En el jardín de las bestias (16 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

* * *

Mientras tanto, Dodd recibía una invitación del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán para asistir al próximo mitin del partido en Núremberg, que debía empezar el 1 de septiembre. Esa invitación le turbó.

Había leído la inclinación que sentía el Partido Nazi por representar esos actos con gran despliegue de medios, no como eventos oficiales financiados por el Estado sino como asuntos de partido que no tenían nada que ver con las relaciones internacionales. No se podía imaginar asistiendo a un mitin semejante, igual que no podía representarse al embajador alemán en Estados Unidos asistiendo a una convención republicana o demócrata. Además, temía que Goebbels y su Ministerio de Propaganda aprovechasen el hecho de su presencia y lo interpretasen como una aprobación de las políticas y conductas nazis.

El martes 22 de agosto, Dodd telegrafió al Departamento de Estado y les pidió consejo. «He recibido una respuesta evasiva»,
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decía en su diario. El departamento prometía apoyar cualquier decisión que él tomase. «Inmediatamente decidí no ir, aunque fuesen todos los demás embajadores.» El sábado siguiente notificó a la oficina de exteriores alemana que no asistiría. «Decliné mi asistencia con la excusa de un trabajo urgente, aunque el motivo principal era mi desaprobación de una invitación gubernamental a una convención del partido», escribió. «También estaba seguro de que la conducta del grupo dominante resultaría embarazosa.»

A Dodd se le ocurrió una idea: si era capaz de persuadir a sus compañeros embajadores de Gran Bretaña, España y Francia de rechazar también la invitación, su acción conjunta enviaría un mensaje indirecto potente pero adecuado de unidad y desaprobación.

Dodd se reunió en primer lugar con el embajador español, Luis de Zulueta, una sesión que Dodd describió como «muy agradable y poco convencional»,
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porque el español tampoco estaba acreditado, igual que él. Aun así, ambos tocaron el tema con precaución. «Yo insinué que no iba a ir», escribió Dodd. Proporcionó al embajador español un par de precedentes históricos para rechazar una invitación semejante. El embajador español estuvo de acuerdo en que el mitin era un asunto de partido, y no del Estado, pero no reveló qué era lo que pensaba hacer.

Dodd supo, sin embargo, que al final envió sus disculpas, igual que los embajadores de Francia y Gran Bretaña, citando cada uno de ellos algún compromiso insoslayable de un tipo u otro.

Oficialmente, el Departamento de Estado respaldó las objeciones de Dodd; extraoficialmente, su decisión molestó a cierto número de funcionarios de alto rango, incluyendo al subsecretario Phillips y al jefe de Asuntos Europeos Occidentales, Jay Pierrepont Moffat. Ambos vieron la decisión de Dodd como innecesariamente provocativa, una prueba más de que su nombramiento como embajador había sido un error. Las fuerzas que se oponían a Dodd empezaban a unirse.

Capítulo 12

BRUTO

A finales de agosto, el presidente Hindenburg volvió por fin a Berlín tras la convalecencia en su finca del campo. Y el miércoles 30 de agosto de 1933, Dodd se puso un chaqué y sombrero de copa y se dirigió al palacio presidencial para recibir sus credenciales.

El presidente era alto y grueso, con un enorme bigote entre gris y blanco que se curvaba formando dos alas. El cuello de su uniforme era alto y duro, y su casaca estaba forrada de medallas, varias de las cuales eran resplandecientes estrellas del tamaño de ornamentos navideños. Por encima de todo, transmitía una sensación de fuerza y virilidad que desdecían sus ochenta y cinco años. Hitler se hallaba ausente, igual que Goebbels y Göring, todos ellos posiblemente ocupados preparando el mitin del partido que iba a comenzar dos días después.

Dodd leyó una breve declaración que hacía énfasis en su simpatía por la gente de Alemania y en la historia y cultura de la nación. Omitía cualquier referencia al gobierno y al hacerlo esperaba transmitir que no sentía similar simpatía por el régimen de Hitler. Durante los quince minutos siguientes, el Viejo Caballero y él se sentaron en su «sofá favorito» y conversaron de diversos temas, que iban desde la experiencia universitaria de Dodd en Leipzig hasta los peligros del nacionalismo económico. Hindenburg, anotó Dodd más tarde en su diario, «insistió en el tema de las relaciones internacionales con tanto afán que yo pensé que era una crítica indirecta a los extremismos nazis». Dodd presentó a los funcionarios clave de su embajada, y luego todos salieron del edificio y se reunieron con unos soldados del ejército regular, el Reichswehr, que estaban alineados a ambos lados de la calle.

Aquella vez Dodd no fue a casa a pie. Mientras los coches de la embajada iban saliendo, los soldados se pusieron firmes. «Todo había acabado», anotó Dodd.
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«Y al fin me habían aceptado como es debido como representante de Estados Unidos en Berlín.» Dos días después se enfrentaba a su primera crisis oficial.

* * *

La mañana del 1 de septiembre de 1933, un viernes, H. V. Kaltenborn, comentarista de radio norteamericano, llamó al cónsul general Messersmith para expresarle su pesar por no poder ir a hacerle una visita más, ya que él y su familia habían concluido su gira europea y se disponían a volver a casa. El tren que les conduciría hasta su barco debía salir a medianoche.

Le dijo a Messersmith que todavía no había visto nada que confirmase las críticas del cónsul a Alemania, y le acusó de «hacer mal en no presentar el retrato de Alemania como realmente era».
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Poco después de hacer aquella llamada, Kaltenborn y su familia (esposa, hijo e hija) salieron de su hotel, el Adlon, para hacer unas compras de última hora. El hijo, Rolf, tenía dieciséis años en aquel momento. La señora Kaltenborn en concreto quería visitar las joyerías y platerías que había en Unter den Linden, pero su incursión les llevó siete manzanas más lejos, al sur, a Leipziger Strasse, un bulevar que iba de este a oeste, muy bullicioso, repleto de coches y tranvías y con bonitos edificios y mil pequeñas tiendas que vendían bronces, porcelana de Dresde, sedas, artículos de cuero y casi cualquier cosa que uno pudiese desear. Allí también se encontraba el famoso Emporio Wertheim, unos enormes grandes almacenes o
Warenhaus
, en los cuales multitud de clientes viajaban de un piso a otro a bordo de ochenta y tres ascensores.

Cuando la familia salía de una tienda, vieron que una formación de Tropas de Asalto iba desfilando por el bulevar en dirección a ellos. La hora eran las 9:20 de la mañana.

Los viandantes se amontonaron al borde de la acera e hicieron el saludo hitleriano. A pesar de su opinión favorable, Kaltenborn no quería unirse a ellos y sabía que uno de los principales ayudantes de Hitler, Rudolf Hess, había anunciado públicamente que los extranjeros no estaban obligados a hacerlo. «Eso ya no se espera»,
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había declarado Hess, «igual que un protestante tampoco se santigua cuando entra en una iglesia católica». Sin embargo, Kaltenborn dio instrucciones a su familia de volverse hacia el escaparate de una tienda como si estuviesen examinando los artículos que se exhibían allí.

Varios soldados fueron hacia los Kaltenborn y les preguntaron por qué estaban de espaldas al desfile, y por qué no saludaban. Kaltenborn, en un alemán impecable, respondió que era ciudadano norteamericano, y que él y su familia iban de vuelta a su hotel.

La multitud empezó a insultar a los Kaltenborn y se pusieron amenazadores, hasta el punto de que el comentarista tuvo que pedir ayuda a dos policías que estaban a unos tres metros de distancia. Los policías no le hicieron caso.

Kaltenborn y su familia se dirigieron de vuelta a su hotel. Un joven se acercó desde atrás y sin decir una sola palabra agarró al hijo de Kaltenborn y le pegó en la cara tan fuerte que lo tiró a la acera. La policía siguió sin hacer nada. Uno de los oficiales sonrió.

Furioso, Kaltenborn agarró al joven atacante por el brazo y fue con él hacia la policía. La multitud se volvía cada vez más amenazadora. Kaltenborn se dio cuenta de que si insistía en obtener justicia, se arriesgaba a que hubiese más ataques.

Al final, un viandante intercedió y persuadió a la multitud de que dejase en paz a los Kaltenborn, ya que estaba claro que eran norteamericanos. El desfile siguió adelante.

Después de llegar a la seguridad del Adlon, Kaltenborn llamó a Messersmith. Estaba muy alterado, casi incoherente. Pidió a Messersmith que se acercara al Adlon inmediatamente.

Para Messersmith fue un momento perturbador y oscuro, pero sublime. Le dijo a Kaltenborn que no podía acudir al hotel. «Tenía que estar en mi despacho hasta al cabo de una hora, más o menos», recordaba. Sin embargo, envió al Adlon al vicecónsul Raymond Geist, que dispuso que los Kaltenborn fuesen acompañados a la estación aquella noche.

«Qué ironía que justo aquélla fuera una de esas cosas que Kaltenborn decía que no pasaban», escribió Messersmith después, con obvia satisfacción. «Una de las cosas de las que, según dijo específicamente, yo no daba una información correcta, era que la policía no hacía nada para proteger a la gente de los ataques que sufrían.» Messersmith reconocía que el incidente debió de ser una experiencia desgarradora para los Kaltenborn, especialmente para el hijo. «Sin embargo, en conjunto, fue bueno que ocurriese, porque si no hubiese sido por ese incidente, Kaltenborn habría vuelto y habría dicho a la audiencia de su emisora lo bien que iba todo en Alemania, y lo mal que informaban los funcionarios norteamericanos a nuestro gobierno, y lo incorrecta que era la situación del país que estaban pintando nuestros corresponsales en Berlín.»

Messersmith se reunió con Dodd y le preguntó si había llegado el momento de que el Departamento de Estado emitiese una advertencia definitiva en contra de viajar a Alemania. Tal advertencia, como sabían muy bien ambos hombres, tendría un efecto devastador en el prestigio nazi.

Dodd era partidario de la contención. Desde la perspectiva de su papel como embajador, veía esos ataques más como una molestia que como una emergencia grave, y de hecho intentaba en lo posible limitar la atención de la prensa. Aseguraba en su diario que había conseguido que no trascendieran a los periódicos diversos ataques a norteamericanos, y que «en general había intentado evitar manifestaciones poco amistosas».
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A nivel personal, sin embargo, Dodd encontraba repugnantes esos episodios, absolutamente ajenos a lo que su experiencia como estudiante en Leipzig le había llevado a esperar. Durante las comidas familiares condenaba los ataques, pero si esperaba una expresión de indignación y simpatía por parte de su hija, no la consiguió.

Martha seguía inclinada a pensar bien de la nueva Alemania, en parte, tal como reconoció más tarde, por la simple obstinación de una hija que intenta definirse. «Yo intentaba encontrar excusas para sus excesos, y mi padre me miraba fríamente, aunque con tolerancia, y tanto en privado como en público me etiquetaba amablemente como una joven nazi», escribió ella.
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«Eso me puso a la defensiva durante algún tiempo, y me convertí temporalmente en ardiente defensora de todo lo que estaba pasando.»

Ella rebatía los hechos diciendo que había muchas cosas buenas en Alemania. Alababa el entusiasmo de los jóvenes del país, y las medidas que estaba adoptando Hitler para reducir el desempleo. «Sentía que había algo noble en aquellas frescas, vigorosas y jóvenes caras que veía por todas partes, y lo decía combativamente a cada oportunidad que tenía.»
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En las cartas que enviaba a Estados Unidos proclamaba que Alemania estaba experimentando un asombroso renacimiento, «y que las noticias de la prensa y las historias sobre atrocidades eran ejemplos aislados, exagerados por gente amargada y de mente cerrada».
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El mismo viernes que había empezado tan tumultuosamente con el ataque a los Kaltenborn acabó para Dodd de una manera mucho más satisfactoria.

Aquella noche, el corresponsal Edgar Mowrer se dirigía a la estación Zoo para empezar su largo viaje hacia Tokio. Su mujer y su hija le acompañaron a la estación, pero sólo para despedirse: ellas se quedaban para supervisar el embalaje de todas las propiedades de la familia y le seguirían más tarde.

Gran parte de los corresponsales extranjeros de la ciudad coincidieron en aquella estación, igual que algunos alemanes incondicionales suyos que todavía se atrevían a dejarse ver e identificar por los agentes que seguían manteniendo bajo vigilancia a Mowrer.

Un oficial nazi destinado a asegurarse de que Mowrer cogía de verdad el tren se acercó a él y con voz aduladora le preguntó: «¿Y cuándo volverá usted a Alemania, herr Mowrer?».
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Con cinematográfica inspiración, Mowrer respondió: «Pues cuando pueda venir con unos dos millones de compatriotas míos».

Messersmith le abrazó, haciendo ostentación de su apoyo, para que lo vieran los agentes que le vigilaban. En voz muy alta, para que lo oyeran todos, Messersmith prometió a la esposa y a la hija de Mowrer que podrían irse después sin que las molestasen. Mowrer apreció el gesto, pero no había perdonado a Messersmith por no secundar su decisión de quedarse en Alemania. Cuando Mowrer subió al tren, se volvió hacia Messersmith con una ligera sonrisa y le dijo: «¿Tú también, Bruto?».
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A Messersmith aquella observación le sentó muy mal. «Me sentía abatido y deprimido», decía. «Sabía que él tenía que irse, pero me parecía odioso el papel que yo había representado en su partida.»

Dodd no apareció. Se alegró de que Mowrer se fuera. En una carta a un amigo de Chicago escribía que Mowrer «durante un tiempo, como sabrás, fue un pequeño problema».
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Dodd concedía que Mowrer tenía talento como escritor. «Sin embargo, las experiencias vividas después de la publicación de su libro» (su fama y un premio Pulitzer) «eran tales que se volvió más incisivo e irritable de lo que convenía a todas las partes implicadas».
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Mowrer y su familia consiguieron llegar a Tokio sanos y salvos. Su mujer, Lillian, recordaba su gran pena al tener que abandonar Berlín. «En ningún sitio he hecho unos amigos tan estupendos como en Alemania», decía.
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«Recordar todo aquello es como ver que alguien a quien amas se vuelve loco… y hace cosas horribles.»

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