En El Hotel Bertram (12 page)

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Authors: Agatha Christie

El Dr. Weissgarten estaba en casa. En cuanto se enteró de quién era su interlocutor, se embarcó en una interminable parrafada donde abundaban las más acerbas críticas a dos trabajos leídos en el congreso de Lucerna.

—Ese tipo Hogarow es un charlatán —afirmó—. ¡No sé cómo se las apaña para que no lo desenmascaren! Tiene de erudito lo que yo de monje. ¿Sabe usted lo que llegó a decir?

El archidiácono exhaló un suspiro y se vio en la obligación de mostrarse firme. De lo contrario existía la casi seguridad de que tuviera que pasar el resto de la velada escuchando las críticas sobre los colegas presentes en el congreso de Lucerna. Aunque le costó Dios y ayuda, consiguió que el Dr. Weissgarten se centrara en temas más personales.

—¿Pennyfather? ¿Pennyfather? Tendría que haber estado allí. No me puedo explicar por qué no estuvo. Dijo que estaría. Me lo dijo una semana antes del congreso cuando nos encontramos en el Athenaeum.

—¿Quiere decir que no asistió al congreso?

—Eso es precisamente lo que acabó de decir. Tendría que haber estado allí.

—¿Sabe usted por qué no asistió? ¿Envió una disculpa?

—¿Cómo puedo saberlo? Desde luego dijo que estaría allí. Sí, ahora lo recuerdo. Le esperaban. Varias personas comentaron su ausencia. Creyeron que había pillado un resfriado o algo parecido. Un tiempo muy traicionero.

Estaba a punto de reanudar las críticas, pero el archidiácono se le anticipó y dio por acabada la comunicación.

Ahora tenía un hecho concreto, pero se trataba de un hecho que por primera vez despertó en él una cierta inquietud. El padre Pennyfather no había asistido al congreso de Lucerna. Había tenido toda la intención de participar en el congreso. A Simmons le pareció algo muy extraordinario que no se hubiera presentado. Por supuesto, quizá se había equivocado de avión, aunque en general la compañía B.E.A. vigilaba a sus pasajeros y hacía todo lo posible para que no se produjeran ese tipo de confusiones. ¿Era posible que Pennyfather se olvidara de la fecha en que debía viajar al congreso? Admitió que siempre era posible, pero en ese caso, ¿dónde había ido?

Esta vez llamó a la terminal aérea. Eso le supuso tener que esperar muchos minutos y que le pasaran de departamento en departamento. Al fin, consiguió un hecho concluyente. El padre figuraba en la lista de pasajeros del avión a Lucerna del día 18, a las 21.40, pero no había subido al avión.

—Ya estamos mucho más cerca —le comentó a Mrs. McCrae que no dejaba de rondar por la habitación—. Déjeme pensar. ¿A quién tengo que telefonear ahora?

—Todos estas llamadas costarán un dineral —se lamentó el ama de llaves.

—Mucho me temo que tiene usted razón. Pero hemos conseguido seguirle el rastro —la consoló el archidiácono—. Ya no es un hombre muy joven.

—Ay, señor, no creerá usted que le pueda haber ocurrido algo grave, ¿verdad?

—Confío en que no. No lo creo porque, en caso contrario, ya le hubieran avisado. Siempre lleva una identificación, ¿no es así?

—Desde luego, señor. Siempre lleva sus tarjetas, y también cartas y no sé cuantas cosas más en la cartera.

—Por lo tanto, no creo que ahora se encuentre en algún hospital. Déjeme ver. Cuando salió del hotel, cogió un taxi para ir al Athenaeum. Los llamaré.

Allí consiguió una información definitiva. El padre Pennyfather, un personaje muy conocido en la entidad, había cenado allí a las 7.30 de la tarde del día 19. Fue entonces cuando el archidiácono cayó en la cuenta de algo que hasta el momento había pasado por alto. El billete de avión era para el día 18, pero el padre se había marchado del hotel Bertram's diciendo que iba al congreso de Lucerna, el día 19. Las piezas comenzaban a encajar. «Será tonto» pensó el archidiácono, aunque tuvo mucho cuidado de no decirlo delante de Mrs. McCrae. «Se confundió de fechas. El congreso era el 19, de eso estoy seguro. Debió creer que se marchaba el día 18. Se equivocó de día.»

Repasó cuidadosamente los pasos siguientes. El padre llegó al Athenaeum, cenó y después se fue a la terminal aérea de Kensington. Allí, sin ninguna duda, le habían hecho ver que su vuelo era para el día anterior, y él habría descubierto que el congreso al que debía asistir ya había concluido.

«Eso es lo que ocurrió, estoy seguro» se dijo. Después se lo explicó a Mrs. McCrae, quien se mostró de acuerdo.

—¿Qué haría después? —preguntó Simmons.

—Regresar al hotel —señaló el ama de llaves.

—Quizá vendría directamente aquí, quiero decir que iría directamente a la estación.

—No si tenía el equipaje en el hotel. En cualquier caso, hubiera llamado para que se lo enviaran.

—Muy cierto. De acuerdo, vamos a suponer que actuó de la siguiente manera. Salió de la terminal aérea con la bolsa de viaje y regresó al hotel, o por lo menos salió con esa intención. Quizá decidió comer algo. No, ya había cenado en el Athenaeum. Muy bien, regresó al hotel, pero nunca llegó allí. —Hizo una pausa y, después de unos momentos, preguntó con un tono de duda—: ¿O sí que llegó? Nadie parece haberle visto allí. Por lo tanto, ¿qué le pasó en el camino?

—Quizás encontró a alguien —propuso Mrs. McCrae sin mucho convencimiento.

—Sí. Eso es algo perfectamente posible. Algún viejo amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo. Pudo haberse ido al hotel o a la casa de su amigo, pero no parece lógico que se quedara allí tres días, ¿verdad? No es posible que no recordara durante tres días que se había dejado el equipaje en el hotel. Hubiera llamado para que se lo enviaran o, si no, si se había olvidado completamente del equipaje, hubiera regresado directamente aquí. Tres días de silencio. Eso es lo que resulta inexplicable.

—Si tuvo un accidente...

—Sí, Mrs. McCrae, desde luego que es una posibilidad. Podemos llamar a los hospitales. ¿Dice usted que llevaba tarjetas y otros papeles que podían identificarlo? Hum, creo que sólo nos queda una cosa por hacer.

Mr. McCrae le miró con aprensión.

—Creo —señaló el archidiácono amablemente— que debemos llamar a la policía.

Capítulo XII

Miss Marple no encontró dificultad alguna para disfrutar de su estancia en Londres. Hizo un montón de cosas que no había tenido tiempo de hacer en las anteriores breves visitas a la capital. Lamentablemente, se debe dejar constancia de que no disfrutó de ninguna de la amplia variedad de actividades culturales que se le ofrecían. No visitó ni un solo museo o galería de arte. La idea de asistir a un pase de modelos ni siquiera se le pasó por la cabeza. Lo que hizo fue visitar las secciones de porcelana y cristalería de los grandes almacenes, además de las secciones de ropa blanca y de tapicería. Después de gastar lo que consideraba una suma razonable en estas inversiones domésticas, se dedicó a realizar diversas excursiones por su cuenta.

Fue a lugares y tiendas que recordaba de sus tiempos de juventud, algunas veces sólo impulsada por la curiosidad de comprobar si todavía estaban allí. No era una ocupación para la que hubiera tenido tiempo antes, y le resultó la mar de placentera. Acostumbraba a salir después de una breve siesta y, tras evitar la atenciones del portero que parecía imbuido de la firme creencia de que las señoras de su edad siempre debían viajar en taxi, caminaba hasta la parada del autobús o hasta la estación del Metro. Había comprado una pequeña guía de autobuses donde aparecían las rutas y un plano del Metro, lo que le permitía organizar sus excursiones con todo cuidado. Cualquier tarde se la podía ver caminando alegremente por Onslow Square o Evelyn Gardens mientras murmuraba suavemente: «Sí, aquella era la casa de Mrs. Van Dylan. Desde luego que ahora está muy cambiada. La han rehabilitado. Vaya, veo que tiene cuatro timbres. Supongo que corresponderán a cuatro apartamentos. Esta plaza siempre fue un lugar muy elegante.»

Un tanto avergonzada, hizo una visita al museo de cera de Madame Tussaud, un encantador recuerdo de su infancia. En Westbourne Grove, buscó en vano la peletería Bradley's. La tía Helen siempre había ido a Bradley's cuando se trataba de su abrigo de piel de foca.

Mirar escaparates no le interesaba gran cosa, pero sí que se divirtió muchísimo comprando patrones de bordados, nuevos tipos de lana y cosas por el estilo. Realizó una excursión especial a Richmond para ver la casa donde había vivido su tío abuelo Thomas, el almirante retirado. La elegante plazoleta continuaba allí, pero una vez más todas y cada una de las casas parecían convertidas en edificios de pisos. Mucho más doloroso le resultó ver la casa de Lowndes Square donde una prima lejana, lady Merridew, había vivido con cierto lujo. En este lugar se levantaba ahora un enorme rascacielos de diseño ultramoderno. Miss Marple sacudió la cabeza con expresión apenada y se dijo a sí misma con firmeza: «Es el inevitable avance del progreso. Aunque estoy segura de que si la prima Ethel levantara la cabeza, se removería en su tumba.»

Fue una tarde en la que hacía un tiempo espléndido cuando miss Marple se subió a un autobús que la llevó a través del Battersea Bridge. Iba a combinar el doble placer de disfrutar de una visita sentimental a las Princess Terrace Mansions, donde había vivido una vieja gobernanta, y de visitar Battersea Park. La primera parte de su recorrido acabó en un fracaso. La antigua casa de miss Ledbury había desaparecido sin dejar rastro y, en su lugar, habla una resplandeciente mole de cemento. Miss Marple encaminó sus pasos hacia Battersea Park. Siempre había sido una buena andarina, pero debía admitir que en la actualidad su resistencia física había mermado bastante. Media milla era más que suficiente para cansarla. Consideró que le quedaban fuerzas para atravesar el parque, llegar a Chelsea Bridge y allí coger un autobús, pero sus pasos se hicieron cada vez más lentos, y se alegró al descubrir un pequeño quiosco donde servían té ubicado junto al lago.

El local estaba abierto, a pesar de que ya estaba bien avanzado el otoño. No había muchos parroquianos, unas cuantas madres con sus críos y unas pocas parejas de jóvenes enamorados. Miss Marple cogió una bandeja y pidió un té y un par de pastas. Llevó la bandeja cuidadosamente hasta una de las mesas y se sentó. Agradeció el té como agua de mayo. Cargado y bien caliente. Reconfortada, echó una ojeada a la concurrencia y se detuvo bruscamente mientras se erguía en la silla. ¡Vaya, ésta sí que era toda una coincidencia, muy extraña por cierto! Primero el economato del Ejército y la Marina, y ahora aquí. ¡Estas personas elegían unos lugares muy curiosos para citarse! ¡Un momento! Estaba cometiendo un error. Miss Marple sacó otro par de gafas con cristales de mayor graduación y se las puso. Sí, se había equivocado. Desde luego, había cierto parecido. El largo y lacio pelo rubio, pero ésta no era Bess Sedgwick. Era alguien mucho más joven. ¡Por supuesto! ¡Se trataba de aquella joven! La muchacha que había llegado al hotel Bertram’s acompañada por el amigo de lady Selina Hazy, el coronel Luscombe. Pero el hombre era el mismo que había estado comiendo con lady Sedgwick en el restaurante del economato. No había ninguna duda, aquel rostro apuesto y afilado como el de un ave de presa, la misma delgadez, la misma dureza y, sí, la misma poderosa atracción viril.

«¡Malo!» se dijo miss Marple. «¡Malo hasta la médula! ¡Cruel! ¡Sin escrúpulos! Esto no me gusta nada. Primero la madre, ahora la hija. ¿Qué significa todo esto?»

Miss Marple estaba segura de que no significaba nada bueno. Casi nunca le concedía a nadie el beneficio de la duda; invariablemente pensaba lo peor, y nueve de cada diez veces acertaba. Por lo tanto, consideraba que estaba en su perfecto derecho a hacerlo. Este encuentro, lo mismo que el anterior, eran citas más o menos secretas. Se fijó ahora en la manera en que los jóvenes se inclinaban sobre la mesa hasta que sus cabezas casi se tocaban y en el apasionamiento de la conversación. El rostro de la muchacha —miss Marple se quitó las gafas un momento, limpió los cristales cuidadosamente y volvió a ponérselas— expresaba su enamoramiento. Sí, la chica estaba enamorada, con la pasión que sólo los jóvenes pueden experimentar. ¿Cómo permitían sus tutores que anduviera sola por Londres y tuviera encuentros clandestinos en Battersea Park, una muchacha bien educada como ella? Sin duda, demasiado bien educada. Sus tutores probablemente creían que estaría en alguna otra parte. La joven sabría contar mentiras.

En el camino hacia la salida, miss Marple pasó junto a la mesa donde se encontraban los dos jóvenes. Lo hizo lo más lentamente posible y procurando no llamar la atención. Por desgracia, hablaban en voz tan baja que no consiguió oír ni una sola palabra de lo que decían. El hombre hablaba y la muchacha le escuchaba con una expresión en la que se mezclaban el arrobamiento y el temor. «¿Estarán planeando una fuga?» se preguntó miss Marple. La joven todavía era menor de edad.

Miss Marple abandonó el parque por una de las puertas que daba a una calle lateral. Había una hilera de coches aparcados y la anciana se detuvo junto a uno de los vehículos. No sabía gran cosa de coches, pero uno como éste no era algo que se viera con frecuencia y, por lo tanto, recordaba haberlo visto antes. Había obtenido la información sobre estos modelos de uno de sus sobrinos nietos que era un entusiasta del automovilismo. Se trataba de un coche deportivo. Una marca extranjera, ahora no recordaba el nombre. No sólo eso, sino que además había visto este coche, o uno idéntico, precisamente ayer en una callejuela muy próxima al hotel Bertram's. Se había fijado en el vehículo no sólo por su tamaño y su aspecto que llamaba la atención, sino también porque la matrícula le había provocado un vago recuerdo. FAN 2266. Le hacía pensar en su prima Fanny Godfrey. La pobre Fanny que tartamudeaba.

Se acercó un poco más y miró la matrícula del coche. Sí, tenía razón: FAN 2266. Era el mismo coche. Miss Marple, caminando muy lentamente porque cada paso le representaba un gran esfuerzo, ensimismada en sus pensamientos, cruzó Chelsea Bridge. Una vez allí, decidió que no podía esperar el autobús y paró el primer taxi. Se sentía muy preocupada porque le agobiaba la sensación de que debía hacer algo. Pero ¿qué era y qué debía hacer? Todo era tan vago. Se fijó con mirada ausente en los carteles de un quiosco de prensa.

«¡Nuevos detalles del asalto al tren!» decía uno. «¡La declaración del maquinista!» proclamaba otro. Vaya, se dijo miss Marple, no pasa día sin que asalten un tren, atraquen un banco o roben un camión blindado.

Evidentemente, el crimen se superaba a sí mismo.

Capítulo XIII

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