En El Hotel Bertram (17 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque conduce un Mercedes-Otto deportivo. Un coche que corresponde a esa descripción fue visto cerca de Bedhampton la mañana del robo al tren expreso. Llevaba otro número de matrícula, pero eso ya es algo habitual, y además es siempre el mismo truco: diferente pero no tanto. FAN 2299 en lugar de 2266. No hay tantos Mercedes-Otto de ese modelo circulando por nuestras carreteras. Lady Sedgwick tiene uno y otro el joven lord Merrivale.

—¿Usted no cree que Malinowski sea el jefe de la banda?

—No. Creo que hay otros con más cerebro al mando, pero él está metido en el asunto. Estuve comprobando los archivos. Mire lo que pasó en el atraco al Midland & West London. Dio la casualidad de que tres furgonetas bloquearon una calle determinada. Un Mercedes-Otto, que estaba en la escena del robo, escapó precisamente gracias al bloqueo.

—Lo detuvieron más tarde.

—Sí, y lo dejaron ir porque no había ningún motivo para retenerlo, especialmente cuando los testigos no estaban seguros del número correcto de la matrícula. Informaron que era FAN 3366, y el número de la matrícula de Malinowski es FAN 2266. Siempre se repite el mismo patrón.

—Mientras tanto, insiste en ligarlo con el hotel Bertram's. Por cierto, sé que buscaron información sobre el Bertram's.

El Abuelo se palmeó el bolsillo.

—Aquí la tengo. Una empresa registrada legalmente, capital íntegramente cubierto, directores, etcétera, etcétera. ¡No significa absolutamente nada! Todos estos tinglados financieros son idénticos. Un montón de peces que se muerden la cola. ¡Una compañía propietaria de otra compañía que a su vez es propietaria de una tercera! ¡Es para volverse loco!

—Venga, Abuelo. Es así como se montan las empresas. Sólo es una cuestión de impuestos.

—Lo que yo quiero es la información real. Si usted me autoriza, señor, me gustaría ver a alguno de los jefazos.

El ayudante del comisionado le miró fijamente.

—¿A quién se refiere exactamente con lo de los jefazos?

El Abuelo mencionó un nombre.

—No sé qué decirle —manifestó sir Ronald, con una expresión de inquietud—. No me parece prudente abordarle.

—Podría sernos de gran ayuda.

Se produjo una pausa. Los dos hombres se miraron, el Abuelo con la expresión plácida de costumbre. Finalmente, Graves se dio por vencido.

—Es usted un demonio testarudo, Fred. De acuerdo, haga lo que quiera. Vaya e incordie a los grandes capitostes de las finanzas internacionales.

—Él lo sabrá —insistió el inspector jefe—. Él lo sabrá y, si no lo sabe, no tendrá más que apretar un timbre o llamar por teléfono para saberlo.

—No creo que le guste hacerlo.

—Es probable, pero tampoco le robará mucho de su valioso tiempo. Sin embargo, necesito el respaldo de su autoridad.

—Parece que lo del Bertram's se lo toma como algo muy seguro, ¿no es así? Pero, ¿en qué basa sus sospechas? Está muy bien administrado, tiene una clientela muy respetable y no infringe ninguna ley que sepamos.

—Lo sé, lo sé. No tienen problemas con la venta de bebidas, no hay tráfico de drogas ni juego ilegal, y tampoco albergan a criminales. Todo es claro y puro como el agua. No hay más que viejas señoras victorianas, familias de la aristocracia rural, turistas de Boston y de otras ciudades respetables de Estados Unidos. No obstante, un muy digno clérigo fue visto saliendo del hotel a las 3 de la madrugada de una manera un tanto sospechosa.

—¿Quién le vio?

—Una señora anciana.

—¿Cómo se las arregló para verlo? ¿Por qué no estaba en la cama durmiendo?

—Las señoras ancianas son así, señor.

—¿No estará hablando de... cómo se llama... el padre Pennyfather, verdad?

—Eso es, señor. Informaron de su desaparición y Campbell se ha encargado de las averiguaciones.

—Vaya coincidencia más curiosa. Su nombre acaba de aparecer vinculado al robo del tren en Bedhampton.

—Vaya. ¿En qué sentido, señor?

—Otra anciana, o una señora mayor. Cuando el tren se detuvo por la señal manipulada, hubo muchos pasajeros que se despertaron y se asomaron al pasillo para ver qué ocurría. Esta mujer, que vive en Chadminster y conoce de vista al padre Pennyfather, dice que le vio subir al tren. Creyó que se había apeado para averiguar cuál era el problema y que volvía a su compartimiento. Pensábamos seguir esa pista precisamente porque informaron de la desaparición del clérigo.

—Déjeme ver —añadió el ayudante del comisionado después de una brevísima pausa—. El tren fue detenido a las 5.30 de la mañana. El padre Pennyfather salió del hotel Bertram's no más tarde de las 3. Sí, se podría hacer, si lo llevaron allí digamos en un coche deportivo.

—¡O sea que volvemos a Ladislaus Malinowski! —exclamó el Abuelo.

—¡Eres peor que un perro de presa, Fred! —comentó sir Ronald mirando el dibujo del bulldog en el secante.

Media hora más tarde, el jefe inspector Davy entró en un despacho de aspecto pobretón.

El hombre corpulento sentado al otro lado del escritorio se puso de pie y le extendió la mano.

—¿Inspector jefe Davy? Por favor, siéntese. ¿Un puro?

El Abuelo meneó la cabeza.

—Debo disculparme —dijo con su profunda voz de campesino—, por hacerle desperdiciar su valioso tiempo.

Mr. Robinson sonrió. Era un hombre gordo y vestía con mucha elegancia. Tenía la tez amarillenta, los ojos oscuros y de mirada triste, la boca grande y labios carnosos. Sonreía con frecuencia dejando al descubierto los grandes dientes. «Para comerte mejor», pensó Davy, aunque no viniera al caso. Hablaba un inglés perfecto y sin acento, pero no era inglés. El Abuelo se preguntó, como se habían preguntado otros muchos antes que él, cuál sería la verdadera nacionalidad del caballero.

—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?

—Quiero saber quién es el propietario del hotel Bertram's.

La expresión de Mr. Robinson no cambió en lo más mínimo. No demostró ninguna sorpresa ni reconocimiento al escuchar el nombre. Se limitó a repetir con un tono pensativo:

—Quiere saber quién es el propietario del hotel Bertram's. Si no me equivoco está en Pond Street, junto a Picadilly.

—Así es, señor.

—Algunas veces me he alojado allí. Un lugar tranquilo. Muy bien llevado.

—Sí, sobre todo muy bien llevado —asintió el inspector.

—¿Y usted quiere saber quién es el dueño? Sin duda, eso es muy sencillo de averiguar.

Sonrió con una cierta ironía.

—¿Se refiere a través de los medios habituales? Oh, sí. —El Abuelo sacó un trozo de papel del bolsillo y leyó tres o cuatro nombres con sus respectivas direcciones.

—Veo que alguien se ha tomado mucho trabajo —comentó Mr. Robinson—. Es interesante. ¿Por qué ha venido a mí?

—Si alguien lo sabe, señor, ése es usted.

—La verdad es que no lo sé. Pero es cierto que tengo medios para conseguir esa información. —El gordo se encogió de hombros—. Digamos que uno tiene contactos.

—Sí, señor —respondió el Abuelo con el rostro impasible.

Mr. Robinson le miró por un instante, antes de descolgar el teléfono que tenía sobre el escritorio.

—¿Sonia? Comuníqueme con Carlos. —Esperó un par de minutos—. ¿Carlos? —Pronunció rápidamente media docena de frases en un idioma extranjero. No era un idioma ni siquiera remotamente conocido por el Abuelo.

Davy podía sostener una conversación en un buen francés británico. Tenía algunos someros conocimientos de italiano y era capaz de adivinar el significado de algunas frases sencillas en alemán. También conocía los sonidos del castellano, el ruso y el árabe, aunque no los comprendía. Pero este lenguaje no era ninguno de todos los mencionados. A lo sumo, se atrevía a suponer que podía ser turco, iraní o armenio, pero tampoco tenía medios para saber si había acertado. Mr. Robinson colgó el teléfono.

—No creo —dijo con un tono risueño— que tengamos que esperar mucho. Sabe una cosa, estoy interesado, mejor dicho muy interesado. Algunas veces me he lo preguntado.

El Abuelo le miró atento.

—Me refiero al hotel Bertram's. En el aspecto financiero, me pregunto cómo puede dar beneficios. Sin embargo, no es asunto mío. Por otro parte, admito que cualquiera aprecia —se encogió de hombros— un hotel cómodo y dotado con un personal muy competente. Sí, me lo he preguntado más de una vez. —Miró al policía—. ¿Sabe usted cómo y por qué?

—Todavía no, pero estoy dispuesto a averiguarlo.

—Hay diversas posibilidades —manifestó Mr. Robinson con un tono pensativo—. Es como la música. Sólo hay un número determinado de notas y, sin embargo, se pueden hacer varios millones de combinaciones distintas. Un músico me comentó una vez que nunca se logra tocar exactamente la misma melodía dos veces. Muy interesante.

Sonó un discreto zumbido y el hombre levantó el teléfono.

—¿Sí? Ha sido usted muy rápido. Se lo agradezco. Ya veo. ¡Ah! Amsterdam, sí. Muchas gracias. Sí. ¿Puede deletreármelo, por favor? Gracias.

Escribió rápidamente en un bloc.

—Espero que esto le sea útil —comentó mientras arrancaba la hoja y se la pasaba al Abuelo.

—Wilhelm Hoffman —leyó Davy en voz alta.

—Tiene la nacionalidad suiza, aunque yo diría que no nació allí. Es un hombre con muchas influencias en los círculos bancarios y, si bien siempre se ha mantenido a este lado de la ley, ha estado mezclado detrás de muchísimos negocios cuando menos dudosos. Todas sus actividades las desarrolla en el continente. Que yo sepa, nunca ha operado en este país.

—Vaya.

—Pero tiene un hermano —señaló Mr. Robinson—. Robert Hoffman. Vive en Londres. Comercia con diamantes. Una actividad la mar de respetable. Su esposa es holandesa. También tiene oficinas en Amsterdam. Su gente quizá sepa algo más. Como digo, comercia casi exclusivamente con diamantes, pero es un hombre muy rico y posee un gran número de propiedades, aunque no siempre aparezcan a su nombre. Sí, está detrás de numerosas empresas. Él y su hermano son los verdaderos propietarios del hotel Bertram's.

—Muchas gracias, señor. —El inspector Davy se levantó—. No es necesario que le diga lo agradecido que estoy. Es fantástico —añadió, permitiéndose una muestra de entusiasmo mucho mayor de lo habitual.

—¿Que yo lo sepa? —preguntó Mr. Robinson, con una amplia sonrisa—. Sí, ésa es una de mis especialidades. La información. Me gusta saber. Por eso ha venido usted a verme, ¿no?

—Bien —admitió el Abuelo—, sabemos cosas de usted. El ministerio del Interior, la Sección Especial y todo lo demás. —Hizo una pausa pero después añadió con un tono ingenuo—. La verdad es que me ha costado lo mío abordarle.

Mr. Robinson volvió a sonreír.

—Creo que es usted una personalidad francamente interesante, inspector Davy. Le deseo la mejor de las fortunas en lo que sea que esté investigando.

—Muchas gracias, señor. Me hará falta. Por cierto, respecto a esos dos hermanos, ¿diría usted que son hombres violentos?

—Desde luego que no. Iría totalmente en contra de su política. Los hermanos Hoffman no utilizan la violencia en sus asuntos de negocios. Tienen otros métodos que les sirven con mucha más eficacia. Yo diría que cada año son un poco más ricos, o al menos eso dice la información que recibo de los círculos bancarios y financieros suizos.

—Suiza es un lugar muy útil —señaló el Abuelo.

—Sí, desde luego. ¡No sé qué haríamos si no existiera! Tanta honradez. ¡Un magnífico sentido empresarial! Sí, los hombres de negocios tenemos una profunda deuda de gratitud con Suiza. Pero debo decir que también tengo una excelente opinión de Amsterdam. —Miró fijamente a Davy, volvió a sonreír y el inspector abandonó el despacho de Mr. Robinson.

Cuando llegó a Scotland Yard, encontró una nota sobre el escritorio de su oficina.

«Ha aparecido el padre Pennyfather, salvo pero no sano. Aparentemente le atropelló un coche en Milton St. John y sufre una conmoción cerebral.»

Capítulo XVIII

El padre Pennyfather miró al inspector jefe Davy y al inspector Campbell, y los policías le devolvieron la mirada. El clérigo se encontraba de regreso en su casa. Sentado en un amplio sillón de su biblioteca, con una almohada detrás de la cabeza, los pies encima de un puf, y con una manta sobre las rodillas para recalcar su condición de enfermo.

—Mucho me temo —señaló con un tono amable— que simplemente no recuerdo nada en absoluto.

—¿No recuerda el accidente cuando le atropelló el coche?

—Para nada.

—Entonces, ¿cómo sabe que le atropelló un coche? —replicó Campbell en un intento por pillarle en falta.

—La mujer de la casa, ¿cómo se llamaba? ¿Mrs. Wheeling? Ella me lo dijo.

—¿Cómo lo sabía ella?

El clérigo le miró intrigado.

—Vaya, tiene usted razón. No podía saberlo, ¿verdad? Supongo que creyó que había tenido un accidente.

—¿De veras que no recuerda absolutamente nada? ¿Cómo es que fue a parar a Milton St. John?

—No tengo ni la más remota idea. Incluso el nombre me resulta completamente desconocido.

El enfado del inspector Campbell iba en aumento. El Abuelo intervino con su voz tranquila y amable.

—Sólo díganos lo último que recuerda, señor.

El anciano se volvió hacia Davy con una expresión de alivio. El escepticismo del otro policía le ponía incómodo.

—Iba a un congreso en Lucerna. Tomé un taxi para ir al aeropuerto, mejor dicho a la terminal aérea de Kensington.

—Sí. ¿Y después?

—Eso es todo. No recuerdo nada más. La próxima cosa que recuerdo es el armario.

—¿Qué armario? —preguntó Campbell en el acto.

—Estaba en el lugar equivocado.

Campbell ya estaba dispuesto a escarbar en la historia del armario en el lugar equivocado, pero su superior se lo impidió.

—¿Recuerda haber llegado a la terminal aérea, señor?

—Supongo que sí —respondió el padre con el tono de quien tiene muchísimas dudas sobre la cuestión.

—¿Qué me dice del vuelo a Lucerna?

—¿Volé a Lucerna? Si lo hice no lo recuerdo.

—¿Recuerda haber regresado al hotel Bertram's aquella noche?

—No.

—¿Recuerda el hotel Bertram's?

—Por supuesto. Estaba alojado allí. Un lugar muy cómodo. Tenía reservada una habitación.

—¿Recuerda haber viajado en tren?

—¿En tren? No, no recuerdo ningún tren.

—Hubo un asalto. Robaron un tren. No me diga, padre Pennyfather, que tampoco lo recuerda.

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