En El Hotel Bertram (16 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Taxi, señor?

El Abuelo le miró de arriba a abajo.

Poco más de un metro ochenta. Bien parecido. Un poco dejado. Ex soldado. Muchas medallas, probablemente auténticas. ¿Un poco truhán? Bebedor.

—¿Ex soldado?

—Sí, señor. Guardia irlandesa.

—Veo que lleva la medalla militar. ¿Dónde la consiguió?

—En Birmania.

—¿Cómo se llama?

—Michael Gorman. Sargento.

—¿Le gusta este trabajo?

—Es un lugar tranquilo.

—¿No preferiría el Hilton?

—No me gustaría. Me gusta éste. Aquí viene gente muy agradable y muchos caballeros aficionados a las carreras que van a Newbury y Ascot. A veces me dan el nombre de un ganador.

—Así que irlandés y jugador, ¿no es así?

—¿Qué sería la vida sin el juego?

—Tranquila y aburrida —afirmó Davy—. Como la mía.

—¿Es así, señor?

—¿Sabe cuál es mi profesión?

El irlandés sonrió.

—Sin intención de ofenderle, pero si me permite adivinar diría que es un poli.

—Acertó a la primera —le felicitó el Abuelo—. ¿Recuerda al padre Pennyfather?

—¿El padre Pennyfather? Creo que no recuerdo ese nombre.

—Un clérigo ya mayor.

Michael Gorman se echó a reír.

—Eh, un momento, si aquí hay algo que abunda son los clérigos. Los hay de todas las clases y tamaños.

—Me refiero al que desapareció de aquí.

—¡Ah, ése! —El portero pareció un tanto sorprendido.

—¿Le conocía?

—No le recordaría si no fuese por las personas que no dejan de preguntarme por el buen hombre. Lo único que sé es que lo metí en un taxi y se fue al club Athenaeum. Fue la última vez que le vi. Alguien me dijo que se había marchado a Suiza, pero también he oído que nunca llegó allí. Al parecer, se perdió.

—¿Le volvió a ver a alguna otra hora de aquel día?

—¿Más tarde? No.

—¿A qué hora termina usted su jornada?

—A las once y media.

El inspector jefe Davy asintió, rechazó la oferta de un taxi y se alejó a paso lento por Pond Street. Un coche le adelantó a gran velocidad, casi rozando el bordillo y frenó, con un tremendo chirrido de los neumáticos, delante mismo del Bertram's. El Abuelo giró la cabeza para fijarse en el número de la matrícula: FAN 2266. El número le recordaba alguna cosa, pero era algo tan vago que no podía precisarlo.

Sin prisas, volvió sobre sus pasos. No había llegado todavía a la entrada cuando el conductor del coche, que había entrado en el hotel sólo un par de minutos antes, volvió a salir. El coche y él encajaban a la perfección. Se trataba de un modelo deportivo, blanco y de líneas estilizadas. El joven también tenía el aspecto de un galgo, con un rostro apuesto y un cuerpo que era todo músculo y nervio.

El portero le abrió la puerta del coche. El joven se montó de un salto, le arrojó una moneda al portero y arrancó con un poderoso rugido del motor.

—¿Sabe usted quién es? —le preguntó Michael Gorman al Abuelo.

—No, pero sin duda es un conductor temerario.

—Ladislaus Malinowski. Ganó el Gran Premio hace dos años. Campeón mundial de automovilismo. El año pasado sufrió un gravísimo accidente. Dicen que ya está recuperado del todo.

—No me diga que se aloja en el Bertram's. No pega ni con cola en ese ambiente.

Michael Gorman sonrió al escuchar el comentario.

—No, no se aloja aquí. Pero sí una amiga suya. —Le guiñó un ojo al Abuelo.

Un mozo con un delantal a rayas salió del hotel cargado con las lujosas maletas de unos turistas norteamericanos.

El inspector permaneció en la acera contemplando con mirada ausente como cargaban las maletas en un Daimler de alquiler mientras intentaba recordar lo que sabía sobre Ladislaus Malinowski. Un tipo temerario que tenía relaciones con una mujer muy conocida. ¿Cómo se llamaba? Continuaba mirando las maletas y estaba a punto de marcharse, cuando cambió de idea y volvió a entrar en el hotel.

Se acercó a la recepción y le pidió a miss Gorringe el registro de huéspedes. La mujer estaba ocupada con unos norteamericanos que se marchaban y se limitó a acercarle el libro. El Abuelo comenzó a pasar páginas:

Lady Selina Hazy, Little Cottage, Merryfield, Hants.

Mr. y Mrs. Hennessey King, Elderberries, Essex.

Sir John Woodstock, 5 Beaumont Crescent, Cheltenham.

Lady Bess Sedgwick, Hurstings House, Northumberland.

Mr. y Mrs. Elmer Cabot, Connecticut.

General Radley, 14, The Green, Chichester.

Mr. y Mrs. Woolmer Pickington, Marble Head, Connecticut.

La comtesse de Beauville, Les Sapins, St. Germain en Laye.

Miss Jane Marple, St. Mary Mead, Much Benham.

Coronel Luscombe, Little Green, Suffolk.

Mrs. Carpenter y miss Elvira Blake.

Padre Pennyfather, The Close, Chadminster.

Mr. y Mrs. Holding, miss Audrey Holding, The Manor House, Carmanton.

Mr. y Mrs. Ryesville, Valley Forge, Pensilvania.

El duque de Barnstable, Doone Castle, North Devon.

Una muestra de la clase de gente que se alojaba en el hotel Bertram's. Le pareció que formaban algo parecido a un patrón determinado.

Mientras cerraba el libro, un nombre escrito en una de las primeras páginas le llamó la atención. Sir William Ludgrove. El juez Ludgrove había sido reconocido por un agente cerca de la escena de un atraco a un banco. El juez Ludgrove, el padre Pennyfather, los dos eran clientes del Bertram's.

—Espero que haya disfrutado del té, señor. —Era Henry que había aparecido junto al inspector. Hablaba cortésmente y con la leve ansiedad del perfecto anfitrión.

—El mejor que he tomado en años.

Recordó que no lo había pagado. Intentó hacerlo, pero Henry se lo impidió con un gesto.

—De ninguna manera, señor. Me han dicho que es una invitación de la casa. Orden de Mr. Humfries.

Henry se marchó. El Abuelo se quedó con la duda sobre si debía haberle ofrecido o no una propina. Le molestó un poco reconocer que Henry sabía mucho mejor que él la respuesta a este pequeño problema social.

Mientras caminaba por la calle, se detuvo bruscamente. Sacó la libreta del bolsillo y buscó un nombre y una dirección. No había tiempo que perder. Entró en la primera cabina de teléfono que encontró. Iba a jugarse el cuello. Le daba lo mismo lo que pudiera pasarle. Se lo jugaría todo a una carta.

Capítulo XVI

Al padre Pennyfather le preocupaba el armario. Le había preocupado antes cuando todavía no estaba despierto del todo. Después lo olvidó y se volvió a dormir. Sin embargo, en el momento de volver a abrir los ojos, el armario continuaba en el lugar equivocado. Estaba acostado sobre el lado izquierdo de cara a la ventana, y el armario tendría que haber estado entre él y la ventana de la pared de la izquierda. Pero no era así. Estaba a la derecha. Le preocupaba. Le preocupaba hasta el extremo de sentirse agotado. Era consciente de que tenía un tremendo dolor de cabeza y, por si eso fuera poco, estaba el problema del armario en el sitio equivocado. En ese momento, se quedó dormido.

Había un poco más de luz la siguiente vez que se despertó. Todavía no era de día. Sólo la pálida luz del amanecer. «¡Vaya, sí que soy idiota!» se dijo el padre cuando encontró sin más la solución del acertijo. «Claro, no estoy en mi casa.»

Se movió con precaución. No, ésta no era su cama. No se encontraba en su casa. Estaba en... ¿dónde estaba? Ah, sí, por supuesto. Había viajado a Londres, ¿no? Se encontraba en el hotel Bertram's. No, no podía ser. No se encontraba en el Bertram's porque allí la cama miraba a la ventana. Así que tampoco había acertado en su suposición.

«Dios mío, ¿dónde estoy?» se preguntó.

Entonces recordó que debía viajar a Lucerna. «Ya lo tengo. Estoy en Lucerna». Comenzó a pensar en la ponencia que iba a leer. No pudo pensar mucho. Pensar en la ponencia parecía aumentar el dolor de cabeza, así que se durmió una vez más.

La siguiente vez que se despertó tenía la cabeza mucho más despejada. También había mucha más luz en la habitación. No estaba en su casa, no estaba en el hotel Bertram's y tenía casi la plena certeza de que no se encontraba en Lucerna. Ésta no era la habitación de un hotel. La observó con atención. Era un cuarto completamente desconocido con muy poco mobiliario. Una alacena (que él había confundido con un armario) y una ventana con cortinas estampadas que permitían el paso de la luz. Una silla, una mesa y una cómoda. No había nada más aparte de la cama.

«Esto sí que es de lo más extraño», se dijo el clérigo. «¿Dónde estoy?»

Decidió levantarse e investigar, pero en cuanto se sentó en la cama, reapareció el dolor de cabeza, así que volvió a tenderse.

«Debo de haber estado enfermo» pensó. «Sí, está claro que he estado enfermo». Reflexionó sobre la cuestión durante un par de minutos y después se dijo: «En honor a la verdad, creo que todavía lo estoy. ¿Será la gripe? La gente dice que la gripe te ataca de golpe. Quizá la pillé mientras cenaba en el Athenaeum». Sí, ahí estaba la explicación. Recordaba haber cenado en el club.

Oyó los sonidos de alguien que se movía en la casa. Tal vez le habían trasladado a una clínica. No, esto no podía tratarse de una clínica. A medida que aumentaba la luz, resultó evidente que se trataba de una habitación pequeña y pobremente amueblada. Continuaron los sonidos. Una voz gritó: «Adiós, querido. Esta noche cenaremos salchichas y puré.»

El padre Pennyfather consideró el tema. Salchichas con puré. Las palabras le parecieron muy agradables.

«Creo que estoy hambriento.»

Se abrió la puerta. Una mujer de mediana edad entró en la habitación, se acercó a la ventana, descorrió un poco las cortinas y se volvió hacia la cama.

—Ah, veo que está usted despierto —exclamó—. ¿Cómo se encuentra?

—La verdad —respondió el canónigo— es que no estoy muy seguro.

—No, supongo que no. Ha estado usted bastante mal. Algo le dio un golpe bastante desagradable. Eso dijo el médico. ¡Esos automovilistas! Te atropellan y ni siquiera detienen el coche.

—¿Tuve un accidente? ¿Un accidente de coche?

—Así es. Lo encontramos tendido en el arcén cuando volvíamos a casa. Al principio, creímos que estaba usted borracho. —La mujer rió amablemente al recordar el episodio—. Entonces mi marido dijo que lo mejor sería echarle una mirada. Podía tratarse de un accidente. No se notaba olor a bebida ni nada parecido. Tampoco se veía sangre o algo así. La cuestión es que allí estaba usted, tumbado como un tronco. Así que mi marido dijo: «No podemos dejarlo tendido en la carretera», así que él lo trajo aquí.

—Vaya. —El padre Pennyfather se sintió un tanto conmovido por estas revelaciones—. Un buen samaritano.

—Después, cuando vio que era usted un clérigo, mi marido dijo: «es un tipo muy respetable». Luego dijo que era mejor no llamar a la policía porque, siendo un clérigo y todo eso, quizá se molestaría, porque podía tratarse de una borrachera, aunque no hubiera olor a bebida. Así que se nos ocurrió llamar al Dr. Stokes para que viniera y le echara una mirada. Todavía le llamamos Dr. Stokes, aunque no puede ejercer. Es un hombre muy agradable, un poco amargado, por supuesto, porque le retiraron la licencia. Todo por culpa de su buen corazón. Ayudaba a muchas chicas a salir de una situación apurada. La cuestión es que es muy buen médico, así que le llamamos para que viniera a echarle una mirada. Dijo que no tenía usted nada grave, sólo una ligera conmoción. Lo único que debíamos hacer era tenerlo acostado en una habitación a oscuras y en silencio. «Pero cuidado que no les estoy dando una opinión ni nada parecido. Esto es algo completamente extraoficial. No tengo derecho a recetar o a hacer un diagnóstico. De acuerdo con la ley, tendrían que llamar ustedes a la policía, pero, si no quieren hacerlo, ¿quién puede impedírselo? Denle al pobre vejete una oportunidad», eso fue lo que dijo. Perdone si le parece que le falto al respeto. El doctor es un tipo áspero y no tiene pelos en la lengua. Ahora que parece sentirse mejor, ¿qué le parece si le sirvo un plato de sopa o un vaso de leche caliente con pan?

—Cualquiera de las dos cosas —manifestó el clérigo con voz débil— será bien recibida.

Se arrellanó en la almohada. ¿Un accidente? Así que esa era la explicación. ¡Un accidente y él no recordaba nada en absoluto! Al cabo de unos pocos minutos, la buena mujer volvió con una bandeja donde había un bol humeante.

—Se sentirá mejor después de comer algo. Le hubiera echado unas gotas de brandy o whisky, pero el doctor dijo que no podía probar ninguna bebida.

—Por supuesto que no —afirmó Pennyfather—, cuando se trata de una conmoción. No, sería muy poco aconsejable.

—Le pondré otra almohada detrás de la espaldas. Ya está. ¿Qué tal, cariñito?

El clérigo se sorprendió ligeramente al escuchar que le trataban de «cariñito». Se dijo a sí mismo que era con buena intención.

—Seguro que está comodísimo —añadió la mujer.

—Muy cómodo, gracias, pero ¿dónde estamos? Quiero decir, ¿dónde estoy? ¿Dónde está este lugar?

—Milton St. John. ¿No lo sabía?

—¿Milton St. John? —Pennyfather meneó la cabeza—. Nunca antes había escuchado este nombre.

—Bueno, no es gran cosa. Sólo un villorrio.

—Ha sido usted muy amable. ¿Podría decirme su nombre?

—Mrs. Wheeling. Emma Wheeling.

—Es usted muy amable, Mrs. Wheeling. Pero en lo que se refiere al accidente, no recuerdo absolutamente nada.

—Ni hace falta que lo haga, amorcito. No se preocupe. Lo importante es que se sienta bien.

«Milton St. John», pensó el clérigo asombrado. «El nombre me resulta totalmente desconocido. ¡Qué extraordinario!»

Capítulo XVII

Sir Ronald Graves dibujó un gato en el papel secante de la carpeta. Miró la oronda figura del inspector jefe Davy que tenía delante y dibujó un bulldog.

—¿Ladislaus Malinowski? Podría ser. ¿Tiene alguna prueba?

—No, pero encajaría perfectamente, ¿no le parece?

—Un demonio. Un tipo sin nervios. Ganó el campeonato del mundo. Sufrió un gravísimo accidente el año pasado. Tiene mala reputación con las mujeres. No se sabe muy bien cuáles son sus fuentes de ingresos. Gasta el dinero a manos llenas aquí y en el extranjero. Va y viene del continente. ¿Usted cree que es el hombre que está detrás de todos estos robos y atracos?

—No creo que sea el organizador, pero sí que forma parte de la banda.

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