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Las exigencias del protocolo (en alemán
Protokoll
) se abatieron sobre la vida diaria de Dodd como una negra neblina, y le mantuvieron apartado de lo que más amaba, su
Viejo Sur
. Con su estatus como embajador ya oficial, sus responsabilidades diplomáticas habituales aumentaron de repente hasta un punto que le causaba consternación. En una carta al secretario de Estado Hull, escribía: «Los árbitros del
protokoll
de la conducta social de uno siguen los precedentes, y lo consignan a uno en los primeros tiempos de la residencia a entretenimientos que sustancialmente son inútiles, y que dan a cada una de las diversas embajadas y ministerios el derecho “social” a ofrecer grandiosas cenas».
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La cosa empezó casi de inmediato. Protocolo requería que diese una recepción para todo el cuerpo diplomático. Esperaba de cuarenta a cincuenta invitados, pero luego supo que cada diplomático pensaba llevar a uno o más miembros de su personal, de modo que la asistencia total ascendía a más de doscientos. «De modo que el show empezó a las cinco en punto», escribió Dodd en su diario.
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«Las habitaciones de la embajada estaban preparadas; las flores abundaban por doquier, se había llenado un enorme cuenco de ponche con los licores acostumbrados.» Acudió el ministro de Exteriores, Neurath, así como el presidente del Reichsbank, Schacht, uno de los pocos hombres del gobierno de Hitler a los que Dodd veía como una persona razonable y racional. Schacht se convertiría en visitante habitual del hogar de los Dodd, muy estimado por la señora Dodd, que a menudo le utilizaba para evitar los momentos sociales tensos que ocurrían cuando un huésped a quien se esperaba cancelaba su cita. Era muy aficionada a decir: «Bueno, si en el último minuto no puede venir algún invitado, siempre podemos invitar al doctor Schacht».
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En conjunto, decidió Dodd, «no fue un mal asunto», y además, para su gran satisfacción, «sólo costó 700 marcos».
Pero entonces llegaron al escritorio de Dodd y a su hogar un montón de invitaciones para corresponder a la suya, tanto diplomáticas como sociales. Dependiendo de la importancia del acto, a menudo iban seguidas por un intercambio de diagramas de asientos, entregados a los funcionarios de protocolo para asegurarse de que ningún desgraciado error de proximidad estropease la velada. El número de banquetes y recepciones a los que se suponía que se debía acudir llegó a tal punto que hasta los diplomáticos veteranos se quejaban de que la asistencia se había vuelto gravosa y extenuante. Un alto funcionario alemán de Asuntos Exteriores dijo a Dodd: «Ustedes, la gente del Cuerpo Diplomático, tendrán que limitar los actos sociales, o si no tendremos que dejar de aceptar invitaciones».
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Y un funcionario británico se quejaba: «Sencillamente, no podemos seguir el ritmo».
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No todo era una carga, por supuesto. En esas fiestas y banquetes también había momentos de diversión y humor. Goebbels era conocido por su ingenio; Martha, durante un tiempo, pensó que era encantador. «Contagioso y delicioso, con los ojos chispeantes, la voz suave, el habla ingeniosa y ligera, resulta difícil recordar su crueldad, su talento astuto y destructivo.»
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Su madre, Mattie, siempre disfrutó sentada al lado de Goebbels en los banquetes. Dodd le consideraba «uno de los pocos hombres con sentido del humor de toda Alemania»,
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y a menudo se enzarzaba con él en un rápido intercambio de agudezas y comentarios irónicos. Una extraordinaria fotografía de un periódico
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nos muestra a Dodd, Goebbels y Sigrid Schultz en un banquete formal en un momento en el que parece reinar una cordialidad alegre y despreocupada. Aunque sin duda era útil para la propaganda nazi, la escena, tal y como se representó en el salón del banquete, era mucho más compleja de lo que queda reflejado en la foto. De hecho, como explicó más tarde Schultz en un entrevista, ella intentaba «no» hablar con Goebbels, pero al hacerlo «ciertamente parecía que estaba coqueteando».
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Explicaba (en tercera persona): «En esta foto, Sigrid no quiere darle ni la hora, como ven. El está desplegando un encanto de mil vatios, pero sabe perfectamente, y ella también, que ella a él no le sirve de nada». Cuando Dodd vio la foto resultante, dijo ella, «se rió a carcajadas».
Göring también tenía un carácter relativamente bueno, al parecer, al menos comparado con Hitler. Sigrid Schultz encontraba que era el más tolerable de los dirigentes nazis, porque al menos «sentías que podías estar en la misma habitación con aquel hombre»,
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mientras que Hitler, decía, «me revolvía el estómago». Uno de los funcionarios de la embajada americana, John C. White, dijo años más tarde: «Yo siempre me sentí favorablemente impresionado por Göring… Si podía existir algún nazi agradable, supongo que él era el que más se acercaba».
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En aquel primer momento, diplomáticos y demás encontraban difícil tomarse en serio a Göring. Era como un niño grande, extraordinariamente peligroso, eso sí, que se deleitase creando y vistiendo nuevos uniformes. Su gran tamaño le convertía en blanco de todas las bromas, aunque tales bromas sólo se hacían cuando él no podía oírlas.
Una noche, el embajador Dodd y su mujer fueron a un concierto en la embajada italiana, al que asistió también Göring. Con un enorme uniforme blanco que él mismo había diseñado, parecía especialmente grandote, «de tres veces el tamaño de un hombre normal»,
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como decía luego su hija Martha. Las sillas preparadas para el concierto eran delicadas antigüedades doradas, que parecían demasiado frágiles para Göring. Con fascinación y no pequeña ansiedad, la señora Dodd vio a Göring elegir la silla que estaba justo delante de la suya. Inmediatamente, ella se sobrecogió al ver a Göring intentar aposentar su trasero gigantesco «con forma de corazón» en la pequeña sillita. A lo largo de todo el concierto ella temió que en cualquier momento la silla se rompiese y el enorme peso de Göring cayese con estrépito en su regazo. Martha escribió: «Estaba tan preocupada al ver los enormes lomos que sobresalían por los lados de la silla, tan peligrosamente cerca de ella, que no pudo recordar después ni una sola pieza de las que tocaron».
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La queja más importante de Dodd sobre las fiestas diplomáticas que celebraban otras embajadas era el dinero que despilfarraban en el proceso, incluso los países asolados por la Depresión.
«Para ilustrarlo», escribió al secretario Hull, «la última noche fuimos a cenar a las 8:30 a la casa del ministro belga, de 53 habitaciones (su país se supone que no es capaz de asumir sus obligaciones legales)».
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Dos criados con uniforme se ocuparon de su coche. «En la escalera había cuatro lacayos, vestidos al estilo de los sirvientes de Luis XIV. Otros tres sirvientes con bombachos se hicieron cargo de los abrigos. Veintinueve personas se sentaron a cenar en un comedor decorado más lujosamente que ninguna sala de la Casa Blanca que haya visto yo. Cuatro camareros uniformados nos sirvieron ocho platos en bandejas y vajilla de plata. Acompañaban a cada plato tres copas de vino, y cuando nos levantamos al final, observé que muchas de las copas estaban medio llenas de vino, que se desperdiciaba. La gente de aquella fiesta fue bastante agradable, pero no hubo conversación de valor alguno en mi parte de la mesa (eso mismo lo he observado en fiestas más concurridas). Tampoco hubo charla alguna seria, informativa ni ingeniosa siquiera después de la cena.» Martha asistió también, y explicaba que «todas las mujeres iban cubiertas de diamantes u otras piedras preciosas… nunca había visto un despliegue tal de lujo y riqueza». Añadía también que ella y sus padres se habían retirado a las diez y media, y que al hacerlo así habían causado un pequeño escándalo. «Hubo muchísimas elevaciones de cejas, pero nosotros nos enfrentamos a la tormenta y nos fuimos a casa.» Se consideraba de mala educación, como descubrió ella más tarde, abandonar una recepción diplomática antes de las once.
Dodd se quedó conmocionado al averiguar que sus predecesores en Berlín, que eran ricos, habían gastado más de cien mil dólares en un solo año en recepciones, más de cinco veces el salario total de Dodd. En diversas ocasiones dieron propinas a sus criados superiores al alquiler que pagaba Dodd cada mes. «Pero nosotros», le aseguró a Hull, «no corresponderemos a esas invitaciones con fiestas de más de diez o doce invitados, con cuatro criados como máximo y todos modestamente vestidos»,
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queriendo decir, se supone, que irían vestidos correctamente, pero se olvidarían de los bombachos de los belgas. Los Dodd tenían tres criados, un chófer y contrataban uno o dos sirvientes más para las fiestas a las que asistían más de diez invitados.
El menaje del embajador, según un inventario formal de las propiedades del gobierno hecho para su «Informe» anual,
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incluía:
«Nosotros no usaremos bandejas de plata ni riadas de vinos ni tampoco habrá mesas de cartas en nuestra casa»,
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le dijo Dodd a Hull. «Siempre haremos un esfuerzo para que estén presentes personas eruditas, científicos o literatos, y que haya conversaciones informativas. Se sobreentiende que nos retiraremos entre las 10:30 y las 11:00. No anunciaremos previamente estas cosas, pero ya se sabe que no seguiremos con esto cuando veamos que ya no podemos cuadrar el salario que tenemos asignado.»
En una carta dirigida a Carl Sandburg, decía: «No puedo adaptarme a esta costumbre habitual de comer demasiado, beber cinco variedades de vino y no decir nada, hablando sin parar durante tres horas».
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Temía que todo aquello fuese una decepción para sus hombres más jóvenes y más adinerados, que celebraban suntuosas fiestas a sus expensas. «Ellos no pueden comprenderme», aseguraba, «y yo lo siento por ellos». Deseaba que Sandburg se apresurase a completar su obra sobre Lincoln, y luego se lamentaba: «Mi
Viejo Sur
, a medio terminar, probablemente acabará enterrado conmigo».
Acababa la carta con pesar: «Una vez más, saludos desde Berlín».
Al menos su salud era buena, aunque padecía sus habituales brotes de fiebre del heno, indigestión y problemas intestinales. Pero como para prefigurar lo que se avecinaba, su médico de Chicago, el doctor Wilber E. Post, que tenía su consulta en el edificio con el adecuado nombre de Peoples Gas, le envió a Dodd un memorándum que había redactado después de su último y exhaustivo reconocimiento una década antes, para que Dodd lo pudiera comparar con los resultados de sus futuros exámenes. Dodd tenía un historial de migrañas, escribía Post, «con ataques de dolor de cabeza, mareos, fatiga, desánimo e irritabilidad del tracto intestinal»,
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y este último padecimiento era mejor tratarlo «con ejercicio físico al aire libre y liberación de las tensiones nerviosas y la fatiga». Su presión sanguínea era excelente, 100 la sistólica y 60 la diastólica, más propia de un atleta que de un hombre de mediana edad. «El rasgo clínico más importante es que la salud del señor Dodd ha sido buena siempre que ha tenido la oportunidad de realizar ejercicio al aire libre y tomar una dieta comparativamente suave y no irritante, sin demasiada carne.»
En una carta unida a este informe, el doctor Post escribió: «Confío en que no tenga ocasión de usar todo esto, pero puede ser útil en caso contrario».
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Aquel viernes por la noche un tren especial, un
Sonderzug
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iba desde Berlín, atravesando el paisaje nocturno, hacia Núremberg. El tren llevaba a los embajadores de un montón de naciones pequeñas, entre ellas los ministros de Haití, Siam y Persia. También iban funcionarios de protocolo, estenógrafos, un médico y un cargo de las Tropas de Asalto. Era el tren que tenía que haber conducido a Dodd y a los embajadores de Francia, España y Gran Bretaña. Originalmente los alemanes habían planeado poner catorce vagones, pero cuando empezaron a llegar las excusas, lo redujeron a nueve.
Hitler ya estaba en Núremberg. Había llegado la noche antes para una ceremonia de bienvenida, con todos los momentos coreografiados, hasta la entrega del regalo que le hizo el alcalde de la ciudad, el famoso grabado de Alberto Durero titulado
El caballero, la muerte y el diablo
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MI OSCURO SECRETO
Martha se deleitaba con todos los actos sociales que tanto aburrían a su padre. Como hija del embajador americano poseía un caché instantáneo, y enseguida vio que iban tras ella hombres de todos los rangos, edades y nacionalidades. El divorcio de su marido banquero, Bassett, todavía estaba pendiente, pero lo único que quedaban ya eran unas formalidades legales. Ella se consideraba libre de comportarse como quisiera, y de revelar o no revelar la realidad legal de su matrimonio. Averiguó que el secreto era un arma muy útil y atractiva para ella: exteriormente, representaba el papel de joven americana virginal, pero conocía el sexo y le gustaba, y especialmente le gustaba el efecto producido cuando un hombre sabía la verdad. «Supongo que practiqué el gran engaño con el cuerpo diplomático al no indicar que era una mujer casada por aquel entonces»,
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escribió. «Pero debo admitir que más bien disfrutaba de que me tratasen como una doncella de dieciocho, sabiendo al mismo tiempo mi oscuro secreto.»
Captó la atención de Ernst Udet, as de la aviación de la Primera Guerra Mundial, que desde entonces se había hecho famoso en toda Alemania como aviador aventurero, explorador y piloto acrobático. Ella fue a cazar halcones con el compañero piloto de Udet, Göring, a su enorme finca, Carinhall, llamada así por su esposa sueca fallecida. Martha tuvo un breve romance con Putzi Hanfstaengl,
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o eso afirmaba después su hijo Egon. Ella era de una sexualidad abierta, y usaba muy bien la casa, aprovechando la ventaja que suponía que sus padres se fuesen a dormir temprano. Finalmente tendría una aventura con Thomas Wolfe, cuando el escritor visitó Berlín. Wolfe le contaría a un amigo más tarde que ella era «como una mariposa que aleteaba en torno a mi pene».
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