los broches son mucho más útiles —respondió Elvira—. Pero me preguntaba si podía mirar unas cuantas cosas más. —Le miró con una expresión de súplica y el hombre asintió comprensivo.