En El Hotel Bertram (11 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Qué quieres decir? Por supuesto que es una cría.

—Yo no la describiría así. ¿Quién es el novio?

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Pregunto quién es el novio. Hay un novio de por medio, ¿no?

—Claro que no. Vaya idea más tonta. ¿Por qué demonios crees que puede haber un novio de por medio?

—No es por nada de lo que ella me haya dicho, pero tengo algo de experiencia en estos asuntos. Ya verás que detrás de todo esto hay un novio.

—Te aseguro que estás muy equivocado. Me refiero a que la han criado con el máximo de los cuidados. Se educó en los colegios más estrictos, y ahora acaba de regresar de una de las mejores escuelas de señoritas de Italia. Yo estaría enterado si ocurriera algo así. Sé que conoció a uno o dos muchachos agradables y esas cosas, pero estoy seguro de que no existe una relación como la que tú sugieres.

—Lo que tú digas, pero mi diagnóstico es que hay un novio, y uno indeseable por añadidura.

—¿Por qué, Richard, por qué? ¿Qué sabes tú de las muchachas?

—Muchísimo —respondió Egerton con un tono seco—. El año pasado tuve a tres clientas, dos de las cuales consiguieron la tutela judicial y la tercera consiguió obligar a sus padres a que aceptaran un matrimonio desastroso. A las muchachas ya no se las puede tratar como antes. Las condiciones han cambiado tanto que no se las puede controlar en absoluto.

—Te aseguro que Elvira siempre ha estado muy bien vigilada.

—¡El ingenio de las jóvenes es algo que está más allá de lo que cualquiera de nosotros podamos imaginar! Tú no la pierdas de vista, Derek. Haz unas cuantas averiguaciones a ver si descubres en qué anda metida.

—Tonterías. No es más que una cría normal y corriente.

—¡Se podría escribir un libro bien gordo con todo lo que tú no sabes de las crías normales y corrientes! Su madre se fugó y provocó un escándalo ¿lo recuerdas?, y era más joven de lo que es Elvira hoy. En cuanto al viejo Coniston, era uno de los tipos más disolutos de Inglaterra.

—Me inquietas, Richard. Me inquietas muchísimo.

—Más te vale darte por avisado. Lo que no me gustó nada fue otra de sus preguntas. ¿Por qué le preocupará tanto saber quién heredará el dinero si ella muere?

—Es extraño que digas eso, porque a mí también me lo preguntó.

—¿Te lo preguntó? ¿Por qué le da vueltas a una muerte prematura? Por cierto, también me preguntó por su madre.

—Ojalá Bess decida ponerse en contacto con la chica —manifestó Luscombe con un tono de preocupación.

—¿Has estado hablando con ella del tema? Me refiero a Bess.

—Sí. Me encontré con ella por casualidad. Estábamos alojados en el mismo hotel. Le insistí a Bess para que arreglara las cosas y viera a la chica.

—¿Qué te dijo? —quiso saber Egerton interesado.

—Se negó de plano. Manifestó que lo mejor para la muchacha era mantenerse lo más alejada posible de su madre.

—Si lo miras desde su punto de vista tienes que darle la razón —comentó Egerton—. Se ha liado con ese piloto de carreras, ¿no es así?

—He oído algunos rumores.

—Sí, yo también los he oído, pero no sé si hay mucho de cierto en lo que cuentan. Claro que podría serlo. Quizá por eso se siente de esa manera. Algunos de los amigos de Bess son un poco difíciles de tragar. Pero qué mujer, ¿eh, Derek? ¡Qué mujer!

—Siempre ha sido su peor enemiga —manifestó Luscombe con voz ronca.

—Un comentario muy correcto y la mar de convencional. Bien, lamento haberte preocupado, Derek, pero mantente atento a la aparición de algún indeseable detrás de todo este asunto. Después no digas que no te han avisado.

Colgó el teléfono y volvió a coger los documentos de antes. Esta vez sí que puso toda su atención en lo que estaba haciendo.

Capítulo XI

Mrs. McCrae, ama de llaves del padre Pennyfather, había encargado un lenguado para la cena del día de su regreso. Las ventajas inherentes a un buen lenguado eran muchas y diversas. No era necesario meterlo en el horno o la sartén hasta que el padre estuviera sano y salvo en casa. Se podía guardar hasta el día siguiente si se presentaba tal eventualidad. Al padre Pennyfather le gustaba el lenguado. Pero, si recibía una llamada telefónica o un telegrama avisándole de que el padre Pennyfather esta noche se quedaría en cualquier otra parte, Mrs. McCrae no tendría ningún inconveniente en comérselo porque le gustaba mucho el lenguado. Por consiguiente, todo estaba a punto para el regreso del padre. Al lenguado le seguiría una bandeja de crepés. El lenguado descansaba en la mesa de la cocina, junto a un bol con la pasta de las crepés. No faltaba detalle. Brillaba el latón, resplandecía la plata, no se veía por ninguna parte ni la más minúscula mota de polvo. Sólo faltaba una cosa. La presencia del padre.

Pennyfather, si no ocurría nada extraordinario, llegaría de Londres en el tren de las 6.30.

A las 7 no había llegado. Seguramente el tren se había retrasado. A las 7.30, seguía sin aparecer. Mrs. McCrae suspiró un tanto enfadada. Tenía la sospecha de que ésta sería otra de sus cosas. Dieron las 8 y ni rastro del padre. La buena mujer volvió a suspirar, esta vez enfadada. Muy pronto, sin duda, recibiría una llamada telefónica, aunque caía dentro de los límites de lo posible que tampoco hubiera la supuesta llamada. Lo más probable era que él decidiera enviarle una carta y, después de escribirla, se olvidara de enviarla.

«¡Vaya, vaya!» exclamó Mrs. McCrae.

A las 9 se preparó tres crepés. El lenguado lo guardó en la nevera tapado con un plato. «¿Me pregunto dónde estará ahora?» Sabía por experiencia que podía encontrarse en cualquier parte. Había probabilidades de que descubriera el error a tiempo para enviarle un telegrama o que la telefoneara antes de que se fuera a dormir. «Esperaré hasta las 11, pero ni un minuto más». Ella se acostaba puntualmente a las 10.30 y aguantar hasta las once lo consideraba un deber. Pero si a las 11 no se producía ninguna novedad, si no recibía una palabra del canónigo, entonces Mrs. McCrae se consideraría en libertad de cerrar la casa e irse a la cama.

No se puede decir que estuviera preocupada. Esto era algo que había ocurrido antes. No había nada que se pudiera hacer, excepto esperar alguna noticia. Las posibilidades eran muchas. El padre podía haber tomado un tren equivocado y no descubrir el error hasta encontrarse en Land's End o John O'Groats, o bien podía seguir en Londres porque se hubiera equivocado de fecha y, por lo tanto, estuviera convencido de que debía regresar al día siguiente. También podía haber encontrado a algún amigo o amigos en aquel congreso en el extranjero al que debía asistir y le hubieran convencido para que se quedara un día más o quizá todo el fin de semana. Tal vez había pensado avisarla, pero lo había olvidado. Por lo tanto, como ya se ha dicho, no estaba preocupada. Pasado mañana llegaría su viejo amigo, el archidiácono Simmons, para pasar unos días en su compañía. Ésta era una de las cosas que el padre sí recordaría, o sea que él en persona o en su defecto un telegrama llegarían mañana. Como muy tarde, Pennyfather aparecería pasado mañana. En caso contrario, recibiría una carta.

Sin embargo, amaneció el nuevo día sin que se supiera nada del padre. Por primera vez, Mrs. McCrae experimentó una leve inquietud. Entre las 9 y la 1 de la tarde, observó varias veces el teléfono sin acabar de decidirse. Mrs. McCrae tenía unas ideas fijas en cuanto al teléfono. Lo utilizaba y admitía sus ventajas, pero no acababa de gustarle. Hacía por teléfono algunas de sus compras, aunque prefería por encima de todo ir personalmente a las tiendas, debido a la muy popular creencia de que si no se ve lo que se compra, el tendero intentará aprovecharse. En cualquier caso, los teléfonos eran útiles para los asuntos domésticos. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, llamaba a sus amigos o familiares que vivían en el vecindario. Hacer una llamada que no fuera local, o a Londres, la trastornaba muchísimo. Lo consideraba como un vergonzoso despilfarro. No obstante, comenzó a meditar sobre el problema de usar el teléfono.

Finalmente, cuando amaneció otro día sin tener noticias del canónigo, decidió actuar. Sabía que el padre Pennyfather se alojaba en el hotel Bertram's. Un lugar bonito y respetable. Podía llamar y hacer algunas averiguaciones. Probablemente sabrían dónde estaba el canónigo. No era un hotel cualquiera. Pediría hablar con miss Gorringe, una mujer sensata y eficiente. Claro que quedaba la posibilidad de que el canónigo regresara con el tren de las 12.30. En ese caso aparecería en cualquier momento.

Pero pasaron los minutos y el canónigo no apareció. Mr. McCrae inspiró con fuerza, se armó de valor y pidió una llamada a Londres. Esperó, mordiéndose el labio y con el auricular pegado a la oreja.

—Hotel Bertram's a su servicio.

—Por favor, deseo hablar con Miss Gorringe.

—Un momento. ¿Quién le llama?

—Soy el ama de llaves del padre Pennyfather. Mrs. McCrae.

—Un momento, por favor.

En menos de un minuto, se oyó la voz tranquila de miss Gorringe.

—Soy miss Gorringe. ¿Dice usted que es el ama de llaves del padre Pennyfather?

—Así. Soy Mrs. McCrae.

—Ah, sí, desde luego. ¿Qué puedo hacer por usted, Mrs. McCrae?

—¿El padre Pennyfather continúa alojado en el hotel?

—Me alegro de que haya llamado. Estábamos un poco preocupados porque no sabíamos muy bien qué hacer.

—¿Quiere usted decir que le ha ocurrido algo al padre Pennyfather? ¿Ha sufrido un accidente?

—No, no, nada de eso. Pero esperábamos su regreso de Lucerna el viernes o el sábado.

—Sí, es correcto.

—Pues no regresó. Claro que eso no tiene nada de sorprendente. Tenía alquilada la habitación, quiero decir que la tenía alquilada hasta ayer. Sin embargo, ayer no se presentó ni mandó aviso y sus cosas siguen aquí, la mayor parte de su equipaje. No tenemos muy claro qué hacer con las maletas. Desde luego —se apresuró a añadir miss Gorringe—, sabemos que el padre Pennyfather es a veces un tanto olvidadizo.

—¡Ya lo puede decir!

—Eso nos plantea una pequeña dificultad. Estamos al completo. Su habitación ya está reservada para otro huésped. —Miss Gorringe hizo una breve pausa—. ¿Usted no tiene idea de dónde puede estar?

—¡Ese hombre puede estar en cualquier parte! —replicó Mrs. McCrae con un tono de amargura—. Bien, muchas gracias por su ayuda, miss Gorringe.

—Si hay algo más que pueda hacer... —sugirió la recepcionista con un tono amable.

—Yo diría que no tardaré en tener noticias. —Mrs. McCrae volvió a darles las gracias y colgó.

Permaneció sentada junto al teléfono con expresión intranquila. No temía por la seguridad personal del padre. Si le hubiera ocurrido cualquier accidente ya se lo habrían comunicado, estaba completamente segura. En general, el canónigo no era una persona proclive a los accidentes. Era lo que Mrs. McCrae llamaba «un cabeza de chorlito», y los cabeza de chorlito parecían estar protegidos por una divinidad aparte. Sin preocuparse por lo que hacían, eran capaces de sobrevivir a una estampida de elefantes. No, le resultaba imposible imaginarse al padre Pennyfather tendido en alguna cama de hospital. Se encontraba en algún lugar, la mar de tranquilo y feliz, disfrutando de la compañía de éste o aquel amigo. Quizá todavía continuaba en el extranjero. El problema era que el archidiácono Simmons llegaba esta tarde, y esperaría encontrar a su amigo para darle la bienvenida. No podía avisar al archidiácono porque no sabía su paradero. Todo era muy difícil, pero, como siempre ocurre en la mayoría de las dificultades, también había un lado brillante. En este caso, el lado brillante era el propio archidiácono. Simmons sabría qué hacer. Dejaría el problema en sus manos.

El archidiácono era el lado opuesto de su empleador. Sabía adonde iba, qué hacía y siempre tenía el convencimiento absoluto de saber qué hacer en cada momento y cómo hacerlo. Un clérigo cargado de confianza. El archidiácono Simmons, cuando arribó, se enfrentó a las explicaciones, disculpas y preocupaciones de Mrs. McCrae con toda entereza. No mostró la menor señal de alarma.

—Vamos, no se preocupe usted más, Mrs. McCrae —manifestó con su habitual estilo risueño, mientras se sentaba dispuesto a disfrutar de la cena que la mujer le había preparado—. Ya verá cómo encontraremos al desmemoriado. ¿Alguna vez le contaron aquella anécdota de Chesterton, ya sabe, G. K. Chesterton, el escritor? Le envió un telegrama a su esposa cuando se marchó en una gira de conferencias. «Estoy en la estación de Crewe. ¿Dónde tenía que estar?»

Se echó a reír. Mrs. McCrae mostró una sonrisa de compromiso. No le pareció una anécdota muy graciosa porque era precisamente lo que el padre Pennyfather podía haber hecho.

—¡Ah! —exclamó el archidiácono—, unas excelentes chuletas de ternera. Es usted una cocinera maravillosa, Mrs. McCrae. Espero que mi viejo amigo sepa apreciarla en lo que vale.

A las chuletas le siguió un pudín con salsa de arándanos que el ama de llaves recordaba como uno de los postres favoritos del archidiácono, y ahora el buen hombre se aplicaba con diligencia a rastrear al amigo perdido. Utilizaba el teléfono con un vigor y una despreocupación tan absoluta por el gasto, que Mrs. McCrae no las tenía todas consigo, aunque tampoco podía desaprobarlo porque, en definitiva, lo que se trataba era de encontrar a su patrón.

Después de intentar primero, como era lógico, con la hermana de Pennyfather, quien se interesaba muy poco por las ideas y venidas de su hermano y, como de costumbre, no tenía ni la menor idea de dónde estaba o podía estar, el archidiácono extendió sus redes un poco más. Volvió a llamar al hotel Bertram's y consiguió todos los detalles posibles. Al padre se le había visto salir a última hora de la tarde con una bolsa de viaje, pero el resto de su equipaje se había quedado en la habitación que había tenido la prudencia de reservar. Había mencionado que se marchaba a un congreso en Lucerna. No había ido directamente del hotel al aeropuerto. El portero, que le conocía bastante bien de vista, le había dicho al chófer del taxi, tal como le había indicado el clérigo, que llevara a su pasajero al club Athenaeum. Aquella había sido la última vez que alguien del hotel Bertram's había visto al padre Pennyfather. Ah, sí, un pequeño detalle. Se había olvidado de dejar la llave en la recepción. No era la primera vez que se llevaba la llave.

El archidiácono dedicó unos minutos a la reflexión antes de enfrentarse a la próxima llamada. Podía llamar a la oficina de la compañía aérea en Londres. Eso sin duda requeriría algún tiempo, pero pensó en un atajo. Llamó al Dr. Weissgarten, un muy reputado erudito hebreo quien seguramente habría asistido al congreso.

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