En El Hotel Bertram (20 page)

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Authors: Agatha Christie

—La verdad es que sí —contestó Davy con voz pausada—. Mitad francés, mitad polaco. Es un piloto de carreras muy conocido. Ganó el campeonato del mundo hace tres años. Se llama Ladislaus Malinowski. Tiene usted mucha razón en algunas de sus opiniones. Tiene muy mala reputación en lo que se refiere a las mujeres, lo que equivale a decir que no es una amistad recomendable para una muchacha. Pero no es sencillo hacer algo en estos casos. Supongo que se encuentra con él a escondidas, ¿no es así?

—Estoy casi segura.

—¿Habló usted con el tutor?

—No lo conozco. Me lo presentó una amiga común y nada más. Francamente no me parecía oportuno ir a verle con una historia de esta clase. Me pregunto si tal vez usted podría hacer algo al respecto.

—Puedo intentarlo. Por cierto, le alegrará saber que su amigo, el padre Pennyfather, ha aparecido sano y salvo.

—¡Vaya! —Miss Marple pareció animarse un poco—. ¿Dónde?

—En un villorrio llamado Milton St. John.

—Qué extraño. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo sabía?

—Aparentemente —respondió el inspector recalcando la palabra—, sufrió un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Le atropelló un coche y sufrió una conmoción cerebral. Claro que también pudieron darle con una porra en la cabeza.

—Comprendo. —La anciana meditó un momento—. ¿Él no lo sabe?

—Dice —una vez más el policía recalcó la palabra—, que no recuerda nada de nada.

—Muy curioso.

—¿Sí, verdad? Lo último que recuerda es haber viajado en un taxi hasta la terminal aérea de Kensington.

Miss Marple meneó la cabeza en una expresión de perplejidad.

—Sé que esto suele ocurrir cuando se trata de conmoción cerebral. ¿No dijo nada útil?

—Murmuró algo sobre las murallas de Jericó.

—¿Josué? —aventuró miss Marple—. ¿Arqueología? ¿Excavaciones? También recuerdo una obra de teatro antigua que interpretaba Mr. Sutro si mal no recuerdo.

—Esta semana al otro lado del Támesis, el cine Gaumont proyecta
Las murallas de Jericó
con Olga Radbourne y Bart Levinne en los papeles principales.

Miss Marple le miró con una expresión de duda.

—Cabe la posibilidad de que fuera a ese cine que precisamente está en Cromwell Road —le explicó el Abuelo—. La función acaba a las once, y bien pudo regresar aquí, aunque en ese caso alguien tendría que haberle visto porque faltaba mucho para la medianoche.

—Se equivocó de autobús —sugirió miss Marple— o algo así.

—Digamos que regresó pasada la medianoche. En ese caso, pudo subir las escaleras hasta su habitación sin que nadie lo viera. Pero, si fue así, ¿qué pasó después y por qué volvió a salir al cabo de tres horas?

Miss Marple buscó una palabra.

—La única idea que se me ocurre es... ¡oh!

Dio un respingo al oír algo que sonó como una detonación en la calle.

—El escape de un coche —la tranquilizó el inspector.

—Lamentó estar tan inquieta. Esta noche me siento muy nerviosa. Tengo la sensación...

—¿De que va a ocurrir algo? No creo que deba preocuparse.

—Nunca me ha gustado la niebla.

—Quería decirle que me ha ayudado mucho. Todas las cosas que ha observado aquí, todos los pequeños detalles, han acabado por transformarse en algo importante.

—¿Así que hay algo que anda mal en este lugar?

—Lo hay.

Miss Marple suspiró.

—Al principio me pareció maravilloso, no había cambiado en absoluto. Fue como volver al pasado, a esa parte de tu vida en la que has sido feliz y has disfrutado. —Hizo una pausa—. Pero, desde luego, en realidad no fue así. Aprendí, aunque supongo que ya lo sabía, que nunca se debe intentar volver atrás, que la esencia de la vida es seguir hacia adelante. La vida es una calle de una sola dirección, ¿no le parece?

—Algo así —asintió el Abuelo.

—Recuerdo —continuó miss Marple, desviándose del tema principal de una forma muy característica—, la vez que estuve en París con mi madre y mi abuela, y fuimos a tomar el té al hotel Elysée. Mi abuela echó una ojeada al salón y exclamó de pronto: «¡Clara, creo que soy la única mujer aquí que lleva toca!» ¡Y era verdad! Cuando regresamos a casa, empaquetó todas las tocas y las mantillas, y las envió a...

—¿A una subasta? —preguntó el Abuelo comprensivo.

—No, qué va. Nadie las hubiese querido en una subasta. Las envió a una compañía de teatro. Le estuvieron muy agradecidos. Pero veamos, ¿por dónde íbamos? —Miss Marple volvió al presente—. ¿Qué le estaba diciendo?

—Hacía una valoración de este lugar.

—Sí. Me pareció que todo estaba bien, pero no era así. Estaba todo mezclado. Personas reales con otras que no lo eran. Había momentos en que no podías distinguir unas de otras.

—¿Qué quiere decir con lo de que no eran reales?

—Había militares retirados, pero también había algunos que parecían militares, pero que nunca habían estado en el servicio. Clérigos que no eran clérigos. Almirantes y capitanes que nunca habían estado en la marina. Mi amiga, Selina Hazy, por ejemplo. Al principio me divertía ver como siempre estaba tan ansiosa de saludar a la gente que conocía, algo muy natural, por supuesto, y la cantidad de veces que se equivocaba porque no eran las personas que creía que eran. Sin embargo, ocurría con demasiada frecuencia. Eso me hizo pensar. Incluso Rose, la camarera del piso, una persona muy agradable, pero comencé a preguntarme si quizá tampoco ella era real.

—Si le interesa saberlo, es una ex actriz. Muy buena. Pero le pagan mucho más de lo que ganaba en los escenarios.

—¿Por qué?

—Sobre todo como parte del decorado. Quizás haya incluso algo más que la pura decoración.

—Me alegra saber que mañana me marcho —afirmó miss Marple, con un leve estremecimiento—. Antes de que pase algo.

El inspector Davy la miró con curiosidad.

—¿Qué espera que pase?

—Algo malo.

—Malo es un término muy amplio.

—¿Cree que es demasiado melodramático? Tengo alguna experiencia, no sé por qué, pero he estado en contacto con asesinatos con demasiada frecuencia.

—¿Asesinatos? —El policía meneó la cabeza—. En ningún momento he considerado la posibilidad de un asesinato. Sólo en la detención de una pandilla de delincuentes muy listos.

—No es lo mismo. El asesinato, el deseo de matar, es algo muy distinto. Es... ¿cómo le diría? Es un desafío a Dios.

Davy la miró y volvió a menear la cabeza, esta vez con el deseo de tranquilizarla.

—No habrá ningún asesinato.

Una detonación, mucho más fuerte que la anterior, sonó en la calle. Fue seguida por un grito y otro estampido.

El inspector jefe Davy se levantó de un salto y echó a correr con una velocidad sorprendente en un hombre de su envergadura. En unos segundos había desaparecido por la puerta giratoria y estaba en la calle.

2

Los gritos de una mujer sonaban en la niebla con una nota de terror. El Abuelo corrió por Pond Street hacia el lugar de donde provenían los gritos. Alcanzó a ver la vaga silueta de una mujer apoyada contra una barandilla. En un santiamén llegó a su lado. Vestía un abrigo largo de piel clara, y el pelo rubio y lacio le caía sobre los hombros. Por un momento, creyó que la conocía, pero entonces advirtió que sólo era una chiquilla. Tendido en la acera, a los pies de la joven, estaba el cuerpo de un hombre vestido de uniforme. El policía lo reconoció. Era Michael Gorman.

La muchacha se abrazó a Davy, temblando como una hoja y tartamudeando una explicación de lo ocurrido.

—Alguien intentó matarme... Alguien me disparó... Si no hubiese sido por él... —Señaló el cuerpo inmóvil a sus pies—. Me empujó y se puso delante de mí... Entonces sonó un segundo disparo... y se desplomó... Me salvó la vida. Creo que está malherido... muy grave.

El inspector hincó una rodilla en tierra. Encendió la linterna. El alto portero irlandés había caído como un soldado. En el lado izquierdo de la chaqueta se veía una mancha que se hacía cada vez más grande a medida que la sangre traspasaba la tela. Davy le levantó un párpado, le buscó el pulso. Se incorporó.

—Ya es tarde.

La muchacha soltó un grito agudo.

—¿Quiere decir que está muerto? ¡Oh, no, no! No puede estar muerto.

—¿Quién le disparó?

—No lo sé. Aparqué el coche a la vuelta de la esquina y venía hacia aquí tanteando la pared. Me dirigía al hotel Bertram’s. Entonces, de pronto, sonó un disparo y una bala pasó rozándome la mejilla, y fue entonces cuando el portero del hotel vino corriendo por la acera hacia mí, me tapó con su cuerpo y, en aquel momento, volvieron a disparar. Creo que el autor debía estar oculto más bien por aquel lado.

El Abuelo miró en la dirección indicada. En aquel extremo del edificio del hotel había una vieja construcción por debajo del nivel de la calle, con una verja y una escalera que bajaba. Como sólo comunicaba con unos depósitos, no se utilizaba demasiado. Era un lugar idóneo para una emboscada.

—¿Usted no lo vio?

—Apenas. Pasó a mi lado como una sombra. La niebla lo tapaba todo.

Davy asintió.

La muchacha comenzó a llorar con desesperación.

—¿Por qué alguien quiere matarme? ¿Qué motivo hay para asesinarme? Esta es la segunda vez. No lo comprendo. ¿Por qué?

El inspector, con un brazo sujetando a la muchacha por los hombros, metió la otra mano en el bolsillo.

Las notas agudas de un silbato sonaron en la niebla.

3

En el vestíbulo del hotel Bertram's, miss Gorringe no apartaba la mirada de la puerta.

Un par de huéspedes permanecían atentos. Los más viejos y sordos no se habían enterado de nada.

Henry, que se disponía a dejar una copa de brandy en una mesa, permanecía inmóvil con la copa en el aire.

Miss Marple continuaba sentada, pero con el cuerpo hacia adelante y las manos aferradas a los brazos del sillón.

—¡Otro accidente! ¡Coches que chocan por culpa de la niebla! —comentó un viejo almirante irritado.

Se movió la puerta giratoria y entró en el vestíbulo un agente que parecía un gigante.

Ayudaba a una muchacha vestida con un abrigo largo de piel clara que apenas si podía mover los pies. El policía miró a su alrededor buscando ayuda.

Miss Gorringe salió de la recepción dispuesta a hacerse cargo de la muchacha. Pero, en aquel momento, se abrió el ascensor. Una figura alta y elegante salió de la cabina, y la muchacha se desprendió de los brazos del policía para echar a correr con desesperación a través del vestíbulo.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, mamá!

Hecha un mar de lágrimas se echó en los brazos de Bess Sedgwick.

Capítulo XXI

El inspector jefe Davy volvió a ocupar su silla y miró a las dos mujeres que tenía delante. Era pasada la medianoche. Los funcionarios policiales habían estado y se habían marchado. Habían venido los forenses, los técnicos de huellas dactilares, una ambulancia para llevarse el cadáver, y ahora todo se había reducido a esta habitación, puesta a disposición de la ley por el Bertram's. El Abuelo se sentó a un lado de la mesa. Bess Sedgwick y Elvira al otro. Había un policía sentado junto a la pared que se ocupaba de registrar la conversación. El sargento detective Wadell se encontraba cerca de la puerta.

El Abuelo miró con expresión pensativa a las dos mujeres. Madre e hija. Se fijó en el gran parecido superficial. Ahora se explicaba por qué, durante un momento en la niebla, había confundido a Elvira Blake con Bess Sedgwick. Pero ahora, al mirarlas, le llamaron más la atención las divergencias que los parecidos. En realidad no se parecían mucho más allá de un aire, pero persistía la impresión de que eran dos caras, una positiva y la otra negativa, de una misma personalidad. Todo en Bess Sedgwick era positivo: la vitalidad, la energía, el fuerte atractivo físico. Admiraba a lady Sedgwick. Siempre la había admirado. Le había fascinado su valentía y siempre le habían entusiasmado sus hazañas. Al leer las crónicas de sus peripecias en los periódicos, había exclamado invariablemente: «¡Esta vez no se saldrá con la suya!» y ella siempre lo había conseguido. No había creído posible que llegaría a la meta de su viaje y había llegado.

Admiraba sobre todo su aureola de indestructible. Había sobrevivido a un accidente aéreo, a varios accidentes de automóvil, a diversas caídas de caballo, pero al final aquí estaba. Vibrante, llena de vida, una personalidad a la que no se podía dejar de lado ni un solo momento.

Para sus adentros, se quitó el sombrero. Algún día, por supuesto, acabaría por fracasar. Era imposible que siempre se saliera con la suya. Miró alternativamente a las dos mujeres y le asaltaron mil preguntas.

En Elvira Blake, se dijo, todo era interior. Bess Sedgwick había vivido siempre imponiendo su voluntad. En cambio, Elvira tenía una manera completamente distinta de enfrentarse a la vida. Se había sometido. Había obedecido. Había sonreído como una niña buena y, por la espalda, había hecho su santa voluntad. «Es astuta», pensó valorando el hecho. «Supongo que es el único camino para enfrentarse a la situación. No es capaz de hacerlo de frente o de imponerse. Por eso, las personas que la han criado nunca han tenido la menor idea de lo que es capaz.»

Se preguntó qué podía haber estado haciendo en las cercanías del Bertram's en una noche de perros. Tendría que preguntárselo. Se dijo que la muchacha le contestaría con una mentira. «Esa es la única manera que tiene la pobre de defenderse». ¿Había venido a buscar a su madre o tenían una cita? Era perfectamente posible, aunque no acababa de creérselo. En cambio, pensó en el coche deportivo aparcado a la vuelta de la esquina, el coche con la matrícula FAN 2266. Ladislaus Malinowski no podía estar muy lejos a la vista de que su coche estaba allí.

—Bueno, bueno —dijo el Abuelo, dirigiéndose a Elvira con su tono más benévolo y paternal—, ¿cómo se siente ahora?

—Estoy muy bien, gracias —respondió la muchacha.

—Me alegro. Quiero que me responda a algunas preguntas, si se ve con ánimos, porque el tiempo, en cuestiones como éstas, es algo primordial. A usted le dispararon dos veces y un hombre resultó muerto. Queremos obtener todas las pistas posibles sobre la persona que cometió el crimen.

—Le diré todo lo que sé, pero es que las cosas ocurrieron de una forma tan repentina. Además, no se puede ver nada con una niebla tan espesa. No tengo ni idea de quién pudo ser o cuál era su aspecto. Eso es lo que más me asusta.

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