Abandonó el cine aquel día «con lo que casi era un pequeño brillo de esperanza».
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En el mundo que estaba fuera de las ventanas de Dodd, sin embargo, las sombras se iban haciendo cada vez más espesas. Tuvo lugar otro ataque contra un norteamericano, un representante de la cadena de almacenes Woolworth llamado Roland Velz, que fue atacado en Düssseldorf el domingo 8 de octubre de 1933, mientras paseaba con su mujer por una de las principales calles de la ciudad.
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Como otras tantas víctimas antes que ellos, cometieron el pecado de no prestar atención al desfile de las SA. Un miembro de las Tropas de Asalto, enfurecido, golpeó dos veces en el rostro y con fuerza a Velz, y luego se alejó. Cuando Velz intentó que un policía arrestase a aquel hombre, el oficial se negó. Velz entonces se quejó a un teniente de policía que se encontraba cerca, pero éste también se negó a actuar. Por el contrario, el oficial le dio una breve lección de cómo y cuándo debía saludar.
Dodd envió dos notas de protesta al Ministerio de Exteriores en las cuales exigía una acción inmediata para arrestar al atacante. No recibió respuesta alguna. Una vez más, Dodd pensó en pedir al Departamento de Estado que «anunciase al mundo que los norteamericanos no estaban seguros en Alemania, y que era mejor que los viajeros no se acercasen allí», pero al final no lo hizo.
La persecución de los judíos seguía de una forma mucho más sutil y generalizada mientras avanzaba el proceso de la
Gleichschaltung
. En septiembre, el gobierno estableció la Cámara de Cultura del Reich, bajo el control de Goebbels, para proporcionar un alineamiento ideológico y especialmente racial a músicos, actores, pintores, escritores, periodistas y cineastas. A principios de octubre el gobierno aprobó la Ley Editorial, que prohibía a los judíos trabajar para los periódicos y editoriales, y que entraría en vigor a partir del 1 de enero de 1934. Ningún aspecto era demasiado nimio: el Ministerio de Comunicaciones
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ordenó que a partir de entonces, al deletrear una palabra por teléfono, el comunicante no podría decir ya «D de David», porque «David» era un nombre judío. El comunicante debía usar «Dora». «Samuel» se convirtió en «Siegfried». Y así sucesivamente. «No ha habido nada en toda la historia social más implacable, más cruel ni más devastador que la actual política de Alemania contra los judíos»,
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dijo el cónsul general Messersmith al subsecretario Phillips en una larga carta fechada el 29 de septiembre de 1933. Escribía: «Decididamente, ése es el objetivo del gobierno, no importa lo que se diga en el exterior o en la propia Alemania: eliminar a los judíos de la vida alemana».
Durante un tiempo Messersmith estuvo convencido de que la crisis económica de Alemania acabaría por desbancar a Hitler. Pero ya no era así. Ahora veía que Hitler, Göring y Goebbels estaban firmemente sujetos al poder. «No saben prácticamente nada concerniente al mundo exterior», escribió. «Sólo saben que en Alemania pueden hacer lo que quieran. Notan su poder dentro del país y están completamente borrachos de poder.»
Messersmith decía que una solución podía ser la «intervención forzosa desde el exterior».
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Pero advertía que tal acción tenía que llegar pronto. «Si hubiese una intervención por parte de otros poderes ahora, quizá la mitad de la población todavía lo vería como una liberación», escribió. «Pero si tarda demasiado, tal intervención se encontrará con una Alemania prácticamente unida.»
Un hecho era cierto, según creía Messersmith: Alemania entonces suponía una amenaza auténtica y grave para el mundo. Lo llamaba «ese punto espinoso que puede alterar nuestra paz en los años venideros».
Dodd empezó a exhibir las primeras señales de desánimo y de profundo cansancio.
«No hay nada aquí que parezca ofrecer demasiadas promesas»,
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escribía a su amigo el coronel Edward M. House, «y entre nosotros, dudo ahora un poco de la sabiduría de haber insinuado la primavera pasada que yo quizá fuese útil en Alemania. Tengo un volumen del
Viejo Sur
listo o casi listo para su publicación. Tiene que haber tres más. He trabajado veinte años en este tema, y me desagrada correr un riesgo demasiado grande de no terminarlo nunca». Y concluía: «Aquí estoy, con sesenta y cuatro años, ocupado de diez a quince horas al día. Así no vamos a ninguna parte. Sin embargo, si dimitiera, ese hecho no haría más que complicar las cosas». A su amiga Jane Addams, la reformadora que fundó la Hull House en Chicago, le escribió: «Esto frustra mi labor como historiador, y no estoy nada seguro de haber acertado en mi decisión de junio pasado».
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El 4 de octubre de 1933, tras apenas tres meses en su cargo, Dodd envió al secretario Hull una carta «confidencial y privada». Tras citar la humedad del otoño berlinés y su clima invernal, y su falta de vacaciones desde marzo, Dodd le pedía permiso para tomarse unas largas vacaciones a principios del año siguiente para poder pasar algo de tiempo en su granja y dar clases en Chicago. Esperaba partir de Berlín a finales de febrero y volver tres meses después.
Le pidió a Hull que mantuviera en secreto su solicitud. «Por favor, no se lo consulte a otros, si tiene dudas usted mismo.»
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Hull le concedió el permiso a Dodd, sugiriendo que en aquel momento Washington no compartía la opinión de Messersmith en el sentido de que Alemania era una amenaza grave y creciente. El diario del subsecretario Phillips y del jefe de Asuntos Europeos Occidentales Moffat dejan bien claro que la principal preocupación del Departamento de Estado con respecto a Alemania seguía siendo su enorme deuda con los acreedores norteamericanos.
LA HUIDA DE LUCIFER
Al aproximarse el otoño, el reto que le suponía a Martha hacer malabarismos con los pretendientes que había en su vida se volvió un poco menos ímprobo, aunque por una razón muy perturbadora. Diels desapareció.
Una noche a principios de octubre, Diels se quedó trabajando hasta tarde en su despacho de la Prinz-Albrecht Strasse 8 cuando, en torno a medianoche, recibió una llamada de su esposa, Hilde, que parecía muy alterada. Tal y como recordaba posteriormente en sus memorias,
Lucifer Ante Portas
(
Lucifer ante las puertas
), su mujer le decía que «una horda» de hombres armados y uniformados de negro había irrumpido en su apartamento, la había encerrado en un dormitorio y luego habían llevado a cabo un registro agresivo, recogiendo diarios, cartas y otros expedientes que Diels guardaba en su casa. Diels corrió a su apartamento y consiguió reunir la información suficiente para identificar a los intrusos como un pelotón de las SS bajo el mando del capitán Herbert Packebusch. Packebusch tenía sólo treinta y un años, escribía Diels, pero ya tenía «la dureza y la insensibilidad hondamente inscritas en su rostro».
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Diels decía que era «el auténtico prototipo e imagen de los posteriores comandantes de los campos de concentración».
Aunque la naturaleza osada de la incursión de Packebusch sorprendió a Diels, comprendía las fuerzas que se hallaban tras ella. El régimen hervía de conflictos y conspiraciones. Diels se mantenía sobre todo en el bando de Göring, con Göring ostentando todo el poder policial en Berlín y el territorio circundante de Prusia, el mayor de los estados alemanes. Pero Heinrich Himmler, a cargo de las SS, iba consiguiendo cada vez más control sobre las agencias de la policía secreta a lo largo del resto de Alemania. Göring y Himmler se odiaban el uno al otro y competían para conseguir influencia.
Diels actuó con rapidez. Llamó a un amigo que estaba a cargo de la comisaría de Tiergarten de la policía de Berlín, y reunió a un grupo de agentes uniformados y armados con metralletas y granadas de mano. Los condujo a la fortaleza de Potsdamer Strasse de las SS e indicó a los hombres que rodeasen el edificio. Los agentes de las SS que custodiaban la puerta no se dieron cuenta de lo que había pasado, y amablemente condujeron a Diels y a un contingente de policía al despacho de Packebusch.
La sorpresa fue total. Al entrar, Diels vio a Packebusch ante su escritorio en mangas de camisa, con la chaqueta negra de su uniforme colgando de una pared adyacente, junto con su cinturón y la pistola en su funda. «Estaba allí sentado examinando los documentos de su escritorio como un estudioso que trabaja de noche», escribió Diels, indignado. «Lo que estaba examinando eran mis documentos, y los estaba pintarrajeando, según descubrí bien pronto, con estúpidas anotaciones.» Diels averiguó que a Packebusch incluso le parecía mal la forma en que él y su esposa habían decorado su apartamento. En una nota, Packebusch había garabateado la frase: «estilo de mobiliario a lo Stresemann», una referencia al difunto Gustav Stresemann, un oponente de Hitler de la era de Weimar.
—Está usted arrestado —dijo Diels.
Packebusch levantó la vista repentinamente. En un momento dado estaba leyendo los documentos personales de Diels, y al siguiente Diels estaba de pie ante él. «Packebusch no tuvo tiempo de recuperarse de su sorpresa», escribió Diels. «Me miraba como si yo fuera una aparición.»
Los hombres de Diels apresaron a Packebusch. Un oficial sacó la pistola del capitán de las SS de su pistolera, que colgaba en la pared, pero al parecer nadie se molestó en llevar a cabo una investigación más completa del propio Packebusch. Los oficiales de policía se desplazaron por el edificio para arrestar a otros hombres que Diels creía que habían tomado parte en la incursión en su apartamento. Todos los sospechosos fueron transportados al cuartel general de la Gestapo; llevaron a Packebusch al despacho de Diels.
Allí, a primera hora de la mañana, Diels y Packebusch se encontraron sentados uno frente al otro, ambos lívidos. El perro lobo alsaciano de Diels (en aquella época nombre oficial de los pastores alemanes) permanecía cerca, vigilante.
Diels juró meter en la cárcel a Packebusch.
Packebusch acusó a Diels de traición.
Enfurecido por la insolencia de Packebusch, Diels se levantó rápidamente de su silla, rabioso. Packebusch dejó escapar un torrente de obscenidades y sacó una pistola que tenía escondida en el bolsillo trasero del pantalón. Apuntó a Diels, con el dedo en el gatillo.
El perro de Diels entró en escena, saltando hacia Packebusch, según contaba Diels. Dos oficiales uniformados agarraron a Packebusch y le quitaron la pistola de la mano. Diels ordenó que lo metieran en la cárcel de la Gestapo, en el sótano.
Al cabo de poco tiempo Göring y Himmler acabaron implicados y llegaron a un compromiso. Göring quitó a Diels como jefe de la Gestapo y le nombró ayudante del comisionado de policía de Berlín. Diels comprendió que su nuevo trabajo era una degradación a un puesto sin poder real… al menos no el tipo de poder que necesitaba para oponerse a Himmler, si las SS decidían vengarse. Sin embargo aceptó el trato, y así quedaron las cosas hasta que una mañana, aquel mismo mes, dos empleados leales le hicieron parar cuando iba en coche hacia el trabajo. Le dijeron que unos agentes de las SS le esperaban en su despacho con una orden de arresto.
Diels huyó. En sus memorias asegura que su mujer le recomendó que se llevara con él a una amiga, una mujer norteamericana, «que podía resultarle útil cuando cruzase las fronteras». Ella vivía en «un piso en Tiergartenstrasse», escribió él, y le gustaba el peligro: «Yo ya conocía su entusiasmo por el peligro y la aventura».
Sus pistas nos traen a la mente de inmediato a Martha, pero ella no hace mención alguna de semejante viaje en sus memorias ni en ninguno de sus escritos.
Diels y su compañera fueron en coche hasta Potsdam, luego al sur, a la frontera, donde él dejó su coche en un garaje. Llevaba un pasaporte falso. Ambos cruzaron la frontera hacia Checoslovaquia y se dirigieron a la ciudad balneario de Carlsbad, donde se registraron en un hotel. Diels también se llevó algunos de sus archivos más delicados, sólo como seguro.
«Desde su retiro en Bohemia», escribía Hans Gisevius, memorialista de la Gestapo, «amenazó con hacer revelaciones embarazosas, y pidió un precio elevado por mantener la boca cerrada».
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Una vez desaparecido Diels, muchos en el creciente círculo de amigos de Martha sin duda respiraron un poco más, especialmente aquellos que sentían simpatía por los comunistas o lamentaban las libertades perdidas del pasado de Weimar. La vida social de ella continuó floreciendo.
De todos sus nuevos amigos, la que encontraba más atractiva era Mildred Fish Harnack, a quien conoció en el andén de la estación nada más llegar a Berlín. Mildred hablaba un alemán impecable, y era una verdadera belleza, alta y esbelta, con el pelo largo y rubio que llevaba recogido en un moño grueso, y unos ojos azules enormes y serios. Rechazaba todo maquillaje. Más tarde, después de que se revelase cierto secreto suyo, apareció una descripción suya en los archivos de la inteligencia soviética que la dibujaban como «la típica Frau alemana, con un tipo intensamente nórdico y muy útil».
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Sobresalía no sólo por su aspecto, como pronto vio Martha, sino también por sus modales. «Era lenta para hablar y expresar opiniones»,
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decía Martha, «escuchaba en silencio, sopesando y evaluando las palabras, pensamientos y motivaciones de la conversación… Sus palabras eran reflexivas, a veces ambiguas, cuando era necesario tantear a la gente».
Ese arte de analizar los motivos y las actitudes de los demás había resultado especialmente importante a lo largo de los últimos años con su marido, Arvid Harnack. Ambos se habían conocido en 1926 en la Universidad de Wisconsin, donde Mildred era instructora. Se casaron en agosto, se trasladaron a Alemania, y finalmente se establecieron en Berlín. En todas partes demostraron su talento para unir a las personas. En cada lugar donde se detenían formaban un salón que se reunía a intervalos regulares para celebrar comidas, conversaciones, conferencias, incluso lecturas en grupo de obras de Shakespeare, todo ello ecos del famoso grupo al que se habían unido en Wisconsin, los Friday Niters, fundado por John R. Commons, profesor y progresista importante a quien un día se conocería como «padre espiritual» de la Seguridad Social.
En Berlín, el invierno de 1930-31, Arvid fundó otro grupo más, éste dedicado al estudio de la economía planificada de la Rusia soviética. A medida que el Partido Nazi iba ganando influjo, el objetivo de sus intereses se iba volviendo decididamente problemático, pero aun así programaron y llevaron a cabo un recorrido por la Unión Soviética para dos docenas de economistas e ingenieros alemanes. Mientras estaba en el extranjero, él fue reclutado por la inteligencia soviética para que trabajase secretamente contra los nazis. Accedió.
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