En El Hotel Bertram (10 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Quiere decir que no esperaba que ella lo devolviera?

—No, si fue ella la que se lo llevó.

—¿Cree que esa historia es cierta? —preguntó el socio, dominado por la curiosidad—. Me refiero a eso de que se lo metió en el bolsillo por accidente.

—Admito que es posible —respondió Mr. Bollard pensativo.

—Supongo que podría tratarse de un caso de cleptomanía.

—Sí, podría ser un caso de cleptomanía. Pero es muy probable que lo cogiera con toda premeditación. Sin embargo, si es así, ¿por qué se apresuró a devolverlo? No deja de ser curioso.

—Hicimos muy bien en no llamar a la policía —comentó el socio—. Confieso que quería hacerlo.

—Lo sé, lo sé. No tiene usted tanta experiencia como yo en estos casos. Afortunadamente, en este caso ha sido un acierto no llamar a la policía. —Hizo una pausa para después añadir en voz baja—: Todo este asunto no deja de ser interesante. Muy interesante. Me pregunto cuántos años tendrá. ¿Diecisiete, dieciocho? Es muy capaz de haberse metido en algún embrollo.

—Creía que era muy rica.

—Puedes ser una heredera con una gran fortuna —manifestó Mr. Bollard—, pero a los diecisiete años no tienes muchas oportunidades de disponer de tu fortuna. Es curioso pero la mayoría de estas jóvenes disponen de muy poco dinero en efectivo, menos que cualquier pobre. No siempre es una buena idea atarlas tan corto. Bueno, supongo que nunca sabremos la verdad.

Guardó el brazalete en la urna de cristal y cerró la tapa.

Capítulo X

Las oficinas de Egerton, Forbes & Wilborough se encontraban en Bloomsbury, en uno de los imponentes y dignos edificios que todavía no se habían visto afectados por el viento de los cambios. La placa de latón estaba tan gastada de tanto pulirla que las letras resultaban casi ilegibles. La firma tenía más de cien años y una buena parte de la aristocracia terrateniente de Inglaterra constituía su clientela. Ya no había ningún Forbes en la firma ni tampoco Willborough. En cambio, había dos Atkinson, padre e hijo, un Lloyd galés y un McAllister escocés. Sin embargo, quedaba un Egerton, descendiente del Egerton original. Este Egerton era un hombre de cincuenta y dos años, y era consejero de varias familias que, en su momento, habían sido aconsejadas por su abuelo, su tío y su padre.

En este momento, se encontraba sentado detrás de su gran escritorio de caoba en su elegante despacho en el primer piso. Hablaba con voz firme pero bondadosa a un cliente con aspecto de estar desesperado. Richard Egerton era un hombre apuesto, alto, moreno, con algunas canas en las sienes y ojos grises de mirada inteligente. Sus consejos siempre eran sensatos y casi nunca tenía pelos en la lengua.

—Con franqueza, Freddie, no tienes dónde agarrarte. No con las cartas que has escrito.

—Tú no crees que... —protestó Freddie desconsolado.

—No, no lo creo. La única esperanza que nos queda es llegar a un acuerdo extrajudicial. Incluso podrían llegar al extremo de acusarte de una acción criminal.

—Escucha, Richard, eso es llevar las cosas demasiado lejos.

Se oyó el discreto zumbido de un timbre en el escritorio de Egerton. Frunció el entrecejo mientras cogía el teléfono.

—Creía haber dicho que no quería ser molestado.

Egerton escuchó la voz discreta de su interlocutor.

—Muy bien —dijo—. Sí, por favor, dígale que espere.

Colgó el teléfono y volvió su atención una vez más a su cariacontecido cliente.

—Mira, Freddie, conozco la ley y tú no. Estás metido en buen aprieto. Haré todo lo posible para sacarte con bien, pero te costará un buen pellizco. Dudo que acepten un acuerdo por menos de doce mil libras.

—¡Doce mil! —El pobre Freddie se quedó boquiabierto—. ¡No las tengo, Richard!

—Pues tendrás que conseguirlas. Siempre se pueden conseguir de una manera u otra. Tendrás suerte si ella acepta las doce mil. Te costará mucho más si decides pleitear.

—¡Vosotros los abogados sois unos buitres! —Se levantó—. De acuerdo, haz todo lo que puedas, muchacho.

Se marchó meneando la cabeza tristemente. Richard Egerton se olvidó de Freddie y sus problemas, y pensó en su próximo cliente. «La joven Elvira Blake. Me pregunto qué aspecto tendrá». Cogió el teléfono.

—Lord Frederick ya se ha marchado. Dígale a miss Blake que puede pasar.

Mientras esperaba, hizo unos cuantos cálculos en su bloc de notas. ¿Cuántos años habían pasado? Ahora debía de tener quince, diecisiete, quizá más. El tiempo pasaba tan de prisa. La hija de Coniston y Bess. ¿Me pregunto a cuál de los dos habrá salido?

Se abrió la puerta, el empleado anunció a miss Elvira Blake y la muchacha entró en el despacho. Egerton salió a su encuentro. A primera vista, no se parecía a ninguno de sus padres. Alta, delgada, muy rubia, el mismo color de Bess, pero sin la vitalidad de la madre, con un aire anticuado, aunque resultaba difícil estar seguro porque la moda actual se parecía mucho a la de hacía veinte años.

—Bueno, bueno —dijo mientras le estrechaba la mano—. Esto sí que es una sorpresa. La última vez que te vi, tendrías unos once años. Pasa y siéntate. —Le ofreció una silla y la muchacha se sentó.

—Supongo —comentó Elvira con una leve vacilación— que tendría que haber escrito primero. Mandar una carta pidiendo una cita o algo así. Pero la verdad es que lo decidí de repente y me pareció oportuno, aprovechando que estaba en Londres.

—¿Qué estás haciendo en Londres?

—Visitar al dentista.

—Los dientes son una auténtica lata —opinó Egerton—. Nos dan problemas desde que nacemos. Pero no me quejaré de los dientes, si me dan la oportunidad de verte. Déjame ver, ¿estabas en Italia, no es así, en una de esas escuelas de señoritas a la que creo que van todas las chicas en la actualidad?

—Sí. En la escuela de la condesa Martinelli. A Dios gracias, ya se ha acabado. Ahora viviré con los Melford en Kent hasta que decida si hay algo que me gustaría hacer.

—Espero que encuentres algo satisfactorio. No estarás pensando en ir a la universidad o algo así, ¿verdad?

—No. No creo tener la capacidad suficiente. —Hizo una brevísima pausa—. ¿Supongo que necesito tu consentimiento para cualquier cosa que quiera hacer?

La mirada alerta de Egerton la observó atentamente.

—Soy uno de tus tutores y uno de los albaceas del testamento de tu padre. Por lo tanto, estás en todo tu derecho de acudir a mí en cualquier momento.

—Muchas gracias —respondió Elvira cortésmente.

—¿Hay algo que te preocupa?

—No, en realidad no. Pero verás, no sé nada. Nunca nadie me cuenta nada y no siempre te gusta preguntar.

Una vez más, Egerton la miró con atención.

—¿Te refieres a cosas de ti misma?

—Sí. Me alegro de que me comprendas. El tío Derek... —Vaciló.

—¿Te refieres a Derek Luscombe?

—Sí. Siempre le he llamado tío.

—Comprendo.

—Es muy bueno, pero no es de esas personas que siempre te lo cuentan todo. Se encarga de las cosas y se muestra preocupado si no son como a mí me gustan. Desde luego, escucha las recomendaciones de otras personas, me refiero a las señoras que le dicen cosas, como la condesa Martinelli. Se encarga de que no me falte nada, de los colegios y cosas por el estilo.

—¿No te han gustado los colegios?

—No, no es eso. Los colegios estaban muy bien. Quiero decir que son los colegios a los que va todo el mundo.

—Comprendo.

—La cuestión es que no sé nada de mí misma, me refiero al dinero que tengo, cuánto es y si lo puedo usar de la manera que más me plazca.

—Lo que quieres —señaló Egerton, con una sonrisa—, es hablar de negocios, ¿no es así? Creo que tienes toda la razón. Veamos, ¿cuántos años tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?

—Estoy a punto de cumplir los veinte.

—Vaya, no tenía ni la menor idea.

—Verás, siempre tengo la sensación de que me protegen y me resguardan de todo. En cierto sentido no deja de ser agradable, pero también resulta irritante.

—Es una actitud bastante pasada de moda —reconoció Egerton—, aunque comprendo que Derek Luscombe la siga considerando correcta.

—Es un encanto, pero la verdad es que, la mayoría de las veces, resulta difícil hablar con él de cosas serias.

—Sí, tienes razón y no te lo niego. ¿Qué quieres saber de ti misma, Elvira? ¿Estás interesada en lo que se refiere a las circunstancias familiares?

—Sé que mi padre murió cuando yo tenía cinco años y que mi madre se fugó con otro hombre cuando yo cumplí los dos. A ella no la recuerdo en absoluto. A duras penas si recuerdo a mi padre. Era muy viejo y descansaba una pierna sobre una silla. Acostumbraba a decir palabrotas. A su fallecimiento, viví primero con una tía, una prima o algo así de mi padre, hasta que ella murió, y luego me enviaron a casa del tío Derek y su hermana. Después ella murió y me fui a Italia. El tío Derek ha dispuesto que me vaya a vivir con los Melford que son primos suyos, unas personas muy bondadosas y agradables, y que tienen dos hijas más o menos de mi edad.

—¿Eres feliz allí?

—Todavía no lo sé. Acabo de instalarme, pero no hay duda de que son muy aburridos. Lo que me interesa saber es cuánto dinero tengo.

—¿O sea que lo único que te interesa es la información financiera?

—Sí. Sé que tengo dinero. ¿Es mucho?

En el rostro de Egerton apareció una expresión grave.

—Sí, tienes mucho dinero. Tu padre era un hombre muy rico. Tú eras su única hija. Cuando falleció, el título y su propiedad pasaron a su primo. Pero el primo no le caía bien, así que dejó toda su fortuna personal, que era considerable, a su hija, o sea a ti, Elvira. Eres una mujer muy rica, o lo serás cuando cumplas los veintiún años.

—¿Quieres decir que ahora no soy rica?

—Sí, ahora eres rica, pero no puedes disponer de tu dinero hasta que cumplas los veintiuno o te cases. Hasta ese momento, el dinero está en manos de los albaceas: Luscombe, yo y otro más. —Le sonrió a la muchacha—. No lo hemos dilapidado, ni nada parecido. Está todo allí. Mejor dicho, hemos aumentado considerablemente el capital gracias a las inversiones.

—¿Cuánto dinero recibiré?

—Cuando cumplas los veintiuno o te cases, recibirás una suma que aproximadamente oscila entre las seiscientas o setecientas mil libras.

—Eso es mucho dinero —exclamó Elvira impresionada.

—Sí, es mucho dinero. Probablemente, al ser tanto, nadie ha querido hacer demasiados comentarios.

Egerton miró a la muchacha que reflexionaba. Era una chica muy interesante. Parecía ser una niña criada entre algodones, pero era mucho más que eso. Muchísimo más. Con una sonrisa levemente irónica, comentó:

—¿Estás satisfecha?

La muchacha sonrió a su vez.

—Tendría que estarlo, ¿no?

—Es como si te tocara una quiniela de las grandes.

Elvira asintió, pero su mente estaba en otra parte. De pronto, se descolgó con una pregunta sorprendente:

—¿Quién se lo queda si muero?

—Según las disposiciones, el familiar más cercano.

—Me refiero, quiero decir que ahora no podría hacer testamento, ¿verdad? No hasta que cumpla los veintiún años. Alguien me dijo que era así.

—Tenía toda la razón.

—Eso no me parece bien. Si me casara y a continuación falleciera, ¿mi marido recibiría el dinero?

—Sí.

—Si no me caso, entonces mi madre sería el familiar más cercano y el dinero sería para ella, ¿me equivoco? Al parecer, tengo muy pocos parientes. Ni siquiera conozco a mi madre. ¿Cómo es?

—Es una mujer muy notable —respondió Egerton, sin explayarse—. Todos coinciden en esa opinión.

—¿Alguna vez ha querido verme?

—Quizá sí. Es más, creo que es muy posible que lo deseara. Pero, después de haber convertido su vida en un desastre en muchos aspectos, quizá creyó que lo mejor para ti sería criarte completamente separada de ella.

—¿De verdad crees que eso es lo que ella piensa?

—No. Si he de ser sincero, no sé nada al respecto.

Elvira se levantó.

—Muchas gracias. Has sido muy amable al contarme todo esto.

—En mi opinión, considero que tendría que haberte puesto al corriente de todas estas cosas mucho antes.

—Resulta humillante no saber las cosas —afirmó Elvira—. El tío Derek me trata como si fuese una niña.

—Has de tener en cuenta que no es ningún jovencito. Derek y yo somos personas entradas en años. Debes comprender que nosotros vemos las cosas desde el punto de vista de la gente mayor.

Elvira lo observó durante unos momentos.

—Pero tú no crees que soy una niña, ¿verdad? —señaló con una voz cargada de astucia—. Espero que tú sepas más de las chicas que el tío Derek. —Le tendió la mano y añadió muy cortésmente—: Muchísimas gracias. Espero no haber interrumpido ningún asunto importante.

Se marchó, y Egerton se quedó mirando la puerta que acababa de cerrar. Frunció los labios, silbó un par de compases de una tonadilla, meneó la cabeza, volvió a sentarse, cogió un lápiz y comenzó a marcar el ritmo mientras pensaba. Acercó unos documentos, los volvió a apartar hasta que finalmente se decidió a coger el teléfono.

—Miss Cordell, consígame al coronel Luscombe, por favor. Pruebe primero en su club y, si no está allí, llame al teléfono de Shropshire.

Una vez más cogió los papeles y comenzó a leerlos pero no podía prestar atención a lo que leía. Al cabo de unos minutos, sonó el teléfono.

—El coronel Luscombe está al aparato, Mr. Egerton.

—Gracias. Pásemelo. Hola, Derek. Soy Richard Egerton. ¿Cómo estás? Acabo de recibir la visita de alguien a quien tú conoces. Ha venido a verme tu pupila.

—¿Elvira? —exclamó Luscombe muy sorprendido.

—Sí.

—Pero por qué demonios... ¿por qué fue a verte? No estará metida en algún lío ¿verdad?

—No, no lo creo. Todo lo contrario. Parecía un tanto, cómo te lo diría... complacida consigo misma. Quería saber todo lo referente a su situación económica.

—Espero que no se lo habrás dicho —manifestó el coronel alarmado.

—¿Por qué no? ¿De qué sirve tanto secreto?

—No puedo evitar la sensación de que es poco prudente para una jovencita saber que será dueña de una gran fortuna.

—Algún otro se lo dirá si no se lo decimos nosotros. Tiene que estar preparada. El dinero es una responsabilidad.

—Sí, pero todavía tiene mucho de niña.

—¿Estás seguro?

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