«En toda Alemania hay una agitación muy grande»,
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escribió Dodd en su diario el miércoles 20 de junio. «Todos los alemanes con solera e intelectuales están muy complacidos.» De repente, otras noticias fragmentarias empezaron a cobrar sentido, incluyendo una creciente furia en los discursos de Hitler y sus secuaces. «Se dice que todos los guardias de los líderes muestran señales de revuelta», decía Dodd. «Al mismo tiempo, las prácticas de aviación e instrucción y maniobras militares son imágenes cada vez más comunes entre los que van en coche por el país.»
Aquel mismo miércoles, Papen fue a ver a Hitler para quejarse de que se silenciase su discurso. «Hablé en Marburgo como emisario del presidente», le dijo a Hitler.
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«La intervención de Goebbels me obligará a dimitir. Informaré a Hindenburg inmediatamente.»
Para Hitler aquella amenaza era grave. Reconocía que el presidente Hindenburg poseía la autoridad constitucional para derrocarle, y contaba con la lealtad del ejército regular, y esos dos factores convertían a Hindenburg en la única fuerza realmente potente en Alemania sobre la cual no tenía control alguno. Hitler comprendió también que Hindenburg y Papen (el «Fränzchen» del presidente) mantenían una relación personal muy íntima, y sabían que Hindenburg había telegrafiado a Papen para felicitarle por su discurso.
Papen le dijo a Hitler que iría a la finca de Hindenburg, Neudeck, y le pediría a Hindenburg que autorizase la plena publicación del discurso.
Hitler intentó aplacarle. Prometió eliminar la prohibición del ministro de Propaganda
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y le dijo a Papen que iría con él a Neudeck, para reunirse los dos con Hindenburg. En un momento de sorprendente ingenuidad, Papen aceptó.
* * *
Aquella noche, los que celebraban el solsticio encendieron hogueras en toda Alemania. Al norte de Berlín, el tren funerario que llevaba el cadáver de la mujer de Göring, Carin, se detuvo en una estación junto a Carinhall. Formaciones de soldados y oficiales nazis atestaban la plaza frente a la estación mientras una banda tocaba la «Marcha Fúnebre» de Beethoven. Primero, ocho policías llevaron el ataúd, que transfirieron con gran ceremonia a otro grupo de ocho hombres, y así sucesivamente, hasta que al fin lo colocaron a bordo de un carruaje tirado por seis caballos para su viaje final hasta el mausoleo de Göring junto al lago. Hitler se unió a la procesión. Los soldados llevaban antorchas. En la tumba había grandes cuencos llenos de llamas. Con un toque sobrenatural, cuidadosamente orquestado, el lastimero sonido de los cuernos de caza surgió del bosque tras el resplandor del fuego.
Llegó Himmler. Estaba muy agitado. Cogió a un lado a Hitler y Göring y les transmitió unas noticias inquietantes: falsas, como seguramente el propio Himmler sabía, pero útiles como un impulso más para que Hitler actuase contra Röhm. Himmler aseguraba que alguien había intentado matarle. Una bala había perforado su parabrisas. Echaba la culpa a Röhm y a las SA. No había tiempo que perder, dijo: estaba claro que las Tropas de Asalto se encontraban a punto de rebelarse.
El agujero de su parabrisas, sin embargo, no lo hizo ninguna bala. Hans Gisevius le echó un vistazo al informe final de la policía. Era mucho más probable que aquellos daños los hubiese producido una piedra levantada por un coche al pasar. «Con frío cálculo, por tanto, [Himmler] culpó del intento de asesinato a las SA», escribió Gisevius.
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Al día siguiente, 21 de junio de 1934,
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Hitler voló a la propiedad de Hindenburg sin Papen, como había sido su intención desde el principio. En Neudeck, sin embargo, se encontró primero con el ministro de Defensa Blomberg. El general, de uniforme, se reunió con él en la escalinata del castillo de Hindenburg. Blomberg se mostró duro y directo. Le dijo a Hitler que Hindenburg estaba preocupado por la creciente tensión en Alemania. Si Hitler no conseguía mantener las cosas controladas, dijo Blomberg, Hindenburg declararía la ley marcial y pondría al gobierno en manos del ejército.
Cuando Hitler se reunió con el propio Hindenburg, recibió el mismo mensaje. Su visita a Neudeck duró sólo treinta minutos. Voló de vuelta a Berlín.
* * *
A lo largo de toda la semana, Dodd oyó hablar del vicecanciller Papen y su discurso, y del milagro de su supervivencia. Corresponsales y diplomáticos tomaban nota de las actividades de Papen: a qué comidas había asistido, con quién había hablado, quién le rehuía, dónde aparcaba su coche, si todavía daba sus paseos matutinos por el Tiergarten… buscando señales de lo que podía esperarles a él o a Alemania. El jueves 21 de junio Dodd y Papen asistieron a un discurso del presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht. Al terminar, según observó Dodd, Papen recibió más atención que el propio conferenciante. Goebbels también estaba presente. Dodd vio que Papen se acercaba a su mesa, le estrechaba la mano y tomaba con él una taza de té. Dodd estaba sorprendido, porque aquél era el mismo Goebbels «que después del discurso de Marburgo habría ordenado su rápida ejecución si Hitler y Von Hindenburg no hubiesen intervenido».
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La atmósfera en Berlín seguía cargada, según observaba Dodd en su diario el sábado 23 de junio. «La semana se cierra discretamente, pero con gran inquietud.»
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EL MENSAJE EN EL BAÑO
Papen se iba trasladando por Berlín al parecer imperturbable, y el 24 de junio de 1934 viajó a Hamburgo como emisario de Hindenburg para el Derby alemán, una carrera de caballos en la cual la multitud le dedicó una fervorosa ovación. Llegó Goebbels y se abrió paso entre la multitud entre una falange de las SS, provocando pitidos y abucheos. Ambos hombres se estrecharon las manos mientras los fotógrafos obtenían sus fotos.
Edgar Jung, que escribía los discursos de Papen, mantenía una posición muy discreta. Por aquel entonces se había convencido de que el discurso de Marburgo le costaría la vida. El historiador Wheeler-Bennett arregló un encuentro clandestino con él en una zona boscosa fuera de Berlín. «Estaba completamente tranquilo y resignado»,
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recordaba Wheeler-Bennett, «pero hablaba con la libertad de un hombre que no tiene futuro ante él, y por tanto nada que perder, y me contó muchas cosas».
La retórica del régimen se hizo más amenazadora aún. En un discurso de radio, el lunes 25 de junio, Rudolf Hess amenazaba: «Ay de aquel que rompa la fe, creyendo que a través de una revuelta puede servir a la revolución».
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El partido, dijo, respondería a la rebelión con la fuerza absoluta, guiado por el principio de: «Si golpeas, ¡golpea fuerte!».
A la mañana siguiente, martes, 26 de junio, el ama de llaves de Edgar Jung llegó a su casa y la encontró revuelta, con los muebles volcados y la ropa y los documentos tirados por todas partes. En el botiquín de su cuarto de baño Jung había garabateado una sola palabra: GESTAPO.
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Diels se disponía a jurar su cargo de comisario regional de Colonia. Göring voló a esa ciudad para la ocasión. Su avión blanco surgió del cielo azul cerúleo de «un bonito día de verano en Renania»,
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según lo describió Diels. En la ceremonia, Diels llevaba su uniforme negro de las SS; Göring vestía un uniforme blanco que él mismo había diseñado. Después, Göring llevó a Diels aparte y le dijo: «Ten cuidado en los próximos días».
Diels se lo tomó al pie de la letra. Experto ya en las desapariciones oportunas, dejó la ciudad y se fue a pasar un tiempo en las cercanas montañas Eifel.
LA AFLICCION DE LA SEÑORA CERRUTI
En la anotación de su diario del jueves 28 de junio de 1934, el embajador Dodd escribía: «Durante los últimos cinco días, distintos rumores han ido creando en Berlín una atmósfera más tensa que en ningún otro momento desde que yo estoy en Alemania».
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El discurso de Papen seguía siendo un tema de conversación diario. Hitler, Göring y Goebbels aseguraban cada vez más furiosos que habría graves consecuencias para cualquiera que se atreviese a oponerse al gobierno. En un telegrama al Departamento de Estado, Dodd comparaba aquella atmósfera amenazadora con la de la Revolución francesa: «La situación era muy parecida a la que había en París en 1792, cuando girondinos y jacobinos luchaban por la supremacía».
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En su propia casa había también una tensión añadida que no tenía nada que ver con el tiempo ni con los levantamientos políticos. Contra los deseos de sus padres, Martha seguía planeando su viaje a Rusia. Ella insistía en que su interés no tenía nada que ver con el comunismo per se, sino que más bien surgía de su amor por Boris y su creciente disgusto por la revolución nazi. Reconocía que Boris era un comunista leal, pero aseguraba que sólo ejercía influencia en sus perspectivas políticas «mediante el ejemplo de su magnetismo y sencillez, y su amor por el país».
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Confesaba sentir una fuerte ambivalencia «con respecto a él, sus creencias y el sistema político de su país, nuestro futuro juntos». Insistía en hacer aquel viaje sin él.
Ella quería ver todo lo que pudiera de Rusia, e ignoró el consejo que le dio Boris de concentrarse en unas pocas ciudades. El quería que ella comprendiese su tierra natal en profundidad, y no sólo como turista que echa un vistazo. Reconocía también que viajar en su país no era tan rápido ni tan cómodo como en la Europa occidental, y sus ciudades y villas tampoco tenían el encanto de los pintorescos pueblecitos de Alemania y Francia. En realidad, la Unión Soviética no era en absoluto el paraíso de los trabajadores que muchos extranjeros de izquierdas imaginaban que podía ser. Con Stalin, los campesinos se habían visto obligados a unirse en vastos colectivos.
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Muchos se resistieron, y se estimaba que cinco millones de personas (hombres, mujeres y niños) sencillamente desaparecieron, muchos de ellos enviados a campos de trabajo lejanos. Las casas eran primitivas, los bienes de consumo prácticamente inexistentes. La hambruna azotaba Ucrania. La ganadería sufría un drástico declive. Desde 1929 a 1933, el número total de reses bajó de 68,1 millones a 38,6 millones; y el de caballos, de 34 millones a 16,6 millones. Boris sabía muy bien que para un visitante casual, el escenario físico y social y especialmente la aburrida moda de los trabajadores de Rusia podía parecer muy poco cautivadora, especialmente si el visitante estaba exhausto debido a un viaje difícil y la presencia obligatoria de un guía de Intourist.
Sin embargo, Martha eligió el recorrido turístico número 9, el del Volga-Cáucaso-Crimea,
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que estaba previsto que se iniciase el 6 de julio con un vuelo (el primero de la historia) entre Berlín y Leningrado. Tras dos días en Leningrado, partiría en tren hacia Moscú, pasaría allí cuatro días y luego saldría en un tren nocturno a Gorki, y dos horas después de su llegada a las 10:04, cogería un vapor del Volga y emprendería un crucero de cuatro días con paradas en Kazan, Sarmara, Saratov y Stalingrado, donde haría la obligatoria visita a una fábrica de tractores; desde Stalingrado, tomaría un tren hacia Rostov del Don, donde tendría la opción de visitar un granja estatal, aunque allí su itinerario adquiriría un leve tufo a capitalismo, porque la visita a la granja requería una «tasa extra». A continuación, Ordzhonikidze, Tiflis, Batumi, Yalta, Sebastopol, Odessa, Kiev y, al fin, vuelta a Berlín en tren, donde se esperaba que llegase el 7 de agosto, después de treinta y tres días de viaje, precisamente a las 7:22 de la tarde (una previsión optimista).
Su relación con Boris seguía evolucionando, aunque con los habituales vaivenes violentos entre pasión e ira, y el habitual aluvión de notas de súplica y flores frescas enviadas por él. En un momento dado, ella le devolvió sus tres monos sabios de cerámica. El se los volvió a enviar.
«¡Martha!», escribía él, dejándose llevar por su pasión por las exclamaciones,
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«te doy las gracias por tus cartas y por tu “buena memoria”. Tus tres monos han crecido (se han hecho mayores) y quieren estar contigo. Te los mando. Tengo que decírtelo con franqueza: unos monos te han echado de menos. Y no sólo los tuyos, sino que conozco a otro joven guapo, rubio (¡ario!) que añora estar contigo. Tu guapo chico (de no más de treinta años) soy yo.
»¡Martha! ¡Quiero verte, necesito decirte que yo tampoco he olvidado a mi pequeña, adorable y encantadora Martha!
»¡Te amo, Martha! ¿Qué tengo que hacer para que me tengas más confianza?
»Tuyo, Boris».
En cualquier otro momento su relación probablemente habría atraído la atención de los extraños, pero aquel junio en Berlín todo adquiría una gravedad añadida. Todo el mundo vigilaba a todo el mundo. Por aquel entonces, Martha pensaba poco en las opiniones de los demás, pero años más tarde, en una carta a Agnes Knickerbocker, la esposa de su corresponsal y amigo Knick, reconocía que la percepción puede distorsionar fácilmente la realidad. «¡Nunca conspiré para derrocar el gobierno de Estados Unidos ni para la subversión, ni en Alemania ni en Estados Unidos!»,
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exclamaba. «Sin embargo, creo que simplemente el hecho de que conociera y amara a Boris bastaría para que algunas personas sospechasen lo peor.»
En aquel tiempo no había nada que sospechar, insistía. «Por el contrario, era una de esas cosas absorbentes que no tenían base política alguna, excepto que a través de él yo llegué a saber algo de la URSS.»
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El viernes 29 de junio de 1934 venía con la misma atmósfera de tormenta inminente que había marcado las semanas precedentes. «Fue el día más cálido que tuvimos aquel verano»,
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recordaba Elisabetta Cerruti, esposa del embajador italiano. «El aire estaba tan cargado de humedad que apenas podíamos respirar. Unas nubes negras se cernían en el horizonte, pero en el cielo ardía un sol despiadado.»
Aquel día los Dodd celebraban una comida en su casa, a la cual habían invitado al vicecanciller Papen y otras figuras diplomáticas y del gobierno, incluyendo los Cerruti y Hans Luther, embajador alemán en Estados Unidos, que en aquel momento casualmente estaba en Berlín.
Martha también estuvo presente y vigiló mientras su padre y Papen se apartaban de los demás invitados y sostenían una conversación privada en la biblioteca, frente a la chimenea ahora apagada. Papen, decía ella, «parecía tan confiado y meloso como de costumbre».
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