En El Hotel Bertram (18 page)

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Authors: Agatha Christie

—Tendría que recordarlo, ¿verdad? —opinó el clérigo—. Sin embargo —añadió con un tono de disculpa—, no lo recuerdo. —Miró a los inspectores con una sonrisa amable.

—Entonces, según su declaración, no recuerda absolutamente nada después del viaje en taxi a la terminal aérea hasta que se despertó en la casa de los Wheeling en Milton St. John.

—Eso no tiene nada de particular —le aseguró Pennyfather—. Es algo que ocurre muy a menudo en casos de conmoción cerebral.

—¿Qué creyó que le había pasado cuando se despertó?

—Tenía un dolor de cabeza tan fuerte que en realidad me resultaba imposible pensar. Luego, por supuesto, comencé a preguntarme dónde estaba y Mrs. Wheeling me lo explicó además de servirme un plato de una sopa deliciosa. Me llamó «cariñito», «amor» y «pichoncito» —añadió con un ligero tono de desagrado—, pero se mostró atenta y bondadosa. Muy bondadosa.

—Mrs. Wheeling tendría que haber informado del accidente a la policía. Entonces le hubieran trasladado a un hospital para que recibiera el tratamiento adecuado —afirmó Campbell.

—La buena mujer me cuidó muy bien —afirmó el padre calurosamente, defendiendo a su protectora—, y tengo entendido que, en los casos de conmoción cerebral, se puede hacer muy poco, excepto mantener al paciente en un lugar tranquilo.

—Si recuerda usted alguna cosa más, padre Pennyfather...

El clérigo le interrumpió.

—Al parecer, he perdido cuatro días enteros de mi vida. Es muy curioso. Sí, muy curioso. No dejo de preguntarme dónde estuve y qué hice. Los médicos dicen que quizá lo recuerde en algún momento, aunque tal vez no lo recuerde nunca más, y me quede sin saber qué sucedió durante aquellos cuatro días. —Se le cerraron los párpados—. Tendrán que perdonarme, me siento muy fatigado.

—Ya es suficiente —intervino Mrs. McCrae, que se había mantenido cerca de la puerta por si era necesaria su intervención. Se acercó a los policías—. El doctor ha dicho que no se le debe preocupar —señaló con voz firme.

Los inspectores abandonaron sus asientos y caminaron hacia la puerta. Mrs. McCrae los guió hacia el vestíbulo como un perro pastor guiando al rebaño. El clérigo murmuró algo y el Abuelo, que acababa de cruzar el umbral, se volvió en el acto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó, pero Pennyfather había vuelto a cerrar los ojos.

—¿Qué cree que dijo? —le preguntó Campbell en cuanto salieron de la casa, después de rechazar la taza de té que Mrs. McCrae les ofreció sin mucho entusiasmo.

—Creo que dijo «las murallas de Jericó» —respondió el Abuelo con un tono pensativo.

—¿Qué habrá querido decir con eso?

—A mí me suena a bíblico.

—¿Cree que alguna vez llegaremos a saber cómo consiguió el viejo ir desde Cromwell Road a Milton St. John?

—No creo que nos pueda ayudar mucho aunque quisiera —afirmó el inspector Davy.

—Aquella mujer que dice que lo vio en el tren después del asalto, ¿es posible que esté en lo cierto? ¿Puede estar mezclado de alguna manera con todos estos robos? Parece imposible. Es un anciano la mar de respetable. No se puede sospechar así por las buenas que el canónigo de la catedral de Chadminster está mezclado en el asalto a un tren correo, ¿verdad?

—No —respondió el abuelo, con la misma expresión pensativa de antes—. De la misma manera que nadie se puede imaginar al juez Ludgrove implicado en el atraco a una sucursal bancaria.

El inspector Campbell miró a su superior con curiosidad.

El viaje a Chadminster concluyó con una breve e inútil entrevista con el Dr. Stokes.

El ex médico se mostró agresivo, grosero y nada dispuesto a cooperar con la policía.

—Conozco a los Wheeling desde hace mucho tiempo. Digamos que son mis vecinos. Recogieron a un viejo en la carretera. No sabían si estaba borracho perdido o enfermo. Me pidieron que le echara un vistazo. Les dije que no estaba borracho, que se trataba de una conmoción cerebral.

—¿Usted le trató?

—En absoluto. No le traté, ni le receté, y tampoco le atendí. Ya no soy médico. Lo fui una vez, pero ahora no. Les dije que lo correcto era llamar a la policía. Si lo hicieron o no, no lo sé. No es asunto mío. Ambos son un poco tontos, pero son buena gente.

—¿No se le ocurrió que usted podía avisar a la policía?

—No, ni se me pasó por la cabeza. No soy médico. No tenía absolutamente nada que ver conmigo. Como ser humano les dije que no le obligaran a beber whisky y que le mantuvieran acostado y en silencio, hasta que llegara la policía.

Dicho esto, el Dr. Stokes les miró furioso y los policías no tuvieron más remedio que marcharse.

Capítulo XIX

Mr. Hoffman era un hombre alto y fornido, que daba la impresión de haber sido tallado a partir de un tronco de teca.

Su rostro se veía tan inexpresivo que planteaba la duda sobre su capacidad de pensar o de sentir alguna emoción. Parecía algo imposible.

Sus modales eran correctísimos.

Se puso de pie, hizo una leve reverencia y extendió una mano que parecía un jamón.

—¿Inspector jefe Davy? Han pasado unos cuantos años desde que tuve el placer de conocerlo. Quizás usted no lo recuerde.

—Todo lo contrario, Mr. Hoffman. El caso del diamante Aaronberg. Usted fue uno de los testigos de la fiscalía, un magnífico testigo, si me permite decirlo. La defensa fue incapaz de intimidarle.

—No me intimido fácilmente —afirmó Mr. Hoffman gravemente.

No parecía un hombre que se dejara intimidar fácilmente.

—¿Qué puedo hacer por usted? —añadió—. Confío en que no se trate de algún problema. Siempre he procurado mantener las mejores relaciones posibles con la policía. Siento una gran admiración por su soberbia fuerza policial.

—No, no existe ningún problema. Sólo deseamos que usted nos confirme una información.

—Estaré encantado de ayudarle en todos los sentidos. Como digo, tengo la mayor estima por la policía metropolitana. Todos ustedes son unos hombres de primera. Tan íntegros, capaces y justos.

—Conseguirá que me sienta abrumado —replicó el Abuelo.

—Estoy a su disposición. ¿Qué quiere saber?

—Sólo deseo que me suministre un poco de información sobre el hotel Bertram's.

El rostro de Mr. Hoffman no mostró ningún cambio. Quizá toda su actitud fue por un momento un poco más estática que antes, pero eso fue todo.

—¿El hotel Bertram's? —Su voz reflejó un leve tono de interrogación, como si la petición del inspector le hubiera intrigado. Quizás era porque nunca había escuchado mencionar al hotel de marras, o no recordaba si conocía o no el Bertram's.

—Usted está relacionado con ese hotel, ¿no es así, señor?

Mr. Hoffman se encogió de hombros.

—Toco tantas teclas que no es sencillo recordarlas todas. Tantas empresas, demasiadas, que me mantienen muy ocupado.

—Sé que tiene usted intereses en una multitud de negocios.

—Así es. —Mr. Hoffman sonrió con una expresión impenetrable—. Usted cree que meto la mano en demasiados platos, ¿no es así?, y, en consecuencia, cree que estoy vinculado con el... ¿Bertram's?

—Yo diría algo más que una vinculación. El hecho es que usted es el propietario, ¿me equivoco? —replicó el Abuelo risueño.

Esta vez el envaramiento de Mr. Hoffman fue evidente.

—Me pregunto quién se lo ha dicho —comentó en voz baja.

—Es cierto, ¿no? —insistió el inspector con el mismo tono alegre—. Es un lugar muy agradable. Supongo que usted estará orgulloso de ser el dueño.

—Sí. Por un momento no conseguía recordarlo —sonrió humildemente—. Verá, tengo numerosas propiedades en Londres. Es bueno invertir en propiedades. Si sale algo al mercado que considero adecuado, y si existe la posibilidad de conseguirlo barato, entonces invierto.

—¿El hotel Bertram's era barato?

—En el aspecto económico estaba hundido —manifestó el empresario meneando la cabeza.

—Pues ahora se ha recuperado del todo —afirmó el Abuelo—. Precisamente estuve allí el otro día. Me impresionó mucho el ambiente. Una clientela de primera, una rehabilitación muy bien hecha, al viejo estilo. Todo muy lujoso pero con discreción.

—Personalmente sé muy poco del hotel —explicó Mr. Hoffman—. Para mí sólo es una de tantas inversiones, pero creo que está funcionando bien.

—Sí, por lo que parece tiene usted a un tipo de primera en la dirección. ¿Cómo se llama? ¿Humfries? Sí, Humfries.

—Un hombre excelente —ratificó Mr. Hoffman—. Lo dejo todo en sus manos. Miro el balance una vez al año para ver que todo esté en orden y compruebo que la cuenta de resultados sea favorable.

—El hotel está hasta el techo de títulos —comentó el Abuelo—. También muchos turistas norteamericanos ricos —Meneó la cabeza pensativo—. Una maravillosa combinación.

—Mencionó usted que estuvo por allí el otro día. ¿Espero que no haya sido por ningún asunto oficial?

—Nada serio. Sólo intentaba aclarar un pequeño misterio.

—¿Un misterio? ¿En el hotel Bertram's?

—Así parece. Creo que se podría llamar el caso del clérigo esfumado.

—Eso debe ser una broma —exclamó Mr. Hoffman—. Ése es el lenguaje de Sherlock Holmes.

—Pues este clérigo salió del hotel una noche y nunca más lo volvieron a ver.

—No deja de ser peculiar, pero esas cosas ocurren. Recuerdo que en una ocasión hace muchos, muchísimos años, hubo un caso sensacional. Un coronel, ¿cómo se llamaba...? Ferguson creo, uno de los ayudas de cámara de la reina Mary. Una noche salió de su club y nunca más volvieron a saber de su paradero.

—Por supuesto, hay muchísimas desapariciones que son voluntarias —admitió el inspector con un suspiro de resignación.

—Usted sabe mucho más que yo de esas cosas, mi querido inspector. Confío en que en el hotel Bertram's le habrán prestado la más total colaboración.

—No podrían haber sido más amables —le aseguró el Abuelo—. Miss Gorringe tuvo todo tipo de atenciones. Creo que lleva años a su servicio, ¿verdad?

—Es posible. En realidad sé muy poco de los empleados. No tengo un interés personal, ya me comprende. De hecho —mostró una sonrisa encantadora—, me sorprendió incluso que usted supiera que soy el propietario.

No alcanzaba la categoría de pregunta, pero una vez más apareció una sombra de inquietud en su mirada. El Abuelo no la pasó por alto, aunque aparentó no advertirla.

—Las ramificaciones de todo lo que se negocia en la City son como un gigantesco rompecabezas. Si yo tuviese que ocuparme de algo así no sé cómo acabaría. Tengo entendido que una compañía: la Mayfair Holding Trust o algo así, es la propietaria que aparece en el registro. Ésta a su vez es subsidiaria de otra empresa y suma y sigue. Pero al final resulta que es suyo. Así de sencillo. Tengo razón, ¿verdad?

—Yo y mis compañeros directores somos los que usted diría que estamos detrás del negocio —admitió Mr. Hoffman a regañadientes.

—Sus compañeros directores. ¿Quiénes son? Supongo que usted y su hermano.

—Mi hermano Wilhelm está asociado conmigo en esta empresa. Usted debe comprender que el Bertram’s sólo es un eslabón de una cadena de varios hoteles, oficinas, clubes y otras propiedades en Londres.

—¿Hay más directores?

—Lord Pomfret, Abel Isaacstein. —La voz de Hoffman sonaba de pronto un poco más dura—. ¿De veras necesita usted saber todas estas cosas? ¿Sólo porque está investigando el caso del clérigo esfumado?

El Abuelo meneó la cabeza y adoptó una expresión de disculpa.

—Supongo que en realidad es curiosidad. Buscar a mi clérigo esfumado fue lo que me llevó al Bertram's, pero entonces sentí un súbito interés, no sé si me comprende. A veces una cosa lleva a la otra, ¿verdad?

—Sí, supongo que a veces es así. ¿Y ahora? —El especulador volvió a sonreír—. ¿Su curiosidad está satisfecha?

—No hay nada como acudir a la fuente cuando necesitas información —afirmó el inspector con un tono risueño. Se levantó, dispuesto a marcharse—. Hay una cosa más que me gustaría saber, pero creo que no me querrá contestar.

—¿Diga, inspector? —La voz de Hoffman sonó alerta.

—¿Dónde consigue el Bertram's el personal? ¡Es fantástico! Aquel tipo... ¿cómo se llama? Henry. Uno con pinta de duque o arzobispo, no sé muy bien cuál de los dos. En cualquier caso, te sirve el té y unos muffins con un estilo impecable. Además, los muffins son algo serio. ¡Una experiencia inolvidable!

—Le gustan los muffins con mucha mantequilla, ¿me equivoco? —Mr. Hoffman observó por un momento la oronda figura del Abuelo con un aire de crítica.

—Creo que es evidente. Bien, no quiero hacerle perder más tiempo. Supongo que estará usted muy ocupado aprovechando gangas y cosas por el estilo.

—Ah, veo que le divierte fingir que no sabe nada de todos estos asuntos. No, no estoy ocupado. No permito que mis negocios me absorban demasiado tiempo. Soy un hombre de gustos sencillos. Vivo con sencillez, cultivo rosas y me reservo tiempo para mí y para mi familia a la que quiero mucho.

—Suena como algo ideal. A mí también me gustaría vivir así.

Mr. Hoffman sonrió mientras se levantaba. Le estrechó la mano al inspector.

—Espero que encuentre usted muy pronto a su clérigo esfumado.

—¡Ah! Eso está resuelto. Lamento haberme explicado mal. Ya lo encontraron. En realidad, resultó un caso bastante tonto. Lo atropelló un coche y sufrió una conmoción cerebral, así de sencillo.

El Abuelo llegó a la puerta, la abrió pero, antes de salir, formuló otra pregunta:

—Por cierto, ¿lady Sedgwick es directivo de su compañía?

—¿Lady Sedgwick? —Mr. Hoffman se tomó un momento antes de responder—: No. ¿Por qué iba a ser uno de los directivos?

—Verá, es que a veces uno oye cosas. ¿Sólo es una mera accionista?

—Sí.

—Muchas gracias, Mr. Hoffman. Adiós.

El Abuelo regresó a Scotland Yard y fue directamente al despacho del ayudante del comisionado.

—Los hermanos Hoffman son los que están detrás del hotel Bertram's. Proporcionan el respaldo financiero.

—¿Qué? ¿Esos sinvergüenzas? —exclamó sir Ronald.

—Así es.

—Se lo tenían muy callado.

—Sí, y a Robert Hoffman no le gustó nada que nosotros lo supiéramos. Le sentó como un tiro.

—¿Qué dijo?

—La conversación fue muy formal y cortés. Intentó, con mucha discreción, averiguar cómo me había enterado.

—Supongo que usted no se lo habrá dicho.

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