En el jardín de las bestias (45 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

Hubo un momento perversamente cómico. Los Dodd recibieron un lacónico RSVP
(répondez s’il vous plaît)
del despacho de Röhm, afirmando que «para su gran pesar», no podía asistir a la cena en casa de Dodd para el siguiente viernes 6 de julio «porque estaba ausente para curarse una enfermedad».
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«A la vista de la incertidumbre de la situación», escribió Dodd en su diario, «quizá era mejor que no aceptase».
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* * *

A la sensación de agitación de aquel día se añadía una colisión que ocurrió justo ante el 27a, cuando el chófer de la embajada, un hombre llamado Pickford, chocó con una moto y le rompió la pierna al conductor… una pierna de madera.
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En medio de todo ese jaleo, una cuestión especialmente acuciante seguía preocupando a Dodd: ¿qué había ocurrido con Papen, el héroe de Marburgo, a quien tanto odiaba Hitler? Se decía que Edgar Jung, el autor del discurso de Papen, había muerto de un tiro, y que el secretario de Prensa de Papen también había acabado asesinado. En ese clima criminal, ¿habría sobrevivido el propio Papen?

Capítulo 49

LOS MUERTOS

A las tres de la tarde de un sábado, los corresponsales extranjeros de Berlín se reunieron en la cancillería del Reich de la Wilhelmstrasse para una conferencia de prensa que iba a dar Hermann Göring. Uno de los testigos fue Hans Gisevius, que aquellos días parecía que estaba en todas partes.

Göring llegó tarde, de uniforme, grande y arrogante. En la sala hacía calor y se respiraba una «tensión insoportable», según Gisevius.
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Göring se subió al podio. Con gran dramatismo observó a la multitud, y luego, con unos gestos que parecían ensayados, apoyó la barbilla en la mano y puso los ojos en blanco, como si lo que iba a decir fuese trascendental incluso para él. Habló, recuerda Gisevius, «con el tono lúgubre y la voz inexpresiva de un orador experto en funerales».

Göring hizo un sucinto relato de la «acción» que, según dijo, seguía en marcha. «Durante semanas hemos estado observando;
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sabíamos que algunos de los líderes de las Sturmabteilung [SA] habían tomado posiciones que iban muy lejos de los objetivos e intenciones del movimiento, dando prioridad a sus propios intereses y ambiciones, y regodeándose en sus desgraciados y perversos gustos.» Röhm estaba bajo arresto, dijo. Una «potencia extranjera» estaba implicada también. Todos los que se hallaban en la sala supusieron que se refería a Francia. «El líder supremo en Múnich y yo como ayudante suyo en Berlín hemos atacado con la velocidad del rayo, sin respeto alguno por las personas.»

Göring abrió el turno de preguntas. Un reportero le preguntó por la muerte del escritor de los discursos del vicecanciller Papen, Jung, y su secretario de Prensa, Herbert von Bose, y Erich Klausener, importante crítico católico del régimen… ¿qué conexión podían tener todas esas personas con un golpe de Estado de las SA?

—Mis tareas se han ampliado y me he encargado también de los reaccionarios —dijo Göring, con una voz tan tranquila como si estuviese leyendo el listín telefónico.

¿Y el general Schleicher?

Göring hizo una pausa y sonrió.

—Ah, sí, vosotros los periodistas siempre queréis un titular. Pues bien, ya lo tenéis. El general Schleicher había conspirado contra el régimen. Yo ordené su arresto, y él fue tan estúpido que se resistió. Ha muerto.

Y Göring se bajó del podio y se fue.

* * *

Nadie sabía exactamente cuántas personas habían perdido la vida en la purga.
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Los recuentos oficiales nazis calculaban que en total eran menos de cien. El ministro de Exteriores Neurath, por ejemplo, le dijo al británico sir Eric Phipps que habían sido «cuarenta y tres o cuarenta y seis» ejecuciones y aseguraba que todas las demás estimaciones eran «poco fiables y exageradas». Dodd, en una carta a su amigo Daniel Roper, decía que los informes que procedían de los consulados americanos en otras ciudades alemanas indicaban un total de 284 muertes. «La mayoría de las víctimas», afirmaba Dodd, «no eran de ninguna manera culpables de traición, sino simplemente oposición política o religiosa». Otros cálculos de funcionarios norteamericanos elevaban mucho más aún el número. El cónsul de Brandenburgo decía que un oficial de las SS le había dicho que habían matado a quinientos y arrestado a mil quinientos, y que Rudolf Diels estaba destinado a morir, pero que se le había perdonado a requerimientos de Göring. Un memorándum de uno de los secretarios de la embajada de Dodd en Berlín también estimaba el número de ejecuciones en quinientas, y observaba que los vecinos de los alrededores de los barracones de Lichterfelde «oían los pelotones de fusilamiento que no paraban en toda la noche». Diels más tarde estimó que hubo setecientas muertes, y otras personas de la organización aseguraban que el total era de más de mil. No existe ninguna cifra definitiva.

La muerte del general Schleicher se confirmó: le dispararon siete veces, su cuerpo y el de su mujer fueron descubiertos por su hija de dieciséis años. Otro general, Ferdinand von Bredow, miembro del gabinete de Schleicher cuando era canciller, también fue asesinado. A pesar de estas muertes, el ejército continuaba manteniéndose al margen, ya que su odio por las SA superaba el disgusto por el asesinato de dos de los suyos. Gregor Strasser, antiguo líder nazi que tuvo vínculos con Schleicher, estaba comiendo con su familia cuando pararon unos coches de la Gestapo ante la puerta de su casa y seis hombres llamaron a su puerta. Se lo llevaron y lo mataron en una celda en el sótano del cuartel general de la Gestapo. Hitler había sido el padrino de sus hijos gemelos. Un amigo de Strasser, Paul Schultz, líder de alto rango de las SA, fue capturado en un bosque y le dispararon allí mismo. Cuando sus supuestos ejecutores volvieron al coche a coger una sábana para tapar su cuerpo, él se incorporó y salió huyendo, y sobrevivió. Fue esta huida, al parecer, la que desató el estallido de rabia y sed de sangre de Göring. Gustav Ritter von Kahr, de setenta y tres años de edad, que difícilmente podía suponer una amenaza para Hitler, fue asesinado también («destrozado a cuchilladas», según el historiador Ian Kershaw) al parecer para vengarse de su papel a la hora de socavar un intento de golpe de Estado nazi una década antes. Karl Ernst, que llevaba sólo dos días casado, no entendía lo que estaba pasando cuando le arrestaron en Bremen justo antes de partir para su luna de miel en un crucero. Hitler había asistido a su boda. Cuando Ernst se dio cuenta de que le iban a pegar un tiro, gritó: «¡Soy inocente! ¡Larga vida a Alemania!
Heil Hitler
!».

Al menos cinco judíos murieron fusilados por el simple pecado de ser judíos. Y luego están las innumerables e innominadas víctimas ejecutadas por los pelotones de fusilamiento de los barracones de Lichterfelde. La madre de un miembro de las Tropas de Asalto muerto sólo recibió la notificación oficial de su muerte seis meses después del hecho, en una carta donde se afirmaba con brevedad que había muerto en defensa del Estado y que por tanto no se requerían mayores explicaciones. La carta acababa como todas las cartas en la nueva Alemania: «
Heil Hitler
!».

Hubo otros momentos de comedia negra. Uno de los objetivos, Gottfried Reinhold Treviranus,
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ministro con el general Schleicher cuando éste era canciller, estaba jugando al tenis en el Club de Tenis Wannsee cuando vio que fuera se encontraban cuatro hombres de las SS. Confiando sabiamente en sus instintos, se excusó y salió huyendo. Saltó un muro, cogió un taxi y al final consiguió escapar a Inglaterra.

En el centro de Berlín, un hombre de las SA que hacía pluriempleo como conductor del catering del hotel Adlon fue detenido por las SS en un control junto a la puerta de Brandenburgo, no lejos del hotel. El desventurado conductor había tomado la decisión nefasta de llevar su camisa parda de las Tropas de Asalto debajo de la chaqueta del traje que vestía.

El oficial de las SS le preguntó adónde iba.

—A ver al rey de Siam —dijo el conductor, sonriendo.
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El hombre de las SS pensó que era una broma. Furioso por la insolencia del conductor, él y sus compañeros arrastraron al hombre fuera del camión y le obligaron a abrir las puertas traseras del vehículo. El espacio de carga estaba lleno de bandejas de comida.

Todavía suspicaz, el oficial de las SS acusó al conductor de llevar aquella comida a una de las orgías de Röhm.

El conductor, que ya no sonreía, dijo: «No, es para el rey de Siam».

Los agentes de las SS creían que el conductor se estaba mostrando insolente. Dos hombres de las SS subieron al camión y obligaron al conductor a seguir conduciendo hasta el palacio donde se suponía que debía celebrarse la fiesta. Para su pesar, se enteraron de que, en efecto, se pensaba celebrar un banquete para agasajar al rey de Siam, y Göring era uno de los invitados a los que se esperaba.

Y luego estaba el pobre Willi Schmid
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(Wilhelm Eduard Schmid, respetado crítico de música de un periódico de Múnich) que se encontraba tocando el chelo en casa, con su mujer y sus hijos cerca, cuando las SS llamaron a la puerta, se lo llevaron y le pegaron un tiro.

Las SS se habían equivocado. Su objetivo era otro Schmid. O más bien Schmitt.

Hitler envió a Rudolf Hess a disculparse personalmente con la esposa del crítico muerto.

* * *

Se rumoreaba que Putzi Hanfstaengl, cuya relación con Hitler se había vuelto mucho más tensa, estaba también en la lista de los objetivos de Hitler. Providencialmente se encontraba en Estados Unidos para tomar parte en la vigésimo quinta reunión de su clase de Harvard.
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Su invitación había causado grandes protestas en Estados Unidos, y hasta el último momento Hanfstaengl no dio ninguna pista de si realmente iba a asistir o no. La noche del 10 de junio de 1934 celebró una cena, cuya oportunidad, visto retrospectivamente, parece excesiva, dado que seguramente sabía que se acercaba la purga. A mitad de aquella cena salió del comedor, se disfrazó con un impermeable y unas gafas de sol y se fue. Cogió un tren nocturno hacia Colonia, donde se subió a un avión correo que le llevó directamente a Cherburgo, en Francia, y allí embarcó en su buque, el
Europa
, con destino a Nueva York. Se llevaba cinco maletas y tres cajones conteniendo esculturas, unos bustos para regalar.

El departamento de policía de Nueva York, temiendo amenazas a Hanfstaengl por parte de manifestantes indignados, envió a seis jóvenes oficiales a bordo para que le sacaran del barco. Iban vestidos con chaquetas y corbatas de Harvard.

El 30 de junio de 1934, el día de la purga, Putzi asistía en Newport, Rhode Island, a la boda de Ellen Tuck French y John Jacob Astor III, que se decía que era el soltero más rico de toda Norteamérica. Su padre desapareció en el
Titanic
. Unas mil personas se agolpaban en el exterior de la iglesia para ver a la novia y al novio y a los invitados que iban llegando. Uno de los primeros que «provocó el murmullo de admiración de la multitud emocionada», escribía un efusivo reportero de sociedad del
New York Times
, era Hanfstaengl, «con sombrero de copa, levita negra y pantalones grises a rayas».

Hanfstaengl no sabía nada de los acontecimientos que habían ocurrido en su país hasta que los periodistas le preguntaron. «No haré ningún comentario», dijo. «Estoy aquí para asistir a la boda de la hija de mi amigo.» Más tarde, cuando se enteró de algunos detalles, afirmó: «Mi líder, Adolf Hitler, ha tenido que actuar y por tanto ha actuado, como siempre. Hitler nunca se ha mostrado más grande o más humano que en las últimas cuarenta y ocho horas».

Interiormente, sin embargo, a Hanfstaengl le preocupaba su propia seguridad y la de su esposa e hijo que seguían en Berlín. Hizo una discreta indagación a través del ministro de Exteriores Neurath.

* * *

Hitler volvió a Berlín aquella noche. De nuevo Gisevius fue testigo. El avión de Hitler apareció «ante un cielo de un rojo sangre al fondo, una teatralidad que nadie había preparado»,
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escribía Gisevius. Cuando el avión se detuvo, un pequeño ejército se adelantó a saludar a Hitler, entre ellos Göring y Himmler. Hitler fue el primero en salir del aparato. Llevaba una camisa parda, chaqueta de piel marrón oscura, pajarita negra, botas altas negras. Estaba pálido y cansado y no se había afeitado, pero aparte de eso, parecía tranquilo. «Estaba claro que el asesinato de sus amigos no le había costado ningún esfuerzo en absoluto», decía Gisevius. «No sentía nada; simplemente, había actuado por rabia».

En un discurso pronunciado por la radio, el jefe de propaganda Goebbels tranquilizó a la nación.
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«En Alemania», dijo, «reinan ahora una paz y un orden totales. Se ha restablecido la seguridad pública. Nunca el Führer fue más dueño de la situación. ¡Que un destino favorable nos bendiga para poder llevar a cabo nuestra gran tarea con Adolf Hitler!».

Dodd, sin embargo, continuaba recibiendo informes que indicaban que la purga estaba lejos de haber concluido. Todavía no había noticias claras de lo que les había ocurrido a Röhm y a Papen. Seguían oyéndose ráfagas de disparos procedentes del patio de Lichterfelde.

Capítulo 50

ENTRE LOS VIVOS

El domingo por la mañana empezó frío, soleado y con brisa. A Dodd le sorprendió la ausencia de cualquier marca visible de lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas. «Fue un día extraño», escribió, «donde sólo hubo noticias normales en los periódicos».
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Se decía que Papen estaba vivo y bajo arresto domiciliario en su apartamento, junto con su familia. Dodd esperaba usar la poca influencia que poseía para mantenerle con vida, si es que en realidad la supervivencia de Papen era un hecho cierto. Los rumores aseguraban que el vicecanciller estaba destinado a ser ejecutado, y que tal cosa podía ocurrir en cualquier momento.

Dodd y Martha cogieron el Buick de la familia y fueron en coche al edificio del apartamento de Papen. Pasaron ante la entrada muy despacio,
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para que los guardias de las SS viesen el coche y reconociesen su procedencia.

El pálido rostro del hijo de Papen apareció en una ventana, parcialmente oculto tras unas cortinas. Un oficial de las SS de guardia en la entrada del edificio les miró ceñudo al pasar. Para Martha quedó bien claro que el oficial había visto que la matrícula pertenecía a un diplomático.

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